2015.La invasión de
las gárgolas Virna Kholne
Publicado en Cuentos Breves, editado
por la Asociación Cooperadora Amigos
Casa Carnacini
Primero
fueron ataques esporádicos que se transformaron en masivos. No había recaudos
suficientes. Lo que una vez servía en una situación se convertía en mortal en
la siguiente. Habíamos pasado a ser el penúltimo eslabón de la cadena
alimenticia. Ya nadie sabe cómo empezó. Algunos hablan de una mutación genética
en experimentos militares. Otros dicen que salieron de los cilindros huecos
encontrados en Marte. Hay quienes exclaman que ha llegado el fin de los
tiempos. La cuestión es que empezaron a aparecer cadáveres despedazados. Los
medios lanzaron la idea de que se trataba de un asesino bestial. Psicólogos y
sociólogos eran entrevistados y disertaban sobre la alienación imperante en la
nueva sociedad del Tercer Milenio y el retorno al estado salvaje primigenio.
Cuando crímenes similares se repitieron en otros sitios del orbe, esas teorías
cayeron en el descrédito. Entonces la creencia popular cobró fuerza y la
historia de los sobrevivientes es siempre la misma. Un día aparecieron en
millares y la muerte sobrevoló la ciudad. Mi auto había quedado atascado entre
dos camiones. La gente que había podido escapar a los ataques ya no estaba a la
vista. Sabía que estaban apostados en la cornisa de algún edificio y desde allí
oteaban para distinguir el menor movimiento. Esperé, mientras el sol calcinaba
mi auto. Aun con las ventanillas abiertas, el aire se sentía espeso y caliente.
Mi piel estaba tirante; hasta mi transpiración se había secado. La sed había
convertido mi garganta en una llamarada inflamada y mi boca junto con mi lengua
eran una masa pastosa. Tenía que salir antes de que mi cuerpo no pudiera
reaccionar con eficacia.
Observé
y escuché. El silencio hería mis oídos. Abrí la puerta con sumo sigilo. Me
saqué los zapatos para que mis pisadas no delataran mi presencia Avancé
escuchando mis frenéticos latidos. Me sentía expuesto. La puerta de la casa más
cercana estaba cerrada. Golpeé. El ruido de mis nudillos sobre la madera inundó
la soledad. No obtuve la respuesta deseada, pero me respondió un chillido que
se iba acercando. Comencé a aporrear la puerta. Cuando el sonido se hizo
inminente, corrí con todas mis fuerzas. Sentí sobre mí un viento vertical que
presionaba hacia abajo. De repente, unos metros adelante, apareció la figura de
una nena en medio de la calle. Paralizada, su grito agudo llegó a mis oídos
como una sirena. El resuello que me perseguía me sobrepasó. Unas garras enormes
aprisionaron a su presa. Los alaridos se apagaron de golpe. Una pezuña
atravesaba el cuerpo inerte. Quedé anonadado mirando cómo se alejaba la bestia.
La había visto antes en las alturas de Notre Dame. De esta forma, el mundo
civilizado sucumbió bajo las garras de las gárgolas.
Se
trató de combatirlas con la última generación armamentista, pero siempre había
más y más. El presidente de Estados Unidos estuvo a punto de accionar el botón
de la gran bomba. Pero era una decisión demasiado infantil: o sobrevivimos
nosotros o no sobrevive nadie. Los países desarrollados pudieron manejar la
situación enseguida. Mientras en otras partes la población era diezmada a
dentelladas, ellos planificaron ciudades subterráneas y el hombre pasó de soñar
en conquistar el espacio a tener que sumergirse en la tierra. Al principio la
solidaridad ante la desgracia colectiva posibilitó el acercamiento entre las
personas, pero al tiempo todos volvieron a sus viejas actitudes. Las
profesiones prácticas cobraron relevancia y fueron muy bien cotizadas. De esta
forma, surgieron los nuevos ricos y la sociedad se replanteó su distribución
siempre bajo los mismos parámetros: el dinero y la posición. Los años se
comenzaron a contar desde esa fecha y se usaron las siglas b.t. y s.t. (bajo
tierra y sobre tierra). Hace trescientos años que la humanidad vive como los
topos. Ya nadie sueña en subir. La superficie es un territorio hostil. Los
potentes rayos del sol, cada vez más cercano, enceguecen nuestra vista
acostumbrada a la luz artificial y laceran nuestra fina piel blanca. Las hiedras
venenosas crecen por doquier y las gárgolas siguen planeando en la inmensidad.
Tengo
29 años y soy profesor de historia. Estoy casado desde hace quince y hasta ayer
era un hombre feliz. Cuando era chico, jugaba con un tren mecánico, una
antigüedad que me había regalado mi abuelo; ya no funciona; está sobre mi
escritorio junto con unos libros. Me gusta coleccionar cosas viejas. Ahora me
siento parte de esa colección. Fui reemplazado por un androide. Mi mujer estaba
montada sobre él y gemía. No solamente me había hecho cornudo, también tuvo el
coraje de gritarme mediocre.
Sus
carcajadas aún resuenan en mi cabeza, mientras subo por el camino prohibido. Un
nudo oprime mi garganta. Mi sangre fluye acelerada. Abro el portal custodiado
por la gran esfinge. Todo es blanco. Mis ojos estallan. Comienzo a caminar a
tientas. Sobre mi cuerpo se empiezan a formar ampollas y cualquier roce hace
que se expanda el dolor en oleadas hasta cubrir cada fibra de humanidad. Mi
mente ya no funciona ni para saber que tengo miedo. Un viento centrífugo me
envuelve y cada ráfaga es un látigo que me hace retorcer. Súbitamente, me
siento atravesado por una garra y vuelo.
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