La hora alucinada Orlando
Mazeyra Guillén
En cierta
ocasión, tomé una previsible decisión: asistir a una nueva consulta médica exactamente
a las tres de la tarde. De esta manera, un experto en la materia estaría a mi
lado en la hora crucial: “Ahora veo distinto, doctor”, le informé señalándole
mi ojo izquierdo. El consultorio era el más escueto de todos los que había
pisado: apenas había un minúsculo reloj de pared escoltado por un par de
diplomas del colegio médico. Eran, pues, las tres y quince.
-¿Cómo
dice? -me preguntó acercando el oftalmoscopio… ya me sabía de memoria el nombre
de ese aparatito que no servía para nada que no fuera perder el tiempo.
-Con el
izquierdo, doctor, el problema es con el ojo izquierdo. De mi ojo derecho no
tengo quejas.
-¿Ve o no
ve con el ojo izquierdo?
-Veo,
pero veo cosas que no quisiera ver, ése es el inconveniente. Veo cosas que,
¡créamelo!, preferiría no ver.
-¿Pero
qué es lo que ve en este momento?
Acababa
de conocer al doctor Camargo. Apenas quince minutos atrás le había estrechado
la mano por primera vez en toda mi vida -me lo recomendó mi primo Nemesio,
decía que era de los mejores oftalmólogos de la ciudad-; pero con el ojo
izquierdo veía muchas cosas ocultas, íntimas: la noche anterior, saliendo casi
a escondidas de un conocido prostíbulo… corriendo hacia su auto… ¡Está muy
asustado! El pobre no lo puede ocultar: tiene miedo de que alguien lo
reconozca. Sube a un vehículo plomizo y, nervioso, se seca el sudor de la
frente con su corbata cuadriculada. Mira hacia todos los lados y recién enciende
el motor…
-Veo su
canita al aire de anoche, doctor —le dije con la mayor naturalidad del mundo-.
Eso es lo que veo: ayer usted se fue de putas.
Se
sonrojó y negó con la cabeza. Luego empezó a sudar, pero esta vez no se secó la
frente con la corbata (era la cuadriculada, la misma de ayer), sino con un
pañuelo que sacó de uno de los cajones de su escritorio.
-No sé de
lo que me habla… -me dijo agachando la cabeza y regresando el pañuelo al cajón.
-¿Quiere
que siga? -le pregunté.
Bastaba
mirarlo para saber lo que el infeliz quería: que desapareciera cuanto antes de
su consultorio. Las imágenes, una tras otra, seguían desfilando por mi ojo
izquierdo: tres jóvenes, seguramente sus hijos, todos lejos, muy lejos… una
mujer con la cabeza rapada, el rostro desencajado y un cuerpo depauperado que
reposa en una cama de sábanas rosadas: ¡era su esposa y estaba muy enferma!
-Los tres
se fueron para siempre -le dije con mucha pena.
-¿Quiénes?
-me preguntó pasmado.
-Sus
hijos, doctor. No los volverá a ver.
-¡Qué
sabe usted de mis hijos! -exclamó dibujando un mohín de desprecio-. ¡Loco! Está
usted medio loco… y si no medio, entonces completamente. Yo no soy psiquiatra,
¡retírese de mi vista!
Lo miré
estudiando todos sus movimientos y quise decirle que el único loco era su hermano
mayor (estaba atado a una camisa de fuerza en la habitación de un hospital que
yo no alcanzaba a reconocer)… pero eso no venía al caso, además había cosas más
importantes que decirle:
-Vaya a
verla pronto, no pierda más el tiempo conmigo.
Me miró,
pero esta vez ya no pasmado, ahora estaba totalmente aterrado. Se soltó la corbata
y me preguntó:
-¿Qué
carajos le pasa a usted?
-A mí,
nada, pero a su mujer, en cambio, le está pasando de todo: va a morir esta
noche. Ella ya lo presiente, por eso quiere verlo, quiere ver a sus hijos…
Oiga, disculpe que me entrometa, pero me parece inaceptable: ¡su mujer está en
las últimas y usted que se va de putas! Vaya, doctor, ¡vaya a verla ahora
mismo! Despídase y dígale que ellos no volverán… No sea cobarde, ¡dígale la
verdad!
-¿De qué
verdad me habla, loco de mierda?
-De la
verdad, la verdad más oculta… la verdad que su mujer se iba a llevar a la
tumba: ella se acostaba con ese tipo alto, bigotón, el de la casa de rejas y el
jardín de magnolias, creo que es su vecino.
Se paró
de su asiento como empujado por un resorte y me lanzó un bofetón tan fuerte que
casi me tira al suelo.
-Creo que
es su vecino, doctor… -fue lo último que le repetí.
-…También
mi mejor amigo- me dijo transido de angustia y, como un poseso, salió corriendo
del consultorio. ¿Hacia dónde? Eso sólo Dios lo sabe.
A los dos
días pasé deliberadamente por el cementerio. Estaban enterrando a la esposa del
oculista. Había muy poca gente, apenas un racimo de veinte personas. No estaban
ni el doctor Camargo ni sus hijos… tampoco su vecino (el sujeto del mostacho,
de las rejas y las magnolias). Mientras me preguntaba qué habría sido de ellos,
me acerqué al cortejo fúnebre percatándome de que todos me miraban extrañados.
Al poco rato, me di cuenta de que estaban esperando al cura del cementerio para
rezar el responso. El Padre Jeremías era célebre por su impuntualidad.
-¡Qué
barbaridad, no llega el Padre! -exclamó una mujer que estaba casi a mi costado.
Me miró, se abanicó el rostro y lo pensó bastante antes de preguntarme-: ¿Qué
hora tiene, por favor?
-Las tres
y doce- le dije y salí casi corriendo del cementerio.
Hubiera
sido un desatino el estar allí a las tres y cuarto.
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