Llovían cuerpos desnudos Lázaro Covadlo
Le había
sacudido un bofetón a su mujer a eso de las tres de la tarde. O a las tres y media,
o a las cuatro, más o menos. ¿Quién puede controlar la hora cuando está un poco
pasado con la bebida y algo alterado y no se le ocurre nada mejor que pegarle a
la esposa? En todo caso había sido después de comer, seguro. Una comida
opulenta de pescados y mariscos y tal vez un litro y medio de vino blanco de
una comarca de Cataluña. Pero antes había bebido dos vasos de whisky. ¿O fueron
tres? Después del café dos copas de coñac. ¿O fueron tres? No bebas tanto,
Marcelo, había dicho ella. No era la primera vez, hacía más de diez años que se
lo repetía. No bebas tanto, Marcelo; no comas tanto, Marcelo. Después venía el
sermón: tanta comida y tanta bebida, por fuerza debían ser nocivas para su
salud física y mental. Yo soy médico y sé muy bien qué es bueno y qué es malo
para la salud física y para la salud mental, ¿entendés, María del Carmen?, ¿entendés
lo que te digo? El diálogo renacía a diario, sin variaciones, desde hacía diez
años hasta la fecha. Parecían actores en gira perpetua dedicados a representar
en todas partes la misma pieza teatral. Él recordaba muy bien haber discutido
sobre lo mismo en Mar Del Plata, en Villa Carlos Paz, en Punta Del Este, en el
hotel de las Cataratas Del Iguazú. La última vez en Lisboa, el día anterior.
El vuelo
de Lisboa a Barcelona en un aparato de la TAP había transcurrido por un cielo
sin nubes, pero fecundo en cuanto a lluvia de cuerpos. Todos caían desnudos,
como de costumbre. Reconoció algunos, la mayoría de aquellas caras las tenía
muy acopladas a su memoria visual. De otros recordaba más que nada ciertos detalles
del cuerpo: las cicatrices de determinadas operaciones, una pelambrera de
excepcional abundancia, ciertas peculiaridades muy notorias de los genitales.
Cada uno poseía su propia singularidad. Nunca faltaban dos o tres a quienes una
vez que el avión rebasaba los seis mil metros les daba por pegar la nariz a la
ventanilla para mirarlo a los ojos. Pareciera que por un rato se resistían a
dejarse caer: se pegaban al fuselaje como moscas a las paredes y no aflojaban
hasta que el aparato tomaba más altura, sólo entonces desaparecían de su vista.
Ese era el momento en el que él podía intentar relajarse –sin consentirlo del
todo– y llamaba a la azafata para pedir el primer whisky.
Como
trataba de evitar que lo tomaran por loco hacía tiempo que había dejado de informar
sobre la lluvia de cuerpos durante los vuelos, ya fueran éstos
interprovinciales o internacionales. La primera vez que advirtió el fenómeno
dio fuertes voces y se armó un tremendo alboroto en la cabina de pasajeros.
Ocurrió en 1983, poco después de su alta en el Hospital Naval, donde había
estado unos meses como paciente, en neuropsiquiatría. Él y María del Carmen
viajaban a Mendoza con la excusa de visitar a la familia. Esa escapada era en
realidad la primera de una serie de peregrinajes de intención terapéutica. Entonces
aún no le habían dado el retiro -faltaba todavía un año para que dejara el
Arma-, pero la superioridad tampoco le había designado un destino: lo
consideraban un elemento psicológicamente inestable y por lo tanto fue relegado
a una suerte de limbo hasta que decidieran qué hacer con él.
Ese vuelo
entre el Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires y El Potrerillo, en Mendoza,
había resultado una excursión al centro mismo del infierno. Un infierno a gran
altura, o no tanto: nada más rebasar los dos o tres mil metros comenzaron a
llover cuerpos hasta hacer que el firmamento se oscureciera. Ya en el sur de la
provincia de Córdoba el cielo cobró una consistencia sólida de pieles y huesos
humanos. Uno de aquellos hombres al parecer golpeó en su caída el alerón
derecho provocando una fuerte sacudida en el aparato. ¡Hay que aterrizar, hay
que aterrizar!, gritó Marcelo; ¡avisen al piloto que ellos están cayendo!
¡Díganle que aterrice cuanto antes! Tranquilícese, señor, estamos pasando una
zona de tormenta, pero el comandante tiene todo bajo su control, dijo la
azafata. ¡Calmate, querido, por lo que más quieras!, le rogó María del Carmen.
Recordaba
el tono de voz resignado, urgido y maternal con el que su esposa pretendió
aplacarlo en aquel momento crítico. Con la misma apremiada paciencia, con
idéntica sufrida dulzura, ella se empeñó en reconfortarlo cada vez que su
obsesión volvía a brotar. No debió haberle pegado, se reprochó mientras
contemplaba tras los ventanales de la habitación del decimosexto piso, en el
hotel Princesa Sofía, el paisaje urbano surcado por la avenida Diagonal y más
allá el Tibidabo con su iglesia en la cima. A tan baja altura nunca había
observado que llovieran cuerpos desnudos. De todos modos ya estaba haciéndose
de noche; jamás vio caer gente en la oscuridad, aunque sí entre la blancura
gris de las nubes. Las tinieblas representan un descanso para la vista, se
dijo. Miró la hora en la esfera de su reloj y se preguntó cuánto tiempo habría
pasado desde que abofeteó a María del Carmen y ella abandonó el cuarto sin
preocuparse por cerrar la puerta. Entonces pensó que no tardaría en volver,
pero ya eran más de las siete y quién sabe dónde podría estar. Tal vez dando
vueltas y más vueltas por los alrededores, igual que la última vez que a él se
le fue la mano, en Mar Del Plata, y ella se pasó la tarde caminando entre la
plaza Colón y las calles San Martín y Santa Fe y regresó al hotel cargada de
compras –un montón de pulóveres innecesarios– cuyo importe total produjo un
fuerte menoscabo en su economía de marino retirado. De cualquier manera no le
afectaba demasiado que su esposa se resarciera de los malos tratos gastando
dinero; algún día no muy lejano dejarían al fin de llover tantos cuerpos y
pondría un consultorio en Buenos Aires y sería un médico próspero. Pero le
inquietaba imaginarla deambulando por las calles inciertas, porque Mar Del
Plata era una localidad familiar, pero Barcelona era una urbe desconocida y,
aunque a través de esos ventanales todavía no viera caer a nadie, no por eso
estaba tranquilo, sobre todo porque ya hacía mucho que ella había salido y
pronto sería la hora de ir a cenar y otra vez tenía hambre. Lo que vos tenés es
apetito, Marcelo, el hambre es otra cosa, solía decirle María del Carmen.
Dejame tranquilo, ¿querés?, si te digo que tengo hambre es que tengo hambre...
¡y no se hable más! Pero ella tenía razón, lo sabía. Desde que empezaron a
llover cuerpos y más cuerpos no había dejado de atiborrarse de comida y
alcohol, así que terminó poniéndose muy gordo y tuvo que cambiar todo su
vestuario, lo que sumado a las compras de María del Carmen, las facturas del
hotel, los billetes de avión y las abultadas cuentas de los restoranes hacía
que se agrandaran sin cesar los agujeros de los bolsillos. Las herencias familiares
de ambos permitían demorar el inevitable quebranto, pero tantos y tantos gastos
los acercaban con buen ritmo al derrumbe final. Menos mal que algún día, mejor
pronto que tarde, dejarían de llover los cuerpos y entonces se acabarían los
viajes y él instalaría en Buenos Aires su consultorio de médico endocrinólogo
–la especialidad a la que había pensado dedicarse antes de entrar en la Marina–
y ganaría bastante dinero, lo que unido a la paga del retiro permitiría rehacer
la fortuna matrimonial, pensó.
Era
cierto que habría salido más barato consentir que lo ingresaran en una buena
clínica en la que acaso a fuerza de descanso, electroshocks y adecuados
consejos, lograrían que cesara el diluvio de cuerpos, pero su colega y superior
en el Arma, el capitán de fragata médico –psiquiatra– Leoncio Devalle, sugirió
la alternativa de los viajes. Váyase de viaje, Publiani, hágame caso. Viaje
mucho, suele ser la mejor cura. Llévela a su mujer, que es una buena compañera.
Ya verá que en poco tiempo se convencerá de que cuando llueve sólo cae agua...
como mucho, granizo.
Buen tipo
el doctor Devalle, lástima que no hubiera estado presente la primera vez, en
ese vuelo entre Buenos Aires y Mendoza. Creyó volverse loco. Lo sujetaron entre
cuatro y resultó que entre el pasaje se encontraba un colega de Rosario que
casualmente llevaba consigo unas dosis de sedante inyectable. Pretendieron
pincharlo y hasta llegaron a subirle la manga de la camisa, pero él la
emprendió a patadas. ¡Soy el teniente de navío médico Marcelo Publiani, de la
Armada Argentina, y a mí no me pincha nadie, carajo! ¡Calmate, mi vida, por
favor, calmate!, le rogaba María del Carmen. La verdad contribuir con la lluvia
de cuerpos. No pudo dejar de relacionar la situación con aquellos vuelos a
seiscientos metros de altura, cuando él mismo inyectaba sedantes a esos pobres
diablos desnudos que unos minutos más tarde serían lanzados al Río de la Plata.
Por suerte no los veía caer: para evitar el espectáculo y a fin de no vulnerar
el principio hipocrático de asistencia a los pacientes iba a esconderse en el
retrete, pero los rostros de aquellos infelices se le habían pegado al
recuerdo, y era muy extraño; nunca había sido buen fisonomista y algunos días
hasta le costaba recordar la cara de su propia madre. Sin embargo esas caras
eran inolvidables, algunas mostraban expresiones desesperadas, otras estaban
habitadas por el pánico, otras veladas de fúnebre resignación. El tono
sermoneante del cura sólo servía para tensar sus nervios más de lo que ya lo
estaban: que ésta es una guerra al servicio de Dios y la Patria, que hay que
tener coraje, que hay que saber separar el grano de la paja. Tampoco conseguía
olvidarse de esa voz. ¡El cura!
Sí, ya lo
sé, doctor, le dijo a Devalle. Yo sé perfectamente que ellos ya no llueven
desde el cielo. Me hago cargo de que son visiones mías; conozco muy bien la
sintomatología alucinatoria, pero es un saber intelectual que no me consuela.
Es que no logro sacármelos de la cabeza, créame. No puedo dejar de ver cómo caen,
aun cuando entonces no los vi caer. ¿Sabe usted, doctor, lo que fue aquello?
¿Se imagina lo que significaba salir del retrete y comprobar que esos hombres,
que un momento antes estaban tan vivos como ahora lo estamos usted y yo, a esas
horas quizá serían alimento de los peces?
El
capitán de fragata médico Leoncio Devalle compuso un gesto severo llevándose el
dedo índice a los labios, que previamente había juntado muy prietos. No, yo no
sé nada ni quiero saberlo, afirmó con acento destemplado. No tengo la menor
idea de qué me habla. Y se lo vuelvo a decir, no sé nada de nada. Olvídese de
todo aquello, hágame el favor, y hágaselo a usted mismo, añadió suavizando la
voz, y volvió a aconsejarle que viajara, que viajara mucho en compañía de su
mujer, a menos que prefiriera internarse. A él le tocaba decidir.
Estaba
claro que prefería viajar; viajar mucho y en compañía de su esposa, como le
había recomendado su colega y superior. Pero ¿por qué en avión, querido?,
protestó María del Carmen. Ella argumentaba que lo mejor sería desplazarse por
tierra, ir en tren o utilizar el coche, para que así él no se viera obligado a
contemplar la inevitable caída de tantos cuerpos desnudos. No, tiene que ser
por avión, porfió Marcelo. Seguiremos volando hasta que ellos se cansen de
llover y yo pueda mirar tranquilo por la ventanilla. Entendelo, María del
Carmen, no puedo pasarme la vida huyendo de la realidad. ¡Pero, Marcelo!, esos
cuerpos que ves caer no son la realidad real, son meros espejismos. ¡Ya lo sé,
ya lo sé, María del Carmen!, le contestó con un suspiro de hastío; pero lo sé
sólo intelectualmente. Tengo que convencerme... ¿cómo te diría? Tengo que
convencerme con el espíritu. Ella no insistió: se dio cuenta de que, de
hacerlo, acabaría recibiendo otra bofetada.
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