Las amigas
María A. Escobar
Y
claro, cómo no iba a aumentar el precio del remís, si todo aumentaba. Ella iba sentada al lado del conductor,
porque él se lo había sugerido y su pierna, del tamaño de una pierna de cerdo,
tocaba la palanca de cambio. Corrase, le decía el viejo. Adónde, le replicaba
Elvira, tendría que haber viajado en el asiento de atrás. La puerta de atrás no
abre. Siempre igual, unos autos desastrosos y te cobran como si viajaras en no
sé qué. El paquete con las facturas sobre la falda posiblemente le dejaría
alguna mancha de grasa.
Contra
la puerta se aplastaba la la cartera de
lona en donde llevaba la billetera y las fotos de Cachito para enseñárselas a
Rosita. Cachito estaba tan lindo, con unos cachetes bien sonrosados, gordito,
bien alimentado se veía. Se parecía a Juan.
Era su vivo retrato, aunque la nuera decía que se parecía a su padre,
por llevarle la contra a ella. Pero no,
su nieto era igual a Juan, su hijo y la opinión de ella la tenía sin cuidado. A
los ochenta años había llegado el primer nieto, justo cuando ella casi no tenía
fuerzas para nada, salvo ir a verlo cada tanto y llevarle montañas de
golosinas, para escándalo de la nuera.
Ya
estaban llegando y, cuando divisó la puerta pintada de verde, le dijo al viejo,
déjeme ahí.
Discutieron
porque él quería cobrarle más por el viaje, porque ella sostenía que ése era el
precio del viaje mínimo y el viejo que no, que eran dos cuadras más. Bah, dos
cuadras más, dijo ella pero le tiró los veintidós pesos sobre la pierna. El
viejo tuvo que empujarla para que pudiera bajar. Aferró las facturas que se le
abollaron un poco, Rosita comprendería.
Ella también era obesa y el mundo estaba hecho para los delgados. Si
alguna vez viajara en avión (cosa que ya no sucedería) hubiera tenido que pagar
dos pasajes. Era justo? Pensaba que no porque ella era una sola persona.
Frente
a la puerta verde golpeó las manos como pudo, pero Elvira la esperaba y
entonces sintió sus pasos lentos, pesados, acercarse a la puerta. Se besaron en
ambas mejillas, felices de verse, como lo hacían una vez por mes, cuando Rosita
cobraba la jubilación. Desde el fondo llegó una voz moribunda –quién es? -Rosita, dormite- Y luego le susurró a ésta -me tiene harta…no
sabés cómo-
Se
instalaron en el patio en donde agonizaba un limonero.
Elvira
había dispuesto dos sillones de caña en los que esforzadamente entraron sus
voluminosos traseros y, en el centro, una pequeña mesita de factura casera en
donde dispusieron el termo, la yerba, el azúcar y en un banquito aparte las
facturas y una torta casera que había hecho Elvira.
Ambas
comenzaron a hablar de sus dolencias que, en realidad, provenían casi todas de
su gordura Las visitas al médico porque
el colesterol y el azúcar que no bajaban. Pero qué placer les quedaba a ellas
sinó darse algún que otro gusto ya que no iban a ningún lado? Apenas si caminaban. De cualquier modo,
estaban vivas cuando ya muchas amigas, flacas ellas, habían partido.
¿Valía
la pena sacrificarse renunciando a los manjares por los que morían? De tanto en
tanto llegaba la voz cascada que, desde la cama, profería el viejo y Elvira lo
mandaba a callar. Con la boca llena, el mate, más azúcar que yerba, cambiando
de mano, Elvira le explicó a su amiga -está muriendo,el cigarrillo, no lo podía
dejar. Los médicos se cansaron. Yo me cansé.
Alcanzame ese cañoncito de dulce de leche, son mi debilidad, ¿viste? El
cigarrillo mata Rosita. Si, dijo ésta con un churro en la mano, el cigarrillo
verdaderamente mata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario