Feliz año nuevo Marta Becker
Hoy es 31 de diciembre. Año Nuevo. Cómo recuerdo los festejos de los antiguos fines de año, hace ya mucho tiempo.
En la
casona tipo chorizo -hall de entrada, comedor con ventanal a la calle,
dormitorios a lo largo de un lado de la edificación, un patio mediano, un
pasillo que desembocaba en otro patio esta vez muy grande donde se ubicaban el
baño principal y la cocina- se ponían varios tablones sobre caballetes y se
armaban las mesas para la fiesta.
Nunca
eran menos de cuarenta los invitados, entre familiares cercanos y lejanos y
algunos vecinos. Mamá y sus dos hermanas entraban en la cocina el día anterior
al 31 y no salían de allí hasta tener tanta comida que rebalsaba las mesas.
Una
hermana y una cuñada de papá se encargaban de los dulces y los hombres se ocupaban
de poner las luces, organizar la música y comprar los juegos artificiales.
Los
chicos corríamos alborotados de un lado a otro, entusiasmados con sólo saber
que estaríamos despiertos hasta tarde.
Después
de la medianoche se armaba el baile y varias parejas surgieron de estas fiestas
de Año Nuevo.
Pero
ahora que lo pienso, no todo marchaba sobre ruedas en estas reuniones y
ocurrían cosas. Recuerdo un año en que mis tíos invitaron a unos familiares del
campo, primos que hacía mucho tiempo no veían. Ocurrió que el hijo mayor, de
unos once años, se encerró con dos primitas en la cocina; al parecer tenía
cierta tendencia piromaniaca y le prendió fuego a la cortina que cubría la
puerta vidriada. Fue un susto mayúsculo, todos corrieron a apagar las llamas y
el nene recibió una tremenda paliza.
Otra
situación que viene a mi memoria fue cuando –yo ya era más grande y entendía
más- mis tíos de parte de ambas familias tomaron demasiado y empezaron a
hablar. Resultó que la tía Rosa (hermana de mamá) había salido con el tío José
(hermano de papá), pero cuando los dos ya estaban casados. Primero se pelearon
los respectivos cónyuges, luego se armó
entre los cuatro, y por último se sumó toda la familia presente. Todo terminó
cuando sonaron las campanas de las 12 y decidieron reconciliarse y olvidar el
asunto.
Y también
recuerdo otra vez cuando, mientras todos comían y tomaban, la tía Pocha -la
solterona- desapareció de golpe y detrás de ella mi papá. Cuando mamá se dio
cuenta empezó a recorrer las piezas hasta que los encontró en el altillo
festejando aparte el Año Nuevo. Casi casi se separan ahí mismo mis padres, pero
finalmente mi madre se conformó con arrancarle el peinado a la tía y -eso lo
supe mucho después- lo tuvo en cuarentena al papi como castigo ejemplar durante
bastante tiempo.
Lo bueno
es que todo se arreglaba cuando sonaba la sirena de las 12 y las campanadas y
surgían los brindis y los besos y los abrazos y las promesas -que seguro luego
no se cumplirían pero eran propias de ese momento.
Todo era
algarabía y corría la sidra junto con el pan dulce y los chicos tirábamos
cohetes, los más pequeños hacían girar temerosos las estrellitas y todo era
burbujas de felicidad y amor.
¡Qué
épocas! Pero de a poco las mesas se fueron achicando, eran menos los invitados,
se habían formado familias de familias y éstas a su vez festejaban con los
hijos y nietos en otras casas; el barullo de fin de año sonó cada vez menos.
Mis
padres, que siempre fueron los que organizaron estas fiestas, fallecieron y ya
nada fue igual. La casa se vendió y en
ese enorme terreno se construyó una torre de 20 pisos, una colmena donde casi
nadie se conocía.
Yo me fui
del barrio, me casé, tuve tres hijos y siete nietos, enviudé, dos de mis hijos
residen en el exterior y el varón que vive en un country de Pilar está siempre
ocupado.
Estos
recuerdos que acuden a mi cabeza surgen mientras estoy sentada en un amplio
comedor adornado con globos y guirnaldas, las lucecitas del deslucido árbol de
Navidad brillan con lástima y ya están puestas las mesas.
La cena
llegó como siempre a las 19, pero por ser un día especial el postre fue helado
con dulce de leche. Luego brindamos con sidra sin alcohol y una porción de pan
dulce. Turrones no hubo porque son muy peligrosos para nuestras dentaduras.
Al final,
Gladys, que atiende el comedor, reparte a cada uno como siempre la pastilla
para dormir. Jajaja la volví a engañar, no la tomé.
Ya en el dormitorio la
agregué a las muchas otras de otras tantas noches entre la bijou que guardo en
una cajita. Le pedí a Marta -la cocinera- que me ponga una botellita con agua
en la mesa de luz por si tenía sed.
Miro el
reloj pulsera que me regaló mi hija no me acuerdo en qué ocasión y son casi las
12. ¡Qué bueno! Voy a estar despierta para cuando suene la sirena en la radio
que escuchan en la cocina Marta y la nochera, listas para brindar.
Ya la
oigo.
Saco las
pastillas y agarro la botella de agua.
¡FELIZ
AÑO NUEVO!
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