jueves, 19 de diciembre de 2013

Marta Becker






Feliz año nuevo Marta Becker


Hoy es 31 de diciembre. Año Nuevo. Cómo recuerdo los festejos de los antiguos fines de año, hace ya mucho tiempo.
 En la casona tipo chorizo -hall de entrada, comedor con ventanal a la calle, dormitorios a lo largo de un lado de la edificación, un patio mediano, un pasillo que desembocaba en otro patio esta vez muy grande donde se ubicaban el baño principal y la cocina- se ponían varios tablones sobre caballetes y se armaban las mesas para la fiesta.
Nunca eran menos de cuarenta los invitados, entre familiares cercanos y lejanos y algunos vecinos. Mamá y sus dos hermanas entraban en la cocina el día anterior al 31 y no salían de allí hasta tener tanta comida que rebalsaba las mesas.
Una hermana y una cuñada de papá se encargaban de los dulces y los hombres se ocupaban de poner las luces, organizar la música y comprar los juegos artificiales.
Los chicos corríamos alborotados de un lado a otro, entusiasmados con sólo saber que estaríamos despiertos hasta tarde.
Después de la medianoche se armaba el baile y varias parejas surgieron de estas fiestas de Año Nuevo.
Pero ahora que lo pienso, no todo marchaba sobre ruedas en estas reuniones y ocurrían cosas. Recuerdo un año en que mis tíos invitaron a unos familiares del campo, primos que hacía mucho tiempo no veían. Ocurrió que el hijo mayor, de unos once años, se encerró con dos primitas en la cocina; al parecer tenía cierta tendencia piromaniaca y le prendió fuego a la cortina que cubría la puerta vidriada. Fue un susto mayúsculo, todos corrieron a apagar las llamas y el nene recibió una tremenda paliza.
Otra situación que viene a mi memoria fue cuando –yo ya era más grande y entendía más- mis tíos de parte de ambas familias tomaron demasiado y empezaron a hablar. Resultó que la tía Rosa (hermana de mamá) había salido con el tío José (hermano de papá), pero cuando los dos ya estaban casados. Primero se pelearon los respectivos cónyuges,  luego se armó entre los cuatro, y por último se sumó toda la familia presente. Todo terminó cuando sonaron las campanas de las 12 y decidieron reconciliarse y olvidar el asunto.
Y también recuerdo otra vez cuando, mientras todos comían y tomaban, la tía Pocha -la solterona- desapareció de golpe y detrás de ella mi papá. Cuando mamá se dio cuenta empezó a recorrer las piezas hasta que los encontró en el altillo festejando aparte el Año Nuevo. Casi casi se separan ahí mismo mis padres, pero finalmente mi madre se conformó con arrancarle el peinado a la tía y -eso lo supe mucho después- lo tuvo en cuarentena al papi como castigo ejemplar durante bastante tiempo.
Lo bueno es que todo se arreglaba cuando sonaba la sirena de las 12 y las campanadas y surgían los brindis y los besos y los abrazos y las promesas -que seguro luego no se cumplirían pero eran propias de ese momento.
Todo era algarabía y corría la sidra junto con el pan dulce y los chicos tirábamos cohetes, los más pequeños hacían girar temerosos las estrellitas y todo era burbujas de felicidad y amor.
¡Qué épocas! Pero de a poco las mesas se fueron achicando, eran menos los invitados, se habían formado familias de familias y éstas a su vez festejaban con los hijos y nietos en otras casas; el barullo de fin de año sonó cada vez menos.
Mis padres, que siempre fueron los que organizaron estas fiestas, fallecieron y ya nada fue igual.  La casa se vendió y en ese enorme terreno se construyó una torre de 20 pisos, una colmena donde casi nadie se conocía.
Yo me fui del barrio, me casé, tuve tres hijos y siete nietos, enviudé, dos de mis hijos residen en el exterior y el varón que vive en un country de Pilar está siempre ocupado.
Estos recuerdos que acuden a mi cabeza surgen mientras estoy sentada en un amplio comedor adornado con globos y guirnaldas, las lucecitas del deslucido árbol de Navidad brillan con lástima y ya están puestas las mesas.
La cena llegó como siempre a las 19, pero por ser un día especial el postre fue helado con dulce de leche. Luego brindamos con sidra sin alcohol y una porción de pan dulce. Turrones no hubo porque son muy peligrosos para nuestras dentaduras.
Al final, Gladys, que atiende el comedor, reparte a cada uno como siempre la pastilla para dormir. Jajaja la volví a engañar, no la tomé.
 Ya en el dormitorio la agregué a las muchas otras de otras tantas noches entre la bijou que guardo en una cajita. Le pedí a Marta -la cocinera- que me ponga una botellita con agua en la mesa de luz por si tenía sed.
 Miro el reloj pulsera que me regaló mi hija no me acuerdo en qué ocasión y son casi las 12. ¡Qué bueno! Voy a estar despierta para cuando suene la sirena en la radio que escuchan en la cocina Marta y la nochera, listas para brindar.
 Ya la oigo.
 Saco las pastillas y agarro la botella de agua.
 ¡FELIZ AÑO NUEVO!

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