EL CANTO DEL CISNE
Avanzan majestuosos, surcando el agua con paso de vals. El paisaje se transforma con la pincelada de su belleza. Van juntos, ella y él, la pareja de cisnes que han jurado amarse hasta la muerte. Cuando uno de los dos muere, su compañero emite un sonido desgarrador, un misterioso canto que enlaza sus corazones, y que sólo se silenciará cuando también él parta junto a ella.
No habrá otra pareja. La fidelidad los compromete hasta ofrendar la vida, y los humanos, ajenos a la eternidad, desvían la mirada hacia los placeres efímeros en vano intento de adaptarse a la moda descartable. Ya nadie muere por amor, actitud de por sí excesiva, pero tampoco se acepta el sufrimiento de una posible pérdida. Todo debe llevar al placer; el dolor, cuando es inevitable, se esconde tan profundamente que desaparece. Desaparece de la conciencia. Quizás por eso, está de moda no velar a los muertos. Ya no hay velorios. No se llora en compañía por que no hay con quién. Todos respiran aliviados. El muerto queda solo, en un rincón de la sala velatoria hasta que se convierte en ceniza, ceniza que libera de cualquier signo de su presencia.
Quizás por todo esto, cuando la mano de María quedó sin vida entre los dedos nerviosos de Martín, los pocos amigos presentes presagiaron que no sería la última visita de la muerte. No quiso compañía, quedó solo en la pequeña casa con jardín, iluminada todavía con la presencia de ella en cada detalle. Flores, portarretratos, cuadros de marcos esbeltos, plantas que derramaban alegría en los rincones, todo parecía confirmar la continuidad de su existencia.
La hosquedad le vino a la cara y la lengua pareció trabarse en un silencio desagradable. Todos notaron el cambio, y aunque lo esperaban, no dejó de sorprenderlos el modo en que se manifestó. Ni teléfono, ni celular, ni timbre de la puerta de calle fueron atendidos. Martín los dejaba afuera de su vida, sin posibilidad de compartir la dureza del momento. Decidieron ir a buscarlo a la salida del trabajo; esperaron más de una hora, con las piernas y la inquietud cansada, hasta que decidieron preguntarle al encargado del edificio que desde hacía rato los miraba con curiosidad.
¿Martín Pisani? Hace mucho que no lo veo por acá, más de un mes, seguro.
En el duro pozo de la desesperación, Martín hundía su rabia separándose. No había entre él y los demás ni el más tenue hilo que los uniera, el dolor se enroscaba en su cuello asfixiándolo de a poco en una terquedad de noches oscuras.
La casa empezó a perder la jovialidad de María; las flores secas destilaban olores desagradables y las plantas morían lentamente en rincones donde no llegaba el sol. Y fue entonces que su mente garabateó los primeros impulsos, despacio, se fueron metiendo en medio de su dolor como un analgésico. Le dieron alivio, para su sorpresa, y comprendió que estaba demorando la única salida.
Tenía que planificar todo cuidadosamente, no podía fallar, debía asegurarse de llegar al único destino que le importaba. Ocupó varias tardes en el estudio del método más adecuado, para eso internet resultó ser una herramienta de gran utilidad proporcionándole información suficiente como para no equivocarse.
Un atardecer, cuando la noche empezaba a caer sobre las ventanas, Martín se recostó sobre el sillón del living. A oscuras, sin otro sonido que su propia respiración, borrosas imágenes acudieron lentamente y lo llevaron más allá de su conciencia. El pequeño objeto de vidrio, que ella tanto amaba, apareció entre sus manos. Pudo tocarlo, sentir su suavidad, admirar la elegancia de su contorno. Como una cábala, María solía ponerlo sobre su corazón antes de dormir. Era un pequeño cisne, naturalmente modelado, con algunas manchas blancas sobre el cuerpo celeste grisáceo. Se levantó de golpe. ¿Cuánto hacía que no lo veía? ¿Dónde estaba?
Subió rápidamente los escalones que lo llevaban al dormitorio. Quería encontrarse con ese objeto, sentía que era como tener a María nuevamente. Buscó en los cajones, vació el placard, miró debajo de la cama. Impotente, levantó frazadas y sábanas. Y entonces lo vio. Debajo de la almohada donde ella dormía.
Con emoción, lo tomó entre sus manos. Un canto dolorosamente agudo partió de su corazón, su cuerpo se volvió plumaje y un cuello largo y conocido lo enredó para siempre. Sólo una estela en el agua quedó del paso de los dos.
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