Era la mesa de los olvidos. ¿Te acordás? Ésa que estaba junto al mostrador. Cada vez que me sentaba, descubría un paraguas o un echarpe. Claro que se lo daba a la camarera. Pero algo tenía ese lugar. Un balón oscuro, que penetraba por la fuerza en las masas cerebrales. Entonces no recordabas exactamente qué habías traído. Podían ser cosas absurdas como un boleto viejo de tren o algo más importante. Un saco fino, de esos adquiridos en las boutiques de la Avda. Santa Fe. No interesa. Uno entraba en una zona difusa manejada por seres desconocidos, temidos e invisibles. Sólo se podía leer el diario. Entonces las lecturas absorbían el vigor y no se podía razonar. Los labios se movían para hablar de política. También podías seguir los pasos diligentes de las muchachas con cofias, salidas de un paisaje tirolés. Pero así simplemente, sin pensar en algo específico, como si los párpados se imantaran a las cabezas de las chicas y uno se olvidase de traerlos de vuelta; así ellas tenían doscientos ojos posados en las gorritas movedizas. Las personas éramos las de siempre. Entrábamos ansiosas buscando ubicación. El señor con su notebook, de cabeza calva y belfoso que pedía un tostado que nunca comía. O ese otro de rostro pálido con ojos tan separados que parecía que le sobrase espacio a cada lado de la nariz. Los cuadros de pintores desconocidos, eran tentáculos que te arrastraban hasta el abismo de espectros que no te permitían subir a la superficie. No pasaba nada. Siempre y cuando no te sentases en ese lugar. Lo peor de todo, era que la gente se iba sin saber que había olvidado sus pertenencias. Tan potente era el virus que contraían, que dominaba las neuronas de la memoria. Una mujer que tenía tantas pecas, como pececitos adheridos a un tiburón, evitó una vez, sentarse allí. No habiendo otro asiento disponible, se retiró. ¿Sabía que dédalos intervenían? ¿Se había adentrado en las profundidades abisales?. Pasaron los meses. Un día vi un anuncio: "Nos mudamos a media cuadra de aquí". Se podía observar el plano a todo color. Anunciaban una copa gratuita para recibirnos. Me trasladé hacia el nuevo local. Tuve que pasar por el anterior. Miré hacia adentro. Mi sorpresa no tuvo límites. En el mismo espacio que antes, sola, en medio de la nada estaba la mesita. Sí, ésa. La de los olvidos.
martes, 7 de octubre de 2008
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