La golondrina
sedentaria
Luís Alberto Taborda
Hubo
cierta vez una golondrina sedentaria. A contramano y a contrapelo del instinto
viajero que llevan inscripto en sus genes las sucesivas naciones de
golondrinas, esta golondrina decidió, no se sabe cómo, no partir. Así que ese año,
al comenzar el otoño, se negó a cruzar el mar océano.
Su
pueblo, mientras tanto, volando y volando hacia el inmenso horizonte discutió
su caso. Algunas opinaron que era una verdadera manía mística esa de quedarse
en soledad, apartada, contrariando al genio gregario propio de su raza. Otras
pensaban distinto: veían en esta golondrina a un espíritu romántico, heredero
de su tiempo, que al afirmar su personalidad individual, daba quizá inicio a
una nueva especie de la familia de los "hirundínidos". Y otras
avecillas peregrinas, sencillamente adjudicaron su conducta a una cierta apatía
o pereza que no tenía nada que ver con altos ideales o sensibilidad romántica.
Como
nuestra heroína jamás abrió el pico para aclarar el motivo de su extraña
conducta, quedó para siempre instalada la duda acerca de las verdaderas razones
que la impulsaron a ser lo que fue: un caso raro, apartado, casi una paradoja.
Lo que sí sabemos en forma fehaciente es que llegadas las primeras heladas,
languideció y después murió, tal como ocurrió con la golondrina que había
entablado amistad con el Príncipe Feliz, en el cuento maravilloso de Oscar
Wilde.
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