Bisturí Fernanda García Lao
No quiero que me llamen por mi nombre. Prefiero que me digan
señor. Así no me desgasto. Tampoco voy a decir el tuyo. Y no pensemos en tu
estado actual: destruido. En esas bolsas hay otros en las mismas condiciones.
Algunos vuelven. Suena arriesgado, pero he creído reconocer algunos cabellos.
Después prefiero pensar que son invenciones. Como yo. Nada es simple y no es
una frase. Yo he visto a la muerte en persona paseándose por ahí como una
putita en celo.
No anoto. Trabajo de memoria.
Me da una sensación asquerosa de realidad sacar una
lapicera; abrir un cuadernito es asqueroso. No me gusta dejar constancia. Si
uno piensa que todas estas bolsas eran gente con familia, se inmoviliza. Al
llegar, lo primero que te dicen es que se resuelven como un crucigrama, sin
psicología. Los sentimientos por un lado y las bolsas por otro.
Me gusta sentirme parte de algo grande.
Voy detrás de un objetivo enorme. Siento la necesidad
imperiosa de modificar. No soporto ser un elemento pasivo, quiero sentir que estoy
participando. Cuando iba a la montaña tenía por costumbre cambiar un par de
piedras de lugar. Esa sutil diferencia me hacía bien. Yo estuve ahí, me decía.
No hay que destruir, hay que ayudar al movimiento. Un objeto inmóvil es una
derrota de Dios. Esto es lo mismo, pero a gran escala.
Las viudas vienen preparadas para hacer escándalo.
Yo les abro la bolsa y les muestro los pies muertos. Cuando
empiezan a dudar, cuando se dan cuenta de que nunca les conocieron los pies,
les enseño el resto. Me entretengo estudiando cada forma de dolor. Hay diez o
doce.
Hace un rato, trajeron a una chiquita.
Tenía las manos apretadas. Tuve que lavarla y entonces
entendí que estoy muy enfermo. No me importó limpiarla con el trapo. Después de
la autopsia, como nadie venía a reclamarla, le desenredé el cabello.
Me acordé de mí, cuando era chico. Quería trabajar en el
circo. Un día dibujé que me disparaban de un cañón y las caras de asombro de
los espectadores, vistas desde arriba. Mi padre se rió y me llamó infeliz.
Observé el dibujo y lo rompí lentamente en tiras perfectas. Gracias a mi padre
soy un profesional. No hay nada más real que la muerte.
Miro a mi asistente y lo imagino sobre la mesa de
disecciones. Abro su camisita gris, corto la cadena. Es sumamente peludo y
correcto. Parece normal. Pero eso es imposible. Qué miserias lo aguardan. Su
tórax es un cuadrado perfecto, atravesado por músculos en tensión. Dice que
está enamorado. Canta y siempre se las arregla para sonreír, aunque no haya
motivos. Mientras se saca una bala de un maxilar con el bisturí manchado, no se
puede ser feliz.
Cuando llegué esta mañana había una cartita de Salta.
La pisé. Era una carta oscura, olorosa y palpitante. No era
para mí. Era para él. Abrió tiernamente el sobre y sacó una foto. Había poca
luz y me dio miedo. Pensé que podría matarlo y ella no se daría cuenta. Fumé un
cigarrillo y entonces me mostró a su novia. Una niña con la dentadura perfecta
y los ojos hundidos. Me hizo bien verla, tan normal y relajada.
A veces en la calle me da vergüenza estar tan solo y sigo a
alguien. Me da ganas de llorar que seamos tantos y nadie me conozca. El viejo
del bar es igual que yo dentro de cien años. Sedentario y sediento, con ganas
de estrellarse contra una boca abierta.
Siempre hablaron del calor del infierno
Pero acá, hace frío. Todavía no resolvieron el asunto de la
temperatura. Resulta que no, que el infierno podría ser muy frío, gélido. El
diablo seguro que usa abrigo de piel.
Me ha salido una cana junto a la oreja derecha.
Estuve absorto contemplándola. Llegué tarde, con la cana en
el bolsillo. He estado todo el día pensando en ella. Decidí incorporarla a otro
cuerpo. Tu pelo es tan negro y largo que mi cana brilla. Parece una luna.
Después hice una foto, de nosotros. Estaremos unidos capilarmente para siempre.
Hoy mi asistente llegó tarde y habló de felicidad.
Presentó su renuncia. Después tomamos café y yo me sentía
agobiado. Sentí el peso del delantal blanco. Él me invitó a acompañarlo a
Salta. Entonces decidí que sí. Merezco unas vacaciones. Coloqué tu corazón en
una heladerita de viaje. No podía dejarte. Seguro que estarías de acuerdo.
Subimos al tren y era fantástico estar vestido como los demás. Confundido en
los vagones como la gente común, temerosa. Mi asistente pasó a llamarse
Enrique.
Te coloqué debajo del asiento. A medida que pasaban las
horas, él comenzaba a tomar más entidad. Fuera de la morgue resultaba ser una
persona participativa. Compró gaseosas y bromeaba con todo el mundo. La camisa
entreabierta mostraba su pelambrera cabría, y la cadenita brillaba. Incluso al
masticar era hiperactivo. Cambiaba el bocado varias veces de lugar, bebía y
comentaba. Yo estaba sensibilizado, fuera de lugar.
Sentí sus manazas sobre mi cuerpo.
Me tapó durante la noche. Abrí los ojos y vi todo en blanco
y negro. El sonido del tren me recordó el amor.
Llegamos a la hora de la siesta.
La provincia dormía y el sol se había adueñado de todo.
Pensé que habría que gastar para conseguir un taxi, pero nos estaban esperando.
Un tipo delgado, con una cicatriz en el cuello bajó del auto y nos hizo
señales. Yo estaba nervioso por el nivel de la temperatura. Era tórrido. Pedí
unos hielos en el bar de la estación y en el baño abrí la heladerita. Tu
corazón estaba sobre un charquito de agua sucia. No sé cuánto tiempo podré
conservarte.
Mi palidez contrastaba.
La familia de la novia era de color rojizo. A ella no la
vimos por que dormía hasta las siete. Yo esperaba un rancho y me encontré con
una casa bien armada con patio, aljibe, y cuartos con persianas importantes. Te
puse en el ropero.
Como el sol se debilitaba, la familia se acumuló en el
patio.
Pasaban varios mates y me miraban torcido. Gente amable pero
desconfiada. Enrique jugaba con los perros. En un descuido me introduje en la
cocina para buscar cubitos. Me tenías preocupado.
Entonces la vi a Mercedes. Todavía en camisón, el pelo largo
y fino, la cara redonda. Parecía el rostro oculto de la luna. Los dientes
blancos como el camisón. La mirada negra. Me preguntó quién era y tardé un
instante en responder. Realmente no me acordaba.
Olvidé el hielo.
Después del primer pudor, hablé como un hombre culto.
Mercedes se sentó y me invitó a un vaso de limonada. Sin darme cuenta, esquivé
mi profesión. Pasé a contarle acerca de mi infancia. La casa de mi abuela, las
tortugas, el limonero. Enrique gritó su nombre. Ella me miró, con complicidad,
y dijo que debía vestirse. Desapareció como había llegado, a una velocidad
sobrehumana. Yo había tenido el privilegio de verla en camisón.
Me acomodé en una silla bajo la parra.
Algo había cambiado en mi cara. Sonreía sin motivo. La
abuela de Mercedes fumaba unos cigarrillos que ella misma armaba y me mostró
sus juanetes. La gente viva es fantástica. Creo que los había malinterpretado.
Cenamos en el patio. Mercedes vestida era otra cosa. Si fuera mía la obligaría
a vivir en camisón. Ahora parecía una muchachita común. Enrique se comportaba
como un hermano con ella. Yo los observaba mientras la abuela me mostraba el
clavo que tenía en la rodilla.
Después fumé y me descompuse.
Enrique me llevó hasta la habitación que nos habían
asignado. Me recosté y escuchaba las conversaciones a través de la ventana
abierta. Entonces me acordé. Abrí la heladerita, pero no tuve ánimo para
mirarte. Me quedé dormido.
Habrán pasado veinte minutos cuando me despertó un gruñido.
Los perros se peleaban por algo. Prendí la luz con una
opresión insoportable. Tu corazón estaba siendo disputado. No pude detenerlos.
El más grande consiguió el mejor pedazo. El blanquito se conformó con una
pequeña parte y se metió debajo de la cama de Enrique. Yo no me moví; escuché
como te devoraban hasta el final.
No conseguí dormir esa noche. Estaba desconcertado.
Enrique apareció sonriente a eso de las dos. Tras él, los
perros. Se instalaron amablemente a su alrededor. Evidentemente trabajaban para
Enrique. Pensé en lo sucedido. Había rencor en las fauces de esos salvajes. Una
personal ponzoña.
A las seis no pude soportar más en la habitación.
Me bañé y salí sin desayunar. Caminé lentamente por la
ciudad. Me detuve en la iglesia de San Bernardo. Nombre de perro. Había una
lista en la puerta. La boda de Mercedes y tu asesino sería al día siguiente. Yo
te debía una venganza.
Volví a la hora del desayuno.
Mercedes en camisón, cebaba mate. La tomé de la cintura.
Enrique durmió hasta el mediodía. A la hora del almuerzo Mercedes ya era mía.
Me sobraron dieciséis minutos. Almorzamos con naturalidad. Después, Enrique
salió a buscar los anillos. Tomé a Mercedes dulcemente y la introduje en el
auto del tío. Manejó ella, en dirección a la montaña.
Dejamos el auto al costado de la ruta y seguimos
ascendiendo.
Yo tenía el bisturí en el bolsillo interno. Llegados a la
cumbre, me faltaba el aire. Me sentí insignificante y un poco buitre. Mercedes
estaba mágica. La miré recordando la saliva densa de los perros. La sonrisa de
Enrique. Mi delantal blanco. La senté sobre una piedra. El viento aullaba.
Tomé el bisturí. No creas que no dudé.
Regresé a la ciudad visiblemente oxigenado. La abuela se
afeitaba en el patio. Dijo algo sobre el brillo de mis ojos. El resto de la
familia dormía la siesta.
Nunca más pensé en la morgue.
También borré tu forma y seguí viviendo. Miento. Nací aquel
día en la montaña. Mercedes lanzó muy lejos mi antigua herramienta. Los pedazos
de seres que había atesorado. Después
hicimos el amor. Volví a sentirme un poco buitre, sobre ella. No volvimos a
hablar después de aquello. Tampoco me importó su boda. No se venga un corazón tomando
otro.
Al día siguiente, muy temprano, volví a subirme al auto.
Pero solo. Manejé hasta que la ruta fue parte de mis venas.
Subí lomas, crucé ríos y pueblos. Cuando empezó a refrescar bajé la ventanilla,
detuve el auto. Y lloré.
Una paloma estaba devorando un pedazo de carne.
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