viernes, 19 de febrero de 2016

Amanda Pedrozo

Kurupí Amanda Pedrozo

A sus quince años tenía una sabiduría que se podía oler a la legua. Era como si desde sus ojos otra persona más adulta temblara su experiencia que desmentía esa carita flaca, con la panza hinchada de bicho. Abuela Esperanza no la podía ver: El diablo andaba por la casa cuando esa chiquilina movía su cuerpo marrón bajo la resolana, decía.
Angela Pura era guardada por las tías. Día y noche ellas la seguían con la vista, estuviera prendida a los platos sucios o chupando embelesada una naranja tras otra. La controlaban porque en la familia era la última mujercita que quedaba sin conocer hombre. La controlaban porque esa chica tenía algo que hacía desvariar y de eso cualquiera se daba cuenta. Hasta el abuelo Catá la seguía con la respiración caliente, no importaba que estuviera delante abuela Esperanza, que predecía alargando las palabras como en un rezo o plagueo sin utilidad: El diablo anda cerca, el diablo es su dueño...
Día y noche las tías se quebrantaban, alargaban sus narices y querían saber por donde comenzaba la historia de la madre que parió tal hija. Querían culparla de la absurda telaraña que había ido envolviendo la vida de Angela Pura hasta hacerla el bocado más apetecible entre parientes y extraños, y también el más imposible.
La tal madre se había muerto mirando a su hija. Que en gloria esté y que Cristo Nuestro Señor se olvide de que era tan caprichosa, además de otras cosas que ya no importan porque después de todo no tuvo buen ejemplo, pero no se nos mire a nosotras que siempre hicimos las cosas según el mandamiento de Dios y con arreglo a la Constitución Nacional, y que además no somos sus parientes de sangre sino de mala elección de nuestro primo Rosendo que sufría de hemorroides y de maldad sin asidero.
Angela Pura había mirado tanto a su madre, o ésta a ella, que enseguida todos supieron cuál iba a morirse sin remedio. Cuando la cara de la madre quedó al fin definitivamente pálida, resultó que el cadáver ya no dio trabajo: todo estaba listo, y hasta se había llorado con anticipación. Para la hora del velorio, sólo quedaron la diversión subterránea de los barruntos familiares y el largo velorio de los escándalos amorosos antiguos de las parientes menos allegadas.
La niña fue creciendo despacio en relación con sus ojos. Estos hacía rato que se habían comido las paredes y los gusanos, se habían apoderado de la casa y de los hombres, del sudor de los perros amarillos y también de cuanto conocían quienes la miraban. Por eso, y porque nadie en la casa había olvidado cómo se murió su madre de tanto mirarla, nadie la miraba de frente en lo posible. En lo no posible, rezaban un Padrenuestro de protección al Arcángel Gabriel por si acaso. Lo demás será seguirla y cuidarla, nadie sabía para qué.
La noche del Día de los Santos Difuntos resultó con luna colorada. Eso llenó enseguida de premonición a la abuela Esperanza. Apenas comieron todos en la olla de hierro, se fueron a juntar sus miedos en una pieza desde donde no tenían que soportar los ojos de grande de Angela Pura y no corrían así peligro de olvidarse de repente de todo lo que habían vivido con esfuerzo y dedicación.
Los ojos predestinados llegaron tranquilos al bananal. Allí, Angela Pura tumbó su cuerpecito cuidado por las tías bajo la luna colorada para que el destino llegara de una vez por todas. Ni se movió cuando supo, con esa sabiduría absurda que le había venido creciendo desde chica para desesperación de ella misma, que allí estaba el esperado, el impensable, enteramente olor a caballo y mierda de gallina, enteramente imposible, puro sufrimiento ancestral, puro tierra, pura fuerza, con su maldición que era la única que podía conjurar otras maldiciones.
Un aullido que nadie supo de quién provenía marcó el segundo en que el interminable falo del Kurupí (yo decía que esa niña era cosa del diablo...) la rompió en dos para siempre. Desde ese momento, sólo la abuela Esperanza siguió recordando cómo había muerto esa niña, de tanto mirar al diablo en el bananal.
*Kurupí - un fantasma de la mitología guaraní. Pequeño personaje de las siestas. Tiene el miembro viril desarrollado en forma desproporcionada a su tamaño, ya que el mismo tiene una extensión tal que lo lleva arrollado por lo común a su cintura.


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