UNA BRUMA
Asomo la cabeza a través de una pequeña puerta en mi cubo de cartón. Está fuerte. Resiste el viento y el calor se mantiene. Hoy comí. Unos que pasaron tiraron pizza. Recorté los mordiscos y se los di a los perros de Mariano, el cuidador. El resto lo calenté en el pequeño brasero que me prestan si no hago quibombo cuando tomo. Miro para afuera, veo la gente pasar rápido, murmurando con sus zapatos el cansancio del día. Hoy no tengo frío. Me adormezco por el último rayo de sol. Mi casa se vuelve a hacer presente. Estaba Mario, estaba vivo.
Mario que me despierta con mate y mimos. Escucho su susurro que se desliza por sueños que son él. El reloj suena y me termino de despertar. Veo su mano tendida, el mate espumoso, era temprano como siempre. Nos gustaba levantarnos con tiempo. Entre los dos preparamos el desayuno para todos. Los chicos ya cambiados para ir al colegio, todavía con cara de sueño se sentaron a la mesa para desayunar, bien criollo, tostadas, mucha manteca y dulce de leche. Sonó la bocina del micro, nuestros hijos se levantaron, nos dieron un beso, dejaron caer cartitas como casi todos los días y se fueron. No sabíamos que sería la última vez.
Recién allí nos sentamos tranquilos, primero unos mates, luego tostadas y café ordenando el material de la campaña de Mario. Su viejo socio debía estar por llegar. Se puso a contarme algunos entretelones de la empresa. Un trato que no le cerraba y que los otros querían a toda costa que firmase. No le gustaba. Teníamos que poner la casa como garantía. No estaba de acuerdo y ese día pensaba dejarlo en claro. Teníamos dinero ahorrado y podíamos comprarles la parte. Les haría la propuesta.
Para evitar inconvenientes siempre tuvimos las cuentas a nombre de los dos, al igual que los seguros. Ese día en particular revisamos los extractos, decidimos renovar un plazo fijo que vencía en un par de días, con otro puchito íbamos a editar mi primer libro de poesías en un par de meses.
Sonó el timbre, salgo a atender, miro primero por la ventana de costado y no reconozco a ninguno de los hombres. Nunca supe porqué busqué en silencio a Mario, esta vez nos asomamos ambos con cuidado. Me hizo seña con la cabeza de que fuera para la cocina y revisara la puerta de atrás. El subió en silencio a buscar su revolver.
Cuando llegué a la cocina la puerta estaba abierta y nuestros hijos, muy golpeados sentados lejos de la entrada de atrás. Mis gritos se escucharon desde lejos, se superponían a los golpes y puteadas que recibía mi marido. No me dejaron acercarme, esos hombres me gritaban tanto que se hizo en mi cabeza una bruma algodonosa de voces y golpes... Me desconecté. Lo único que intenté en todo momento fue atender a mis hijos, a pesar de los ruidos de golpes. La bruma era cada vez mayor.
A Mario lo patearon tanto que se desmayó. Repentinamente se hizo un silencio profundo y esos se quedaron quietos, entró un hombre alto, canoso, cuya presencia exudaba poder. Su voz gruesa, de tono bajo llenó la cocina. Los hombres, eran diez, se movieron como muñequitos. Sentaron a mi marido también en la cocina, lo despertaron con agua.
Este hombre lo saludó y le dijo:
-Se da cuenta que tendría que haber firmado. Observe su casa, sus hijos,…podría ser más grave.-
-Ustedes, acompañen al señor arriba, que se cambie y nos vamos. Usted, Alberto, acomode a los chicos, en la furgoneta gris, bien pegados a las ventanillas para que no se olvide. ¡Ah!, la señora, …-
La bruma algodonosa se intensificó. Mario me miró y me desperté. Supe que decía, nos dimos cuenta que nuestros hijos ya estaban condenados. Decidimos jugarnos. Me levanté trastabillando, tropecé con una silla, caminaba lento, no me prestaron atención, quedé aferrada a la mesada cerca de la puerta vaivén que daba al lavadero. Moví un resorte, sonó un timbre. Los hombres se sobresaltaron, no comprendiendo lo que sucedía. Comenzó a caer una nieve espesa y acre desde los rociadores contra incendio y al mismo tiempo sonaba la alarma. Mario golpeó al que lo sostenía, los otros salieron corriendo.
Logramos desatar a los chicos y esconderlos en un rincón de la despensa que tenía su propia salida. Intentamos llamar a la policía, pero el teléfono estaba cortado. Se sentía una sirena cerca. Me miró, murmuró algo inteligible y cayo al suelo. Creí haber escuchado -no firmes, no venda-. Tomé a mis hijos, salimos por el costado del callejón. Estaba el micro del colegio. Nos deslizamos, paré un taxi y los subí, antes los abracé fuerte, recordándoles nuestro amor. Les di el dinero que de casualidad tenía en el bolsillo, enviándolos a la casa de mis padres, donde estarían seguros y donde los buscaríamos.
Volví corriendo, la casa ardía y Mario dentro. El humo junto con las llamas se expandió muy rápido, igual entre, antes me había empapado con el agua de riego. Intenté arrastrar hasta la vereda a Mario, pero algo explotó y la honda me impulsó lejos. Me di un fuerte golpe en la cabeza, me quemé. Mi esposo quedó allí.
Desperté en el hospital, su olor todavía me persigue. Se asoma en cualquier momento, como el dolor de mis cicatrices. Dolor y bruma se sucedieron y se suceden oscuros como el incendio de mi casa. Me dieron de alta después de mucho tiempo. La bruma algodonosa estaba abierta. Me alojé en una pequeña casa de salud, tenía pesadillas y gritaba, los tratamientos no daban resultado. Bien aconsejada, alcancé a ordenar los papeles, les hice un poder general a mis padres -Claudio y Josefina-, sobre el estudio, atiné a decirles que no vendiesen, recordando.
Una tarde, me fui caminado por la acera del sol, se había cerrado la bruma. Cada tanto paso por la calle Gutiérrez, miro desde enfrente de su casa, cuando festejan cumpleaños, navidad, año nuevo,… Si me siento bien, toco el timbre y salen mis hijos a saludarme, me conocen soy María, la mendiga de la vuelta.
Este solcito. Mi cubo de cartón no deja pasar el viento. De golpe siento calor. Un chistoso, alguien que me mira desde muy lejos, termina de encender mi nueva morada.
Mario que me despierta con mate y mimos. Escucho su susurro que se desliza por sueños que son él. El reloj suena y me termino de despertar. Veo su mano tendida, el mate espumoso, era temprano como siempre. Nos gustaba levantarnos con tiempo. Entre los dos preparamos el desayuno para todos. Los chicos ya cambiados para ir al colegio, todavía con cara de sueño se sentaron a la mesa para desayunar, bien criollo, tostadas, mucha manteca y dulce de leche. Sonó la bocina del micro, nuestros hijos se levantaron, nos dieron un beso, dejaron caer cartitas como casi todos los días y se fueron. No sabíamos que sería la última vez.
Recién allí nos sentamos tranquilos, primero unos mates, luego tostadas y café ordenando el material de la campaña de Mario. Su viejo socio debía estar por llegar. Se puso a contarme algunos entretelones de la empresa. Un trato que no le cerraba y que los otros querían a toda costa que firmase. No le gustaba. Teníamos que poner la casa como garantía. No estaba de acuerdo y ese día pensaba dejarlo en claro. Teníamos dinero ahorrado y podíamos comprarles la parte. Les haría la propuesta.
Para evitar inconvenientes siempre tuvimos las cuentas a nombre de los dos, al igual que los seguros. Ese día en particular revisamos los extractos, decidimos renovar un plazo fijo que vencía en un par de días, con otro puchito íbamos a editar mi primer libro de poesías en un par de meses.
Sonó el timbre, salgo a atender, miro primero por la ventana de costado y no reconozco a ninguno de los hombres. Nunca supe porqué busqué en silencio a Mario, esta vez nos asomamos ambos con cuidado. Me hizo seña con la cabeza de que fuera para la cocina y revisara la puerta de atrás. El subió en silencio a buscar su revolver.
Cuando llegué a la cocina la puerta estaba abierta y nuestros hijos, muy golpeados sentados lejos de la entrada de atrás. Mis gritos se escucharon desde lejos, se superponían a los golpes y puteadas que recibía mi marido. No me dejaron acercarme, esos hombres me gritaban tanto que se hizo en mi cabeza una bruma algodonosa de voces y golpes... Me desconecté. Lo único que intenté en todo momento fue atender a mis hijos, a pesar de los ruidos de golpes. La bruma era cada vez mayor.
A Mario lo patearon tanto que se desmayó. Repentinamente se hizo un silencio profundo y esos se quedaron quietos, entró un hombre alto, canoso, cuya presencia exudaba poder. Su voz gruesa, de tono bajo llenó la cocina. Los hombres, eran diez, se movieron como muñequitos. Sentaron a mi marido también en la cocina, lo despertaron con agua.
Este hombre lo saludó y le dijo:
-Se da cuenta que tendría que haber firmado. Observe su casa, sus hijos,…podría ser más grave.-
-Ustedes, acompañen al señor arriba, que se cambie y nos vamos. Usted, Alberto, acomode a los chicos, en la furgoneta gris, bien pegados a las ventanillas para que no se olvide. ¡Ah!, la señora, …-
La bruma algodonosa se intensificó. Mario me miró y me desperté. Supe que decía, nos dimos cuenta que nuestros hijos ya estaban condenados. Decidimos jugarnos. Me levanté trastabillando, tropecé con una silla, caminaba lento, no me prestaron atención, quedé aferrada a la mesada cerca de la puerta vaivén que daba al lavadero. Moví un resorte, sonó un timbre. Los hombres se sobresaltaron, no comprendiendo lo que sucedía. Comenzó a caer una nieve espesa y acre desde los rociadores contra incendio y al mismo tiempo sonaba la alarma. Mario golpeó al que lo sostenía, los otros salieron corriendo.
Logramos desatar a los chicos y esconderlos en un rincón de la despensa que tenía su propia salida. Intentamos llamar a la policía, pero el teléfono estaba cortado. Se sentía una sirena cerca. Me miró, murmuró algo inteligible y cayo al suelo. Creí haber escuchado -no firmes, no venda-. Tomé a mis hijos, salimos por el costado del callejón. Estaba el micro del colegio. Nos deslizamos, paré un taxi y los subí, antes los abracé fuerte, recordándoles nuestro amor. Les di el dinero que de casualidad tenía en el bolsillo, enviándolos a la casa de mis padres, donde estarían seguros y donde los buscaríamos.
Volví corriendo, la casa ardía y Mario dentro. El humo junto con las llamas se expandió muy rápido, igual entre, antes me había empapado con el agua de riego. Intenté arrastrar hasta la vereda a Mario, pero algo explotó y la honda me impulsó lejos. Me di un fuerte golpe en la cabeza, me quemé. Mi esposo quedó allí.
Desperté en el hospital, su olor todavía me persigue. Se asoma en cualquier momento, como el dolor de mis cicatrices. Dolor y bruma se sucedieron y se suceden oscuros como el incendio de mi casa. Me dieron de alta después de mucho tiempo. La bruma algodonosa estaba abierta. Me alojé en una pequeña casa de salud, tenía pesadillas y gritaba, los tratamientos no daban resultado. Bien aconsejada, alcancé a ordenar los papeles, les hice un poder general a mis padres -Claudio y Josefina-, sobre el estudio, atiné a decirles que no vendiesen, recordando.
Una tarde, me fui caminado por la acera del sol, se había cerrado la bruma. Cada tanto paso por la calle Gutiérrez, miro desde enfrente de su casa, cuando festejan cumpleaños, navidad, año nuevo,… Si me siento bien, toco el timbre y salen mis hijos a saludarme, me conocen soy María, la mendiga de la vuelta.
Este solcito. Mi cubo de cartón no deja pasar el viento. De golpe siento calor. Un chistoso, alguien que me mira desde muy lejos, termina de encender mi nueva morada.
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