Los símbolos de Toño Nechi Dorado
El
pueblo era tranquilo hasta la noche en que la fatalidad comenzara a descargar
su furia sobre el caserío pobre. Esa mayoría siempre silenciada, naturalizada,
que se convierte en la imagen de lo sucio, despreciable, vergonzante para el
ideario colectivo en cualquier sociedad pseudo civilizada.
Cuando
estalló la absurda Guerra Civil, la abuela Digna, tuvo la posibilidad de salir
del país buscando un horizonte inexistente. Partía rumbo al lugar donde los
sueños prometían hacerse realidad y la mentira tenía instalada su corte
palaciega.
Expulsados
de su tierra, salieron con ella en una barcaza herrumbrada su hija Bernarda y
dos nietos, Toñito y José, ambos hijos de su otra hija asesinada cuando el odio
se compara a clavos enmohecidos en la columna vertebral del olvido, perforando
desde el corazón hasta los talones. Salieron como crudos sobrevivientes del
espanto huyendo hacia lo que sería la nada.
En
la crianza de los niños, Bernarda, hacía mucho tiempo que cumplía dos roles,
madre-abuela, tumba humana del dolor entremezclado con mil por qué sin
respuesta. Esa tarea cayó sobre su humanidad el día que violaron, para
seguidamente asesinar a su hija, María de la Cruz, abriéndole el vientre para
arrojar a los perros esa figura amorfa que latía en su seno casi adolescente,
cuando un escuadrón de la muerte dispuesto a implantar el orden a punta de
bayoneta entró al pueblo desatando la masacre. Orden que ordenaba ser
ordenados, ordenándose ordenadamente y asumiendo como algo natural el despojo,
el asalto contra la dignidad y la justicia que se dibuja asequible para todos.
La
diáspora se produjo una noche, luego que tres de los hijos de Digna rumbearan
al monte, desordenando el dogma establecido, mientras otros dos ordenadamente
se enrolaran en las filas militares. Ninguno pensó que les tocaría matarse
entre ellos, el hambre tiene la facultad de enredar las raíces de la razón
enterrándolas bajo la misma tierra que los viera nacer, ignorando el mandato de
las venas que comparten sangre.
La
desmembrada familia, cargó sólo con los recuerdos. Lejos de la patria, Digna,
continuó con la crianza de los niños en condiciones de extrema pobreza, con la
muerte pisándoles los talones pero de otra manera, sin bayonetas, sin gritos
amedrentadores. El sicario, allí, era el abandono más cruel que justificaba su
accionar dando lugar al pensamiento indicativo que el asesino era el pasado y
sus secuelas.
Toñito
creció lleno de resentimientos. Él fue quien vio cuando asesinaron a su madre y
vio ese pedacito de carne volando hasta caer en las fauces de la manada. Y vio
a María de la Cruz, madre, tendida en el polvo de la calle, con sus ojos de
noche con forma de almendra mirando hacia la nada. Y vio a su abuela pegadita a
ellos y vio el rostro del odio y vio a los monstruos riendo, disputándose el
trofeo yaciente en el piso, boca arriba. Vio el adiós para siempre, no deseado.
No
escuchó más a su madre recitando a Roque Dalton “siempre vieron al pueblo/
crispado en el cuarto de tortura/ colgado/ apaleado/ fracturado/ tumefacto/
asfixiado/ violado…” Nunca olvidó esa estampa del horror, así como tampoco el
paso de los años borrara de su recuerdo los rostros de esas bestias. Toñito se
convirtió en un muchacho difícil. Las noticias que recibían desde la patria
numeraban nuevos muertos, causando el dolor de los otros asilados por las
mismas circunstancias.
Así
crecieron esos niños entre lágrimas, odio, dolor. Confundidos al punto de no
saber cuál era la alquimia de los sentimientos que pujaban desgarrando el seno
de las familias expulsadas.
Una
noche, un auto policial se detuvo frente a la puerta de la humilde casa de la
familia desmembrada. Digna daba vueltas en su cama, algo la inquietaba sin
saber a qué se debía su sobresalto
Cuando
sintió los golpes sobre la puerta, se abalanzó hacia allí. Una voz inquirió –
¿Buscamos a los padres de Toño Funes.
-Fueron
asesinados, señor, soy su abuela ¿ocurrió algo con él?, respondió la mujer en
medio de un temblor helado por la premonición que susurraba que algo feo había
sucedido nuevamente.
-Debe
acompañarnos, ordenó el ordenado.
Al
llegar al sitio donde estaba detenido Toño, el muchacho miró a su abuela antes
de dirigir su mirada hacia el piso sucio del calabozo, tragándose una lágrima.
Resaltaban en su piel morena los tatuajes que cubrían casi todo su cuerpo, cono
si cifraran una historia. Uno de ellos estaba compuesto por cinco letras que
resumían todo el dolor del muchacho: Madre.
Compartían
espacio en ese cuerpo esmirriado, números, símbolos, figuras contradictorias
donde coincidía un ángel con las alas rotas y un demonio sonriendo dejando al
descubierto sus colmillos. Debajo del primero se leía “hermano”.
Digna
intuía que algo estaba diciendo sin voz, su muchachito adorado, rebelde como fuera
su padre, con los ojos aindiados de su madre. Verlo la retrotraía a la visión
de su hija partida en dos en el mismo pueblo que la viera nacer.
-Mire
señora, su nieto pertenece a una pandilla donde son todos escoria, basura,
faltó que alguien pusiera orden en su vida, gritaba un oficial mientras miraba
con asco la negritud de esa abuela con raíces indígenas y el dolor instalado en
sus ojos tristes de tanto llorar ausencias definitivas.
-Supiera
usted, señor, el dolor que carga mi muchacho y sin dudas todos ellos a los que
llama escorias. Supiera que ser indígena no es humillante, es la brasa que
ilumina a nuestra historia pisoteada.
-¡Estos
indios no se domestican más! Que se pudran acá, lo hubiera cuidado antes, gritó
con ira el supuesto ordenador de vidas, asalariado de la fuerza con armas en la
cintura.
-No
pude hacer alguien de su gusto, exclamó Digna, tampoco ustedes nos ayudaron.
Desde que pisó esta tierra sólo sintió la vergüenza por su raza en este mundo
donde el bien se pinta con colores claros. Nosotros no elegimos estar acá,
fuimos expulsados por la incomprensión que toma forma de guerra que los pueblos
no deseamos. Mi niño es el resultado de la tragedia humana que muy pocos
quieren asumir.
-Ustedes
tenían, entre otros, el poder para insertarlo, pero prefirieron cerrarles las
puertas de la escuela tanto a Toñito como a sus amigos. ¿Será que buscaron
sostenerse unos a otros en este mundo hostil? Siguió respondiendo Digna.
La
abuela salió del lugar, el muchacho, “escoria pandillera” quedó detenido, el
odio ganó su enésima batalla. A la mañana siguiente, volvieron a golpear la
puerta de la humilde vivienda.
-¿La
familia Funes? Somos del Hospital del estado, venimos a avisarle que Toño
murió. Esos jóvenes siempre terminan matándose entre ellos, señora. Lo sentimos
mucho. Buenos días, dijo un hombre antes de retirarse del lugar.
Digna
se desparramó sobre lo que alguna vez encontrara en la calle y se dijera
sillón. Algo iba dibujando una telaraña en su cabeza y nuevas arrugas en su
rostro arrugado. Volvía la imagen de su hija, el pequeño pedacito de carne en
las fauces de los mastines y Toño, su Toñito, con esos tatuajes hasta en la
cara como tapando su agonía infinita.
Sintió
la voz de María de la Cruz recitando desde muy lejos, en el tiempo, a Dalton:
“siempre vieron al pueblo/ crispado en el cuarto de tortura/ colgado/ apaleado/
fracturado/ tumefacto/ asfixiado/ violado.
-Ya
deben estar juntos los tres, murmuró Digna, mientras las lágrimas corrían como
granos de sal sobre las heridas del alma. Bernarda abrazó a José mientras el
llanto iba golpeando las puertas de las casas vecinas.
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