jueves, 20 de febrero de 2014

Orlando Mazeyra Guillén

La hora alucinada Orlando Mazeyra Guillén

Me ocurre a diario (a menos que a esa hora me encuentre en plena siesta, lo cual es muy raro) y dura apenas un minuto, raras veces dos. Mi ojo izquierdo se trastorna justo a las 3.15 de la tarde. Ya me harté de hacer consultas al respecto con un sinfín de oculistas, pues ellos siempre, dibujando sonrisas escépticas o musitando ñoñerías, han dudado de la veracidad de mi problema. Los más benévolos suelen tildarme de hipocondríaco; otros -los más indeseables- me recomiendan sin el menor empacho a curanderas, chamanes o loqueros y asocian lo mío a paranoias y delirios pasajeros. ¡Ya estoy harto de los incrédulos de bata blanca!
 En cierta ocasión, tomé una previsible decisión: asistir a una nueva consulta médica exactamente a las tres de la tarde. De esta manera, un experto en la materia estaría a mi lado en la hora crucial: “Ahora veo distinto, doctor”, le informé señalándole mi ojo izquierdo. El consultorio era el más escueto de todos los que había pisado: apenas había un minúsculo reloj de pared escoltado por un par de diplomas del colegio médico. Eran, pues, las tres y quince.
 -¿Cómo dice? -me preguntó acercando el oftalmoscopio… ya me sabía de memoria el nombre de ese aparatito que no servía para nada que no fuera perder el tiempo.
 -Con el izquierdo, doctor, el problema es con el ojo izquierdo. De mi ojo derecho no tengo quejas.
 -¿Ve o no ve con el ojo izquierdo?
 -Veo, pero veo cosas que no quisiera ver, ése es el inconveniente. Veo cosas que, ¡créamelo!, preferiría no ver.
 -¿Pero qué es lo que ve en este momento?
 Acababa de conocer al doctor Camargo. Apenas quince minutos atrás le había estrechado la mano por primera vez en toda mi vida -me lo recomendó mi primo Nemesio, decía que era de los mejores oftalmólogos de la ciudad-; pero con el ojo izquierdo veía muchas cosas ocultas, íntimas: la noche anterior, saliendo casi a escondidas de un conocido prostíbulo… corriendo hacia su auto… ¡Está muy asustado! El pobre no lo puede ocultar: tiene miedo de que alguien lo reconozca. Sube a un vehículo plomizo y, nervioso, se seca el sudor de la frente con su corbata cuadriculada. Mira hacia todos los lados y recién enciende el motor…
 -Veo su canita al aire de anoche, doctor —le dije con la mayor naturalidad del mundo-. Eso es lo que veo: ayer usted se fue de putas.
 Se sonrojó y negó con la cabeza. Luego empezó a sudar, pero esta vez no se secó la frente con la corbata (era la cuadriculada, la misma de ayer), sino con un pañuelo que sacó de uno de los cajones de su escritorio.
 -No sé de lo que me habla… -me dijo agachando la cabeza y regresando el pañuelo al cajón.
 -¿Quiere que siga? -le pregunté.
 Bastaba mirarlo para saber lo que el infeliz quería: que desapareciera cuanto antes de su consultorio. Las imágenes, una tras otra, seguían desfilando por mi ojo izquierdo: tres jóvenes, seguramente sus hijos, todos lejos, muy lejos… una mujer con la cabeza rapada, el rostro desencajado y un cuerpo depauperado que reposa en una cama de sábanas rosadas: ¡era su esposa y estaba muy enferma!
 -Los tres se fueron para siempre -le dije con mucha pena.
 -¿Quiénes? -me preguntó pasmado.
 -Sus hijos, doctor. No los volverá a ver.
 -¡Qué sabe usted de mis hijos! -exclamó dibujando un mohín de desprecio-. ¡Loco! Está usted medio loco… y si no medio, entonces completamente. Yo no soy psiquiatra, ¡retírese de mi vista!
 Lo miré estudiando todos sus movimientos y quise decirle que el único loco era su hermano mayor (estaba atado a una camisa de fuerza en la habitación de un hospital que yo no alcanzaba a reconocer)… pero eso no venía al caso, además había cosas más importantes que decirle:
 -Vaya a verla pronto, no pierda más el tiempo conmigo.
 Me miró, pero esta vez ya no pasmado, ahora estaba totalmente aterrado. Se soltó la corbata y me preguntó:
 -¿Qué carajos le pasa a usted?
 -A mí, nada, pero a su mujer, en cambio, le está pasando de todo: va a morir esta noche. Ella ya lo presiente, por eso quiere verlo, quiere ver a sus hijos… Oiga, disculpe que me entrometa, pero me parece inaceptable: ¡su mujer está en las últimas y usted que se va de putas! Vaya, doctor, ¡vaya a verla ahora mismo! Despídase y dígale que ellos no volverán… No sea cobarde, ¡dígale la verdad!
 -¿De qué verdad me habla, loco de mierda?
 -De la verdad, la verdad más oculta… la verdad que su mujer se iba a llevar a la tumba: ella se acostaba con ese tipo alto, bigotón, el de la casa de rejas y el jardín de magnolias, creo que es su vecino.
 Se paró de su asiento como empujado por un resorte y me lanzó un bofetón tan fuerte que casi me tira al suelo.
 -Creo que es su vecino, doctor… -fue lo último que le repetí.
 -…También mi mejor amigo- me dijo transido de angustia y, como un poseso, salió corriendo del consultorio. ¿Hacia dónde? Eso sólo Dios lo sabe.
 A los dos días pasé deliberadamente por el cementerio. Estaban enterrando a la esposa del oculista. Había muy poca gente, apenas un racimo de veinte personas. No estaban ni el doctor Camargo ni sus hijos… tampoco su vecino (el sujeto del mostacho, de las rejas y las magnolias). Mientras me preguntaba qué habría sido de ellos, me acerqué al cortejo fúnebre percatándome de que todos me miraban extrañados. Al poco rato, me di cuenta de que estaban esperando al cura del cementerio para rezar el responso. El Padre Jeremías era célebre por su impuntualidad.
 -¡Qué barbaridad, no llega el Padre! -exclamó una mujer que estaba casi a mi costado. Me miró, se abanicó el rostro y lo pensó bastante antes de preguntarme-: ¿Qué hora tiene, por favor?
 -Las tres y doce- le dije y salí casi corriendo del cementerio.
 Hubiera sido un desatino el estar allí a las tres y cuarto.

             


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