SOSPECHA
Se divertía tirando las cartas de tarot. Primero lo tomó como un juego; las esparcía con cuidado sobre la mesa, las observaba, las analizaba y sacaba las primeras conclusiones: que el amor, que el trabajo, que los viajes. Siempre reflejando un futuro que la mayoría de las veces parecía promisorio. Nadie le había enseñado, en realidad era pura intuición. Las imágenes, coloridas y ornamentadas, le sugerían situaciones, desenlaces, y algunas veces hasta conflictos. Mantuvo en secreto su pasatiempo todo lo que le fue posible, pero un día, Ada, su mujer, entró de improviso en su escritorio y lo descubrió. No hubo forma de convencerla; por más que le explicó que él era apenas un aprendiz, ella insistió tanto que no le quedó otro remedio que mezclar bien el mazo y hacer una tirada para ella. Las cartas lo sorprendieron, sintió dentro suyo un temor que le aceleró los latidos del corazón. ¿Es que acaso Ada tenía un amante? No, era imposible. Desoyendo los ruegos de ella, volvió a mezclar el mazo para volver a armar un nuevo círculo con las cartas. Y otra vez se confirmó su sospecha: la conjunción de los naipes lo indicaba claramente.
Consternado, inventó una historia: le iba a ir muy bien en su nuevo trabajo, y hasta era posible que en un futuro cercano pudiera abrir su propia peluquería. Ada sonrió satisfecha. Lo abrazó con entusiasmo y hasta le dio un beso apasionado. Seguí con esto, le dijo, se nota que sos bueno, si la gente del barrio se entera van a querer venir todos a verte. Ni se te ocurra comentarlo, le advirtió, esto queda entre nosotros dos. Ella se rió, sin darle mucha importancia a sus palabras y se fue hacia la cocina cantando una vieja canción de su infancia.
Cuando se quedó solo, un leve temblor en las manos le hizo dudar por una nueva consulta. Pero la ansiedad pudo más que el miedo de una verdad dolorosa. Y otra vez, desplegó las cartas frente a sus ojos: no había duda, ella lo engañaba con otro hombre.
Desde ese día no tuvo paz. Empezó a vigilarla día y noche. Lo que a Ada le pareció al principio una demostración de cariño, terminó por fastidiarla. Y los roces se convirtieron en peleas agrias, desmoralizantes, que le fueron quitando a la casa la paz de otros tiempos.
Nunca pudo descubrirla en un desliz. Por más que se dedicó a seguirla con disimulo día tras día, todo se resumió en una rutina diaria, sólo a veces interrumpida por una charla fugaz con alguna vecina.
Leandro no logró dominar la sospecha. Se pasaba tardes enteras encerrado en su escritorio, tratando infructuosamente de torcer ese destino maléfico que las cartas se empeñaban en seguir mostrándole. Las tardes empezaron a alargarse hasta la noche. Ya ni siquiera quería salir a trabajar. Ada, cansada de esperarlo sentada a la mesa, empezó a alcanzarle algunos alimentos que él comía con desgano y solo.Con el correr de los días, la mujer trató de que se hiciera revisar por un médico. Pero no le dio resultado. Empezó a faltar el dinero para pagar las cuentas. El sueldo de Ada no alcanzaba más que para los gastos mínimos. El hogar se fue deteriorando junto con la actitud cada vez más obsesiva de Leandro. Ya no salía de la pieza donde se había encerrado. No tuvo idea del tiempo que llevaba tirando una y otra vez las cartas de tarot, hasta que un silencio extraño inundó la casa. Pudo sentirlo. Y por primera vez se levantó de su escritorio, abrió despacio la puerta y sólo vio oscuridad. Tanteó la llave de la luz. Descubrió un vacío inmenso. Y supo entonces que Ada se había ido.
Se divertía tirando las cartas de tarot. Primero lo tomó como un juego; las esparcía con cuidado sobre la mesa, las observaba, las analizaba y sacaba las primeras conclusiones: que el amor, que el trabajo, que los viajes. Siempre reflejando un futuro que la mayoría de las veces parecía promisorio. Nadie le había enseñado, en realidad era pura intuición. Las imágenes, coloridas y ornamentadas, le sugerían situaciones, desenlaces, y algunas veces hasta conflictos. Mantuvo en secreto su pasatiempo todo lo que le fue posible, pero un día, Ada, su mujer, entró de improviso en su escritorio y lo descubrió. No hubo forma de convencerla; por más que le explicó que él era apenas un aprendiz, ella insistió tanto que no le quedó otro remedio que mezclar bien el mazo y hacer una tirada para ella. Las cartas lo sorprendieron, sintió dentro suyo un temor que le aceleró los latidos del corazón. ¿Es que acaso Ada tenía un amante? No, era imposible. Desoyendo los ruegos de ella, volvió a mezclar el mazo para volver a armar un nuevo círculo con las cartas. Y otra vez se confirmó su sospecha: la conjunción de los naipes lo indicaba claramente.
Consternado, inventó una historia: le iba a ir muy bien en su nuevo trabajo, y hasta era posible que en un futuro cercano pudiera abrir su propia peluquería. Ada sonrió satisfecha. Lo abrazó con entusiasmo y hasta le dio un beso apasionado. Seguí con esto, le dijo, se nota que sos bueno, si la gente del barrio se entera van a querer venir todos a verte. Ni se te ocurra comentarlo, le advirtió, esto queda entre nosotros dos. Ella se rió, sin darle mucha importancia a sus palabras y se fue hacia la cocina cantando una vieja canción de su infancia.
Cuando se quedó solo, un leve temblor en las manos le hizo dudar por una nueva consulta. Pero la ansiedad pudo más que el miedo de una verdad dolorosa. Y otra vez, desplegó las cartas frente a sus ojos: no había duda, ella lo engañaba con otro hombre.
Desde ese día no tuvo paz. Empezó a vigilarla día y noche. Lo que a Ada le pareció al principio una demostración de cariño, terminó por fastidiarla. Y los roces se convirtieron en peleas agrias, desmoralizantes, que le fueron quitando a la casa la paz de otros tiempos.
Nunca pudo descubrirla en un desliz. Por más que se dedicó a seguirla con disimulo día tras día, todo se resumió en una rutina diaria, sólo a veces interrumpida por una charla fugaz con alguna vecina.
Leandro no logró dominar la sospecha. Se pasaba tardes enteras encerrado en su escritorio, tratando infructuosamente de torcer ese destino maléfico que las cartas se empeñaban en seguir mostrándole. Las tardes empezaron a alargarse hasta la noche. Ya ni siquiera quería salir a trabajar. Ada, cansada de esperarlo sentada a la mesa, empezó a alcanzarle algunos alimentos que él comía con desgano y solo.Con el correr de los días, la mujer trató de que se hiciera revisar por un médico. Pero no le dio resultado. Empezó a faltar el dinero para pagar las cuentas. El sueldo de Ada no alcanzaba más que para los gastos mínimos. El hogar se fue deteriorando junto con la actitud cada vez más obsesiva de Leandro. Ya no salía de la pieza donde se había encerrado. No tuvo idea del tiempo que llevaba tirando una y otra vez las cartas de tarot, hasta que un silencio extraño inundó la casa. Pudo sentirlo. Y por primera vez se levantó de su escritorio, abrió despacio la puerta y sólo vio oscuridad. Tanteó la llave de la luz. Descubrió un vacío inmenso. Y supo entonces que Ada se había ido.
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