El inventario
Mirta Moore
¿Cuántas veces un puñado de palabras, colgado de un globo de historieta, se puede
transformar, en el leiv motiv de la vida de una persona?
Porque algo parecido le pasó a Regina, cuando reparó en
aquella frase que el inefable Quino le hizo decir a Miguelito, compañero de
tira de Mafalda: “Yo, lo que quiero que me salga bien, es la vida”.
Para cumplir con esa máxima,
Regina inventarió uno por uno sus
sueños y hasta les asignó un orden ideal de aparición.
Primero estudiaría una carrera tradicional.
Después se enamoraría, se casaría y tendría dos hijos. De
ser posible, primero tendría un varón y después de dos o tres años, una nena.
Y tendría una casa con jardín y pileta. Y un perro de esos
que hasta muerden. Y un asador para usarlo sólo los domingos.
La puesta en escena incluiría también una empleada fiel, una
familia política discreta y confiable, cuatro o cinco amigas ¿para qué más? y
una vecina, por las dudas.
Después de todo, la mayoría de las mujeres mayores que
conocía lo habían logrado. Y parecían haberlo hecho casi sin esfuerzo.
Con lo del “estudio” pudo a medias. A mitad de camino, tachó
de la lista “terminar la carrera” y se conformó con un curso de no se qué. No
viene al caso.
El ítem más complicado, por lejos, fue el del “amor”. Regina
soñaba con tacharlo algún día con aires de triunfo. Pero nada. No aparecía. O
mejor dicho, a ella no la encontraban.
En el rubro “amigas”, le sobraron vacantes. Con el tiempo se
quedó con una. De fierro. Bah, de fierro hasta que se puso de novia con un tipo
bien celoso.
Una tarde, sentada en un hundido sofá, frenó sus días y los
avistó desde un horizonte íntimo. Era hora
de balance.
¿Qué tenía? Un puestito de trabajo rutinario, pero seguro.
Compañeros de oficina, expertos en catarsis urbana. Un jefe, ejemplo cabal de
traicionero serial. Y una casa prestada, que compartía con Adela, una tía postiza.
Ella cuidaba a la
anciana y de paso, no pagaba alquiler.
Y nada más.
Su vida se reducía a un puñado de piezas que se habían
encaprichado en no encajar.
Un día, la salud de Adela se deterioró. Los pocos familiares
con los que mantenía algún contacto, improvisaron una coreografía de fuga. Ni
que se hubieran puesto de acuerdo, la dejaron sola con la anciana. Era el
precio que tenía que pagar por haber aprovechado durante años de ese techo
gratuito.
Adela murió sin
avisar una madrugada y Regina se quedó
allí, a merced de un ejército de desertores
que garantizarían el quórum sólo para reclamar su parte.
Y así fue.
Apuraron los
trámites. Una tarde se le aparecieron
con la declaratoria de herederos y un cartel que gritaba SE VENDE con
enormes y atrevidas letras rojas.
Regina no pronunció palabra. En silencio, preparó sus cosas.
Llenó y rellenó una valija usando sus manos como calzador, hasta que el cierre
dijo basta. Buscó una correa vieja, ató la maleta como pudo y la arrastró a los tumbos, por toda la casa, como nena
malcriada.
Consideró que esa gente no merecía siquiera un saludo.
Una vez en la calle,
tomó un taxi. Por primera vez en su vida no tenía una dirección de destino
precisa.
El taxista la miró a través del espejo retrovisor como
esperando la orden.
-Lléveme a la terminal, por favor -le pidió ella con voz
titubeante y al borde del llanto, mientras alcanzaba a ver, pegada en otro
coche, una desteñida calco de Mafalda y Miguelito.
-Mire que a esa valija así, toda rota, no se la van a aceptar en ninguna empresa
¿no?
Regina optó por hacerse la sorda y bajó la ventanilla.
Después de todo, este tipo tampoco merecía una respuesta.
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