sábado, 12 de abril de 2008

MARISA PRESTI


CARENCIA

Mesa redonda en ese sábado a la noche de fines de agosto. Cuatro hombres, sin ninguna otra relación que el deseo de ganar, juegan póker. Un paneo rápido sobre ellos descubriría para la cámara los clásicos tipos humanos: varios kilos de más el que parece mayor, lleva anteojos y una barba entrecana. A su lado, un hombre joven, delgado, con ojeras profundas, mueve nerviosamente sus dedos sobre la mesa. Pelado el tercero, de ojos azules enturbiados por el humo del cigarrillo, labios finos e inexpresivos. El cuarto, de espalda ancha y mirada furtiva, frunce el entrecejo mientras espera sus cartas.
Imaginemos un acercamiento al hombre joven y delgado, un primer plano de su rostro que traspasa su rostro hasta lo más profundo. No se da cuenta de la invasión de nuestra cámara, juega sin suerte unas cuantas fichas. En su territorio íntimo los latidos suenan como tambores alocados, todo se mueve, la imagen salta de un lado al otro. Nos cuesta encontrarlo, pero sabemos que está. Ahí, detrás de la arteria, ahí está el CD.
El pelado hace una apuesta fuerte. El hombre mayor mira sus cartas, cambió dos esperando el full. La pierna de jotas merecería arriesgarse, pero sabe que su oponente sólo dijo: Servido. A su turno, los otros dos deciden pasar. Orejea las cartas, nervioso. Quizá no tiene nada, piensa. Impulsivamente, dobla la apuesta. El otro acepta y extiende sus cartas sobre la felpa verde: escalera. Ve como las fichas son arrastradas por la mano del ganador. Algo se agita en su estómago.
La primera imagen del CD es un pergamino gastado. Aparecen letras, que parecen dibujarse sobre él con una tipografía antigua, algo rebuscada. El zoom de la cámara ayuda a la lectura: Este hombre sangra por dentro. Una herida antigua, en sus orígenes, ha marcado su existencia llevándolo por territorios sombríos. El amor no pudo rescatarlo, sus puertas son demasiado sólidas para la dulzura del beso y el suave roce de la compañía. Un eterno buscador tocando silencios en la ignorancia de su destino.
Todos han puesto la luz sobre la mesa. El hombre de espaldas anchas reparte las cartas con destreza. Una, dos, cuatro, cinco. Las manos van recogiendo la suerte con ansiedad. Ahora es el joven el que abre el juego, su apuesta es moderada: dos fichas de diez. Los demás aceptan y ponen sus fichas. Cambia tres cartas, su rostro no delata la ansiedad que recorre su cuerpo. Hasta ahora no ha ganado ni una sola mano; toma lentamente las tres cartas que le corresponden y las va descubriendo de a poco. No puede evitar un gesto de fastidio. Se ve obligado a decir Paso cuando quisiera decir mierda.
El pergamino se funde en una extraña imagen: dos serpientes se muerden la cola una a la otra. En el centro, un planeta parecido a Saturno con estrellas a su alrededor. La cámara la observa minuciosamente, pero no logra descubrir su significado. Podría ser una clave, sabemos que en estas profundidades del ser las verdades se ocultan bajo las formas engañosas de los símbolos. Serpientes, quizás violencia, muerte, tentación. El planeta, lo desconocido, lo metafísico, el anhelo de saltar el límite. Sólo especulaciones.
Póker, full, escalera, pierna. El juego regala su suerte al pelado y al hombre mayor. Los otros dos ven desaparecer sus fichas lentamente; no se rinden, sacan otra caja, apuestan a darle un giro a ese destino implacable en cada reparto de cartas. El de los hombros anchos saca un pañuelo, se seca la frente húmeda de transpiración. Voy a buscar algo de tomar, dice, ¿alguien quiere algo? Los demás, impacientes, lo siguen con la mirada hasta la cocina. Las cartas sobre la mesa, defendidas con celo por las manos inquietas, descansan boca abajo esperando el regreso del jugador.
Las venas se hinchan. Todo parece moverse y la imagen se vuelve borrosa para la cámara. Es evidente que este hombre está demasiado nervioso, nos dificulta el trabajo con tanta ansiedad. Serpiente y planeta desaparecen bajo una bruma oscura, emerge otro texto: Sin padre, nacido sin padre. Lo buscó en cada despertar y se encontró con la nada. Por saber, agredió a su madre. Exigió respuestas. No le perdonó haberlo tenido así, con la mitad de su vida en blanco. Ella abrió los cajones de su memoria y sólo pudo darle un dato imposible: Él tenía un tatuaje en su brazo izquierdo.
Tres últimas fichas se aprietan en el puño del joven. El hombre mayor viene ganando, su capital se amontona ostentosamente frente a los ojos de nuestro perdedor. Va a apostar lo único que le queda cuando el hombre grande se queja de pronto del calor. Se levanta, y sacándose el saco se arremanga la camisa. Y ahí, frente a sus ojos, aparecen nítidamente en el brazo izquierdo dos serpientes y un planeta. Fin del CD.

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