COMO AL PASAR BUENOS AIRES MÍA Y QUERIDA
Estoy viniendo haciendo tiempo por la avenida San Juan desde la otra avenida, Jujuy, en tanto, susurro... "hace veinte años que digo hace veinte años que tengo veinte años...", "te doy una canción con mis dos manos" y esquivo baldosas flojas… ¿"Dónde estará mi arrabal?, veredas que yo pisé"…(el Nano, Silvio, Cátulo, todos juntos), para encontrarme con mi hija ¡en un "shopping"! ¡Justo con lo que me gustan! y leo sólo "sale", "gelatería", "closed".
¿Qué pasa con mi Buenos Aires? Parece mentira, tanto odiar los shopping y estoy frente a la empleada que me dice qué voy a llevar. Dudo. Sola, sin ganas, me decido por lo más simple, en tanto, un carboncito bien negro me mira desde abajo y me pide una moneda. Le doy un peso.
-¿Qué me alcanza?, me pregunta suavecito. Es cierto. ¡Es tan poco para comprar! Tomo cuenta de su hambre, su deseo. Trato de no hundirme en sus ojos, tengo vergüenza.
-¿No querés una cajita feliz? No preciso bien, pero creo ver destellos en sus impenetrables ojazos, porque son ojazos. La pido y elige el chiche con timidez acompañada de sorpresa. No creo ser el único ejemplar humano que le da una moneda a un chico de la calle.
Cuando lo acompaño a la mesa le llevo la bandeja. Veo en ese fulgor oscuro, los mil ojazos de nuestros niños, los niños de nuestro país, todos igualitos a los de él. Ésos, salidos de un Shurjin. Voy a otra mesa, así tiene libertad. Grave error. Olvido que a los chicos de la calle los echan. Mas lo hago. Estoy aquí, a pasos de él, con sus pelitos cortos rasgados a cuchillo, las mejillas paspadas, arreboladas. Trato que no descubra mi mirada.
No quiero inquietarlo…Ya se me va yendo la vergüenza. No la angustia. Ésta no se me irá nunca. Siempre encuentro un carboncito que me la provoca y se une a otras que ya tengo impresas en mis ojos… Se va.
Pájaros me revolotean, gorriones o golondrinas. Me quedo como en babia. No sé si me alcanzará el dinero para volver a casa si no viene mi hija...ya me arreglaré...
Una joven mujer con una beba, también con chispas por ojos, me indica un montoncito de carne detrás del cesto de residuos. Me dice - ahí está, la que le compró la cajita feliz, está muy contenta. Descubro la cabecita cortada a cuchillo. Trato de disimular mi sorpresa, ¡no era un varoncito!
-¿Cómo se llama? contesta, Georgina.
-¡Que lindo cabello negro! alcanzo a decir, ¡es hermosa! ¿Y la beba? (la que llevaba en brazos).
- Wendy… Wendy. Wendy es un rollo negro, negro con ascuas por faroles. Georgina… Wendy… de latino, nada. ¡Son tan hermosas, tan inocentes! ¡Tengo tantas ganas de darles un beso en esas mejillas coloreadas!
Pregunto a una empleada por el baño y la mamá de los carboncitos, atenta, me indica el lugar y entramos juntas, las dos al mismo tiempo nos cedemos la primacía por pasar.
Sentada nuevamente a la mesita del Mac Donald me dispongo a escribir y aparece él, grande, canoso, medio encorvado, medias bordó, zapatos marrones lustrosos, muy prolijo el hombre. Se acomoda enfrente y me susurra desde otra mesa, que son muchas horas que lleva desocupado y no lo tiene por costumbre. Así, sin más, mañana voy al doctor.
-¿No se siente bien? Con las manos hace más o menos y se enfrasca en la revista del shopping con lentitud parsimoniosa como si fuera El Quijote.
Gacha la cabeza, triste la mirada ¿Cuál será su historia? ¿será un viejo bailarín o tendrá un quiosco de diarios? Por ahí me pierdo en vericuetos interminables.
¿No llega nunca mi hija? Presiento que este día no va a terminar así.
Exactamente, no erro. Acaba distinto a lo imaginado.
Mi lector del Quijote, Florencia y yo, liquidamos la noche comiendo un sándwich en el shopping, un vaso de " Coca Cola", un helado en "Saverio", al ladito nomás, tarareando "Malena", mi tango preferido
Y bue… así es mi ciudad, mi Buenos Aires querida.
Será por eso que la quiero tanto.
Estoy viniendo haciendo tiempo por la avenida San Juan desde la otra avenida, Jujuy, en tanto, susurro... "hace veinte años que digo hace veinte años que tengo veinte años...", "te doy una canción con mis dos manos" y esquivo baldosas flojas… ¿"Dónde estará mi arrabal?, veredas que yo pisé"…(el Nano, Silvio, Cátulo, todos juntos), para encontrarme con mi hija ¡en un "shopping"! ¡Justo con lo que me gustan! y leo sólo "sale", "gelatería", "closed".
¿Qué pasa con mi Buenos Aires? Parece mentira, tanto odiar los shopping y estoy frente a la empleada que me dice qué voy a llevar. Dudo. Sola, sin ganas, me decido por lo más simple, en tanto, un carboncito bien negro me mira desde abajo y me pide una moneda. Le doy un peso.
-¿Qué me alcanza?, me pregunta suavecito. Es cierto. ¡Es tan poco para comprar! Tomo cuenta de su hambre, su deseo. Trato de no hundirme en sus ojos, tengo vergüenza.
-¿No querés una cajita feliz? No preciso bien, pero creo ver destellos en sus impenetrables ojazos, porque son ojazos. La pido y elige el chiche con timidez acompañada de sorpresa. No creo ser el único ejemplar humano que le da una moneda a un chico de la calle.
Cuando lo acompaño a la mesa le llevo la bandeja. Veo en ese fulgor oscuro, los mil ojazos de nuestros niños, los niños de nuestro país, todos igualitos a los de él. Ésos, salidos de un Shurjin. Voy a otra mesa, así tiene libertad. Grave error. Olvido que a los chicos de la calle los echan. Mas lo hago. Estoy aquí, a pasos de él, con sus pelitos cortos rasgados a cuchillo, las mejillas paspadas, arreboladas. Trato que no descubra mi mirada.
No quiero inquietarlo…Ya se me va yendo la vergüenza. No la angustia. Ésta no se me irá nunca. Siempre encuentro un carboncito que me la provoca y se une a otras que ya tengo impresas en mis ojos… Se va.
Pájaros me revolotean, gorriones o golondrinas. Me quedo como en babia. No sé si me alcanzará el dinero para volver a casa si no viene mi hija...ya me arreglaré...
Una joven mujer con una beba, también con chispas por ojos, me indica un montoncito de carne detrás del cesto de residuos. Me dice - ahí está, la que le compró la cajita feliz, está muy contenta. Descubro la cabecita cortada a cuchillo. Trato de disimular mi sorpresa, ¡no era un varoncito!
-¿Cómo se llama? contesta, Georgina.
-¡Que lindo cabello negro! alcanzo a decir, ¡es hermosa! ¿Y la beba? (la que llevaba en brazos).
- Wendy… Wendy. Wendy es un rollo negro, negro con ascuas por faroles. Georgina… Wendy… de latino, nada. ¡Son tan hermosas, tan inocentes! ¡Tengo tantas ganas de darles un beso en esas mejillas coloreadas!
Pregunto a una empleada por el baño y la mamá de los carboncitos, atenta, me indica el lugar y entramos juntas, las dos al mismo tiempo nos cedemos la primacía por pasar.
Sentada nuevamente a la mesita del Mac Donald me dispongo a escribir y aparece él, grande, canoso, medio encorvado, medias bordó, zapatos marrones lustrosos, muy prolijo el hombre. Se acomoda enfrente y me susurra desde otra mesa, que son muchas horas que lleva desocupado y no lo tiene por costumbre. Así, sin más, mañana voy al doctor.
-¿No se siente bien? Con las manos hace más o menos y se enfrasca en la revista del shopping con lentitud parsimoniosa como si fuera El Quijote.
Gacha la cabeza, triste la mirada ¿Cuál será su historia? ¿será un viejo bailarín o tendrá un quiosco de diarios? Por ahí me pierdo en vericuetos interminables.
¿No llega nunca mi hija? Presiento que este día no va a terminar así.
Exactamente, no erro. Acaba distinto a lo imaginado.
Mi lector del Quijote, Florencia y yo, liquidamos la noche comiendo un sándwich en el shopping, un vaso de " Coca Cola", un helado en "Saverio", al ladito nomás, tarareando "Malena", mi tango preferido
Y bue… así es mi ciudad, mi Buenos Aires querida.
Será por eso que la quiero tanto.
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