Entre sombras
Jenara García Martín
Sus
acariciadoras y suaves palabras, pronunciadas a su oído a través de la
tecnología moderna, cuando ya dormitaba, penetraron en su piel y recorrieron la
pendiente de su cuerpo y la hizo estremecerse ante el contacto de esa voz
varonil. Era una persona totalmente
desconocida, si es que existía. Cuando le preguntaba ¿quién habla? La respuesta
era un profundo silencio. Ni siquiera una leve respiración agitada. ¿Quién
eres? ¿Quién eres? Ante tanta insistencia, por fin escuchó esa voz misteriosa,
profunda, como si saliera de entre unas paredes aprisionado: Soy tu pensamiento
que sorprende tu sueño. Yo vivo entre las sombras de la noche, porque ni
siquiera las sombras son visibles. Entre carne tibia como tu cuerpo,
deslumbrado por tu belleza. Te robo hasta el sol que te ilumina y así te robo
hasta tu sombra, cuando caminas.
Y
ésa, era la verdad. Ella pretendía ver lo que no podía, si es que existía. Era
como un todo que no era nada y llegó a tener una crisis nerviosa, pues
presentía que tras esas frases inquietantes, en la noche, alguien existía. Se
había apoderado de su voluntad y sentía que de su alma salía una llama que la
aturdía. Ya era de un deseo, cautiva. Esperaba con ansiedad que llegara la
noche para escuchar esa voz susurrante. Era una caricia. Él no pedía nada, pero
llegó hasta perder la libertad de su vida. Le llegó a suplicar en sus gritos silenciosos, su presencia o su inmediata ausencia.
Y
surgió lo inesperado. Una noche era un ¡Te amo! Con esa voz varonil que la
trastornaba. Y dejaba de llamarla unos
días para que su ansiedad fuera más sensitiva. Y volvía a interrumpir su sueño
murmurando “tus ansiados besos, los percibo con una pasión febril y me conformo
cuando me miras, porque son las únicas
caricias que puedo percibir de ti”.
Entonces,
la conocía. ¿Quién eres? ¿Por qué la
perseguía y la perturbaba el sueño? Y esa noche, su voz susurrante la dijo:
“hoy te pido que sueñes conmigo: hasta mañana, querida”.
Sus
palabras la arrastraban a un abismo. Ya en sus sueños sentía sus besos. Esos
besos que no existían. Esos brazos que no abrazaban. La trasladaban a otra
dimensión, a esa otra vida, que no era vida, pues las noches que él llamaba,
las trascurría en un insomnio hasta el amanecer.
Una
noche ya desesperada, le gritó. “¡Basta! ¡Basta! No juegues conmigo. Déjame
vivir mi simple vida como la vivía antes de que tú aparecieras, mejor dicho de
que aparecieras entre las sombras de la
noche o del día. Por qué no sé si existes entre los vivos o entre los muertos.
Sólo sé que eres cruel”. Y la brotó un llanto desgarrador y esa voz susurrante
se apagó.
No
hubo un adiós. Ella se quedó sumergida en un vacío profundo escuchando por las
noches en lugar del teléfono, el tic-tac del reloj de pared retumbando en sus
oídos hasta que el cansancio y la soledad la vencían. Pero entre sueños, aún
creía escuchar esa voz, ya inconfundible,
susurrando al oído, ¡no esperes que ya no llamará!
Las
palabras y promesas de amor fueron enterradas en el tiempo. Nunca jamás las
volvió a escuchar, ni entre sueños, ni
entre sombras. Mas la dejaron una herida
demasiado profunda. Esa clase de heridas que no cicatrizan fácilmente, porque al desconocer de qué ser salían esas
palabras que tanto alteraron su existencia, se preguntaba ¿Fueron
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