sábado, 12 de abril de 2008

NEGRO HERNÁNDEZ


LA BIBLIOTECA

Estoy estudiando en la pequeña biblioteca de una institución religiosa. La habitación está en el primer piso y tiene dos mesas rectangulares de madera, varias sillas de esterilla y un mostrador donde la encargada lleva nota de los libros que entrega y recibe. Vengo de lunes a viernes a partir de las seis de la tarde, después de trabajar, y me voy a las nueve de la noche cuando es la hora de cierre. Me queda cómodo venir aquí, a pesar de que no tiene los libros que necesito, porque está a tres cuadras de mi casa y es un lugar muy tranquilo. Dicen que las monjitas son piolas, abiertas a todas las ideologías y en el barrio son bien vistas por todos.
Yo estudio ingeniería, traigo mis libros y cuadernos de apuntes, los otros lectores consultan numerosos temas y géneros que descansan sobre las altas estanterías expuestas contra las paredes. Ella es puntual, llega siempre una hora después que yo, cuando el sol atardece sobre las casa bajas dejando sus sombras largas. Al principio se sentaba en la cabecera de la otra mesa, pero con el transcurrir de los días se fue acercando hacia mi lugar para sentarse justo enfrente. Recién entonces empecé a darme cuenta de su presencia. Tiene una cara grande y redonda, y dos enormes ojos bien negros, pero lo que más me gustan son sus labios que parecen estar dándote un beso perpetuo. Me inquieté cuando una vez levanté mi cabeza y la observé mirándome hasta ponerse colorada. Si estiráramos los brazos podríamos tomarnos de las manos, pensé. En otra ocasión pasó detrás de mí y me rozó deliberadamente con su vestido. Siempre viste igual: un jumper gris con la pollera tableada sobre una camisa blanca de mangas largas, parece un uniforme. Yo no podía creer lo que había sucedido, no me creo un tipo pintón, ni tengo tanta experiencia con las mujeres como para resultarles atractivo. Más bien soy un tipo tímido y callado, siempre estoy con la cabeza pensando en otras cosas. Mi madre siempre decía que no tengo que estudiar tanto, que debo aprender a pedir, y a darle lugar a mis deseos: "No sólo de pan vive el hombre, hijo".
La otra tarde me animé y le escribí en un papelito suelto que llevo junto a mis apuntes: ¿Cómo te llamás? y se lo alcancé adentro de un libro, como si fuera un señalador. Ella me contestó de la misma manera: María. A partir de ese momento nuestra comunicación comenzó a transformarse en un vínculo fluido que permitió conocernos un poco más. María estudia filosofía, lo sé porque me mostró la portada de su libro: "Acerca del ente y de la esencia", de Santo Tomás de Aquino. Y yo hice lo propio con "Resistencia de materiales", de Fliess. Tenemos la misma edad, gustamos de la misma música y somos devotos de la Virgen del Valle.
Los fines de semana la extraño, y cuando llega el lunes me excito pensando que volveré verla. Un día me decidí y la invité a salir después del estudio: Para conocer tu voz, escribí. Ella me contestó: Lo siento, no puedo. Lejos de desanimarme, la respuesta incitó aun más mis ganas de develar el misterio que envolvía su mundo, desatando a mis fantasías más descabelladas. Volví a invitarla varias veces y siempre obtuve la misma respuesta. Imaginé mil razones para justificar sus reiteradas negativas: tenía un novio que venia a buscarla, o un padre terrible que la vigilaba constantemente, tal vez la madre estaba enferma y salía corriendo a cuidarla, o la madre era María y debía atender a su pequeño hijo, y la peor de mis suposiciones era que ella tenía una enfermedad incurable y no quería comprometerse en una relación amorosa para no hacerme sufrir. Lo verdaderamente cierto es que nos atraíamos mutuamente, que había pasión en el breve espacio que nos separaba, si hasta una tarde de primavera nos rozamos las piernas debajo de mesa y estuvimos largo rato disfrutando de nuestro encuentro.
Mi vida se convirtió en un tormento, no podía dejar de pensar en ella y mis estudios se estaban atrasando justo en la fecha cercana a los exámenes. Necesitaba una explicación, una respuesta que calmara mi ansiedad, un Si o un No definitivo, contundente que me hiciera volver a la realidad. Fue entonces decidí seguirla. Cuando María se levantó de la silla y me hizo un chau con la mano (era la primera vez que lo hacía) esperé que saliera por el pasillo que llevaba a la escalera de la planta baja. Me demoré entregando el libro ella había que olvidado devolver sobre la mesa y se lo entregué a la bibliotecaria. Apurado por el temor a perderla de vista, bajé detrás de ella silenciosamente, atravesé el patio de las palmeras y caminé por un corredor apenas iluminado que terminaba en una gran puerta donde una chapa de bronce anunciaba: Clausura.
Allí creí comprenderlo todo.
Estoy estudiando la última materia para recibirme de ingeniero en la misma biblioteca a la que vengo hace cinco años. María no ha regresado desde aquella noche. He contado los días y los meses de su ausencia, casi sin esperanzas. Todavía conservo los papelitos con su letra y la espero con la misma excitación de entonces, la veo entrar a la biblioteca y acercarse a mí y darme un beso en los labios y decirme con su voz candorosa: Te extrañé mucho.
Cierro mi cuaderno de apuntes y recuerdo un detalle. Me dirijo a la bibliotecaria y le pido "Acerca del ente y de la esencia" de Santo Tomas de Aquino. Vuelvo a mi asiento y busco entre las páginas amarillentas de su interior y encuentro mi último mensaje: Te deseo. Detrás del mismo estaba su respuesta, el que me dejó para que leyera antes de entregar el libro. Yo también. Te espero en la terminal de ómnibus a las doce de la noche.

MARTÍN VIVALDI


CONSEJOS PARA ESCRIBIR MEJOR

- Para una debida cohesión entre las oraciones, procure ligar la idea inicial de una frase a la idea final de la frase anterior.
- La construcción armoniosa exige evitar las repeticiones malsonantes, la cacofonía (mal sonido), la monotonía (efecto de la pobreza de vocabulario) y las asonancias y consonancias.
- Ni la monótona sucesión de frases ininterrumpidas (el abuso del punto seguido), ni la vaguedad del período ampuloso. Conjúguese las frases cortas y largas según el sentido del párrafo y la musicalidad del período.
- Evítese las transiciones bruscas entre distintos párrafos. Procure fundir con habilidad para que no se noten dichas transiciones.
- Procure mantener un nivel. No se eleve demasiado para después caer vertiginosamente. Evite pues, los baches.
- Recuerde siempre que el estilo directo tiene más fuerza -es más gráfico- que el indirecto.
- No se olvide que el lenguaje es un medio de comunicación y que las cualidades fundamentales del estilo son: la claridad, la concisión, la sencillez, la naturalidad y la originalidad.
-La originalidad del estilo radica, de modo casi exclusivo, en la sinceridad. Además del estilo hay que tener en cuenta: el tono, que es el estilo adaptado al tema.
- Pero no sea superficial, ni excesivamente lacónico, ni plebeyo, ni tremendista, vicios estos que se oponen a las virtudes antes enunciadas.
- Huya de las frases hechas y lugares comunes. Y no olvide que la metáfora sólo vale cuando añade fuerza expresiva y precisión a lo que se describe.
-Huya de la sugestión sonora de las palabras. Cuando se permite el predominio de la sugestión musical empieza la decadencia del estilo. La cualidad esencial de lo bien escrito es la precisión.
- Relea lo escrito como si fuera de otro. Y no dude nunca en tachar lo que considere superfluo. Si puede, relea en voz alta; descubrirá así defectos de estilo y tono que escaparon a la lectura exclusivamente visual.
- Finalmente, que, la excesiva autocrítica no esterilice la jugocidad, la espontaneidad, la personalidad, en suma, el propio estilo. Olvídese, en lo posible, todas las reglas estudiadas al escribir.

FRANCISCO D. GONZÁLEZ

TINKU

El acullico inflaba como un globo el rostro enrojecido de Antonio Quispe, y por más que seguía rumiando hasta el infinito las hojas de coca tan necesarias como el agua y el aire, siempre había lugar para seguir mascando, metiendo hojas en la boca.
El joven peruano mordió una piedra de yisca y el ardor fue como una brasa en la lengua... Para apagar ese fuego bebió de una jarra comunitaria que tenía vino y limón. Entonces llegó el alivio, la alegría del acohol subiendo por la sangre, la frescura que volvía en cada trago...
Guardó la piedra. (Se la había regalado su compadre que acostumbraba sacar plantas de la orilla del río, y junto a las cenizas de la quema de otras plantas, hacía esa piedra tan picante con la que se acompañaba para coquear). Alternaba la yisca con el bicarbonato, ya había perdido cuatro dientes y otros tantos estaban picados...
Poco a poco fueron llegando sus amigos y vecinos, todos con el acullico y la bolsa de coca. Bebían de la jarra, hablaban animadamente...
El hombre arrimó unas ramas al fuego y revolvió la olla con el locro, luego comenzó a servir... Debían pasar el frío. Debían estar fuertes y tener energías para el Tinku... No tardaron en reunirse en el rancho de adobe del anfitrión, los pastores del pequeño paraje, y al locro le siguió la chicha y sus eternas libaciones en las que encontraron calor y temple... Cuando ya el mareo comenzaba a hacer estragos con el equilibrio de estas almas nacidas en las montañas de los andes, sonaron los sikus y los redoblantes. Y así, como en una procesión, marcharon por el sendero estrecho. Bebiendo, coqueando, soplando cañas, recibían el sol de las tres de la tarde y se armaban de coraje...
Los sikus de ocho cañas eran tocados por los hombres y los de siete por las mujeres... Así había sido desde siempre, la música, las danzas, la coca, el vino... se transmitían de generación en generación desde tiempos inmemoriales. Cada hombre y cada mujer llevaban en su sangre la raíz milenaria y el legado de los incas. Llevaba en su memoria de siglos sus creencias, y el culto a la Pachamama...
El tinku era la más guerrera de las danzas. El ritmo endiablado llevaba el pulso de la sangre, y la sangre vibraba como los parches del redoblante y de la tierra...
Aturdidos por la música y el alcohol, con el color de las montañas encantándoles los ojos, con el vuelo glorioso de los cóndores que amaban y veneraban, fueron llegando al pueblo. Desde lejos pudieron ver las pequeñas casitas de piedra y adobe, y vieron, además, gente al lado de la huella, esperándolos...
Nadie sintió cansancio ni tuvo miedo, la sola presencia de los pobladores los había inflado de coraje y energía. Fueron más apasionadas sus danzas y soplaron más fuertes los sikus... Finalmente estuvieron cara a cara. Antes de enfrentarse, dejaron los instrumentos en la apacheta y mojaron la boca con el vino. Solo un puñado de hombres siguió tocando...
De pronto todo fue un torbellino, un viento huracanado levantando polvareda, una confusión de trompadas, patadas, codazos ... Las manos ya no llevaban la coca. Llevaban los puños cerrados que terminaban en los rostros del adversario...
Dos mujeres se tiraban insistentemente de los pelos hasta que la más joven se quedó con el botín; el mechón oscuro de su rival. Se rasguñaron la cara, y siguieron pegándose hasta quedar rendidas... luego hicieron una pausa en el vino y continuaron la batalla...
Las trompadas volaban aquí y allá en la tarde soleada, y los gritos de dolor cortaban el silbido del viento. Un hombre pegaba sin piedad al rostro entumecido de otro hombre que había perdido a su padre en el tinku anterior y fue resarcido con cuatro cabezas de ganado.
Antonio Quispe se había trenzado con un luchador fuerte y aguerrido, pero las fibras de sus músculos fueron más grandes, y fue más sabia su estrategia para el combate. En pocos minutos lo dejó tumbado, con el rostro lleno de tierra y la sangre brotando como un manantial... Los vencidos al fin ofrendaron su sacrificio a la Pacha mama. Su sangre habría de fertilizar la tierra que los seguía protegiendo, los seguía bendiciendo en sus cosechas, y hacía crecer a sus majadas...
Cuando los músicos vieron que ya todos estaban sangrando, dejaron de tocar, y la gente que recién terminaba de pegarse, ahora se abrazaba y se despedía amistosamente.
Con los tabiques rotos, con los labios partidos, los pómulos cortados, la fractura de algún hueso... emprendieron el regreso...
El sol se ocultaba detrás de los cerros y la noche caía implacable sobre los andes. Cuando Antonio llegó a su rancho encendió el fuego y comió el locro que quedaba...
Fue a buscar abrigo, y en la noche abierta se cobijó al calor de las brasas. El vino lo ayudó a templarse... Mirando el cielo estrellado se durmió dolorido, feliz, alzando sus plegarias a la madre tierra.

RICARDO ALLIEVI


EN SUELO EXTRAÑO

Fue en una isla ignorada, conocida con otro nombre, donde el mundo se termina, sabiendo, según le dijeron en la escuela, "que era nuestra".
El viaje lleno de miedo; el desembarco en un lugar con nombre extraño, como las islas, con idioma diferente y la sensación íntima de estar en lugar ajeno y no propio.
Frío, mucho frío, frío helado, piedras, espinas y nieve. Mucho hambre y los miedos de la guerra de condición desigual. Muertes, congelamientos, heridas y el vacío tan grande que duele como la orfandad y la lejanía.
"Subordinación a las órdenes, valor para seguir con vida.
Pero él no fue uno de ellos. No volvió. Quedó en suelo extraño, aunque le dijeron propio.
El calor de otros iguales, entonces muertos, de frío, congelados, lo conserva en ese suelo, aferrado a su cruz y a la foto de su novia.
Baila con el viento del Sur, enlazado entre dos maderos cruzados, un rosario de heladas cuentas que desgranan las plegarias de su madre y de su padre.
Cuando el sol de un día tibio derrite la escarcha de su tumba, se estremecen sus huesos descarnados.
Pero yo sé que no estoy aquí en las Facklands, en suelo ajeno. Estoy en Corrientes, que es mío por más que me digan lo contrario.

MARCOS M. RAMOS

LAS VIOLINISTAS

Diego me propuso una desviación en el camino sin aclararme el motivo. Paró al costado de la ruta en un descampado cerca de un grupo de 20 autos estacionados. Caminamos más de media hora bajo la luz de la luna hasta una loma. Varios hombres estaban allí apostados mirando para el otro lado, algunos nos saludaban. Se notaba que esperaban algo importante, Diego también. Sólo me adelantó que iba a presenciar algo que iba a ocurrir en varios lugares del mundo al mismo tiempo.
Fuimos a la parte más alta. Del otro lado se divisaba una gran depresión central a modo de anfiteatro y en el medio había una gran fogata. "Es la hora", me dijo Diego señalando a tres siluetas que se acercaban. Noté que eran mujeres, iban enfundadas en túnicas negras con capuchas. Alrededor de ellas todo era silencio y oscuridad. Parecían ignorar nuestra presencia, cada una llevaba un violín y su arco. Muchos de los presentes tenían binoculares. Son "las hermanas" susurró mi amigo.
Las tres formaron una ronda frente al fuego y dejaron caer sus ropas quedando sólo vestidas con los rayos de la luna. Eran muy parecidas en todo, sus ojos, su piel blanca, sus pechos firmes y perfectos, su pubis, su pelo negro atado con una trenza. Hasta tenían la misma expresión en el rostro. Pensamientos eróticos comenzaron a circular por mi sangre. Me sorprendió ver que Diego y los otros estaban acostados mirando al cielo en una actitud relajada, ninguno mostraba interés en disfrutar de la visión de esos "ángeles" bien terrenales. Parecían saber lo que pasaba pero evidentemente no les importaba tanto como a mí el verlas desnudas. Entendí, sin que nadie me lo dijera, que debía guardar silencio.
Las mujeres colocaron sus violines sobre el hombro. Comenzaron a tocar, era el "Ave María" de Schubert. Primero la base de dos instrumentos. A posteriori la melodía con el tercero. Mientras que las observaba una angustia grande empezó a golpearme el pecho con una puntada cada vez más fuerte y profunda a medida que crecía en intensidad la canción. Sentía miedo. Tuve que cerrar los ojos. Respiré hondo. Me senté de espalda a ellas. Las lágrimas brotaban sin cesar. Mi boca temblaba. No entendía lo que me pasaba. Me acosté boca arriba. Sólo en ese momento la visión de las estrellas comenzó a tranquilizarme; me sentí acariciado, protegido por cada una de ellas. Poco a poco mi pulso se regularizó. Respiré profundo. El aire se transformaba en el agua más fresca para mi alma Me sentía inmensamente en paz. Sin saber bien por qué o cómo, al mirar al cielo sentí que el universo estaba en comunión conmigo. Sonriendo me fui quedando dormido. No puedo recordar ahora que soñé esa noche pero si que fue un sueño feliz.

NORMA PADRA


MARIONETAS

En la quietud del parque
la música de los pájaros
aún se escucha.
Sobrevivo en la jungla
entre disparos y crueldades.
Han secado hasta las fuentes.
Sin agua ni migajas,
los pájaros penden del cielo
por hilos invisibles.
Marionetas ellos y yo.



MAGNOLIAS


Árbol de blancas palomas
...................lo veo.
Me acerco y se transforma.
Invade el aroma
..................de las magnolias.
Las palomas inmóviles
..................dejan en el aire
su exquisito perfume
..................hasta caer.
No laten más sus corazones
y aún regalan su fragancia.



GINKGO BILOBA

Verdes tus hojas
hasta que
despides el verano.
Regalando finas láminas de oro
a la tierra que cuida tus raíces,
donde,
graciosamente
juegan con remolinos de viento
las partículas de los adioses.

CHAVI MARTINEZ


TU GRAN ALEGORÍA (*)

I

"Permito que me pierda, a veces, sin ayuda. Entonces voy y vengo con la sentencia de eucalipto incinerado, yendo y viniendo como un cenizo que sorprende. Asumo al fin flexión de las manos, espigas sobre las piernas, arena encima de los labios, y voy yendo igual por todos los lados de ti.
Insisto que no se tiene reparos con la idolatría. Se trabaja incesantemente para permutar los gestos y los halagos, se trabaja para el avaro manuscrito y se tilda en la elegancia frágil que se olvida en cualquier momento. Se sostiene en tamaña perseverancia el ademán roto y fraguado, el ademán que hace sociales y te inclina al titileo. Muy a menudo imagino cómo se ven los niños sentados en la playa comiendo naranjas, con las boquitas que arden y los dedos fregando el mar. Estos niños me impresionan y me recuerdan a los que han sido dejados fuera de la pista. A los que no reinciden.
Veracidad y símil intento de entumecimiento, fresca y rancia fruta que se desgaja sobre la arena, tenaz impulso de los hombres por retomar la niñez y cerciorarse de de las risas. Quiero hablarte tanto y balbuceo, y después erosiono impúdica, de manera vertiente."


II

"Soy una especie de mujer renacentista de antiguas pugnas entre lo omnipotente y lo humano, cuyo proyectil hacia la luna sangra. Sobre sí mismo sangra. A fuerzas de razón poca osadía. Y en el intento de admitir mi vastedad pierdo raíz, semilla, sombra y el asidero público revierte mi rincón.
De todos modos asumo sin bretel que bajo cartónica después de cortas estadías, y subo para acabar con vida.
Permito que me pierda, a veces, sin ayuda. Entonces voy y vengo con la sentencia de eucalipto incinerado, yendo y viniendo como un cenizo que sorprende. Asumo al fin flexión de las manos, espigas sobre las piernas, arena encima de los labios, y voy yendo igual por todos los lados de ti.
Insisto que no se tiene reparos con la idolatría. Se trabaja incesantemente para permutar los gestos y los halagos, se trabaja para el avaro manuscrito y se tilda en la elegancia frágil que se olvida en cualquier momento. Se sostiene en tamaña perseverancia el ademán roto y fraguado, el ademán que hace sociales y te inclina al titileo. Muy a menudo imagino cómo se ven los niños sentados en la playa comiendo naranjas, con las boquitas que arden y los dedos fregando el mar. Estos niños me impresionan y me recuerdan a los que han sido dejados fuera de la pista. A los que no reinciden.
Veracidad y símil intento de entumecimiento, fresca y rancia fruta que se desgaja sobre la arena, tenaz impulso de los hombres por retomar la niñez y cerciorarse de de las risas. Quiero hablarte tanto y balbuceo, y después erosiono impúdica, de manera vertiente.
Sólo estuve viniendo, diciendo a todos que temí tanto a tu estatura, que abastecida de sórdidos cráteres simulé mi estancia en tu portal dormido. Que soy entusiasta. Y me invade radiación y la tenue reverencia cilíndrica asomada en la pretensión del mundial itinerario. Soy entusiasta y pregono esa vocación asistiendo al lugar de las guirnaldas y de los prados secos. Jamás había visto humano que segregara, mermelado, la sonrisa de haber conocido a alguien increíble. Verás que sí. Tú tienes los pómulos llenos y bronceados, yo te he visto. Tienes sinuoso y sitiado modo de andar. Hallo rústico cariño en ti. Y qué amable y prosódica me parece tu certeza y dedicación a la tácita familia que tanto añoras, con padres que se aman, con una disciplinada demostración y cierta rutina. Cierta preponderante desobediencia a la lógica que menosprecia el embrión cual habitáculo interino.
Ahí está el amarillo raspado, el amarillo de un día y medio que solcea festivando la blanca ojera, la penúltima historia de aquel adolescente que insiste en contarla y nadie se imagina la tremenda euforia y febril composición de su esencialidad labrada.
Y entonces me gusta cómo escribes, cada tanto, con los ojos en la gente. Con los ojos en los ojos.
Cómo escribes y qué. A la gente contracturada que vive dando vuelta carnero. Asisto pertinentemente a tu lectura y evoco lo que agradeces imperioso y que olvidas. Y lo retengo desenvolviendo manos chiclosas donde hallo hormigas. Llego concluyendo que me preocupa tu casa cuando lego la desesperada manera de preferir que nos lleve la perrera. Eso sí, lego en demasía que sí te quiero entre los animales."
(fragmentos)

NORMA TRAFERRI


EL ESPEJO VACÍO

Extrae la llave de un bolsillo. Apoya una mano sobre la antigua puerta de cedro, la desliza acariciándola, tropieza con el llamador, hay un reconocimiento mutuo. El león rugiente sostiene el aldabón de bronce, lo hace restañar, el eco de los golpes suena en sus oídos como dentro de un túnel largo y nocturnal. Siente entre sus dedos una vibración de vacío que lo trae al hoy. Encuentra la cerradura, introduce la llave, y la hace girar. La puerta se abre, se escucha un sonido de bisagras, que permanecen dentro de sus oídos como un sutil saludo de la casona ante su llegada. Delante de sus pies, lugares transitados; su brazo extendido. Hoy y ayer imbricados en una fugaz intemporalidad, lo sabe. Guarda en su memoria y ve, como en un viejo film en blanco y negro, la casa, cuando estaba viva. Hoy sigue amoblada y hueca. Da unos pasos en medio de tanta densidad que le suena a la nada. Extiende su brazo y las yemas de sus dedos en un indeseado tacto lo reconoce y se desconoce. Sus dedos elípticamente recorren el borde de madera. El centro. Apoya, plana su mano. Un frío de muerte penetra, recorre su cuerpo, cuando su cerebro a su pesar, le envía el mandato de manera irrecusable. Toca la nada, porque allí, está su verdad, no hay nadie, no reconoce presencia. Hueca y sin calor la platería, sobreviviente de un entonces, fría sin cuerpo ni brillo. Huele, todo tiene el perfume de un antaño guardado en su recuerdo. Encuentra el barandal es de madera, sube despacio los escalones, crujen algunos peldaños en son de bienvenida. Toca los bordes de una, sabe, se encuentra frente a ella abierta, es el estudio de la casona y se ve nuevamente, parado como en éste instante, siendo niño. Su tío sentado en el gran escritorio, no recuerda su rostro. La luz que penetra desde el ventanal que daba a sus espaldas, hacía que no lo viera. Su mirada de entonces con el alucinado deseo de poseer para sí ése cuarto. Huele los lomos de los libros, huele el papel entintado. Desea acariciarlos para luego dejarlos, como a una deseada mujer amada que no pudo hacer suya.

RODRIGO MORALES


EL MUELLE

Esa noche nos quedamos solos en el muelle, frente a la inmensidad del mar. Yo no te prestaba atención. Únicamente me interesaba la botella de tequila en mi mano, aunque cada trago me dejara más indefenso ante el peligro inmerso en tu cuerpo. Pronto te enamoraste del cielo estrellado, al extremo de empezar a bailar para la luna llena, siguiendo dócilmente el ritmo de una música inexistente. Con miedo, con los ojos húmedos y desolados, me dejé atrapar por la hermosura carnívora de tus piernas, por la sensación de estar respirando la palabra lujuria. Continuaste bailando descalza sobre la madera, torturándome con tus movimientos, como un tridente que se clavara en mí y se retorciera. Después te aproximaste, hundiste tus dedos entre mis hombros y mi camisa, y te aparté con una desesperación de ahogado. Ambos sabíamos que nunca serías mía aunque me lo pidieras. Me aferré a la botella como si fuera la última tabla de salvación de un naufragio de proporciones épicas. Traté de huir del insoportable contacto con tus piernas, ese manjar tan agridulce y tan irremediablemente ajeno a mí. Pero finalmente cedí, desvaneciéndome en un manantial de lágrimas huérfanas. Entonces te conmoviste y balbuceaste un perdón, abrazando mi cuello y susurrando incoherencias tiernas en mi oído. Asentaste tus caderas sobre mis muslos cercenados, haciendo que la silla de ruedas se estremeciera con tu peso sumado al mío. Nos fuimos dejando enredar por un espejismo deliciosamente nocivo, que paulatinamente nos cegaba y embrutecía. A uno de los dos, no puedo precisar a cuál, se le escapó un golpe que el otro contestó con una caricia. Levanté la botella sobre tu cabeza y derramé lentamente el tequila en tu pelo, tus hombros y tus pechos. Con ansiedad y desesperación, bebí los hilos del líquido que corría por tu piel. Luego arrojé la botella a un costado y escuché la bebida volcándose sobre la madera, mientras comprendía que esa pérdida no era lo peor de aquella noche. Lo peor eran tus piernas, lejanas e imposibles aunque las estaba tocando. No tuve más remedio que tragarme el llanto, oír tus declaraciones de amor eterno a la luna, escucharte jurar que eras feliz. Ojalá hubiera podido decir lo mismo, pero el muelle y el mar me hicieron sentir patético, me provocaron unos gruñidos agónicos que no te dieron miedo. Antes de deshacerme en una sucesión de jadeos rabiosos, le rogué a Dios que de una vez por todas me arrancara de este mundo. Y estrujando tus cabellos pegajosos por la bebida, te miré a los ojos antes de provocarte un grito de dolor.

MARISA PRESTI


CARENCIA

Mesa redonda en ese sábado a la noche de fines de agosto. Cuatro hombres, sin ninguna otra relación que el deseo de ganar, juegan póker. Un paneo rápido sobre ellos descubriría para la cámara los clásicos tipos humanos: varios kilos de más el que parece mayor, lleva anteojos y una barba entrecana. A su lado, un hombre joven, delgado, con ojeras profundas, mueve nerviosamente sus dedos sobre la mesa. Pelado el tercero, de ojos azules enturbiados por el humo del cigarrillo, labios finos e inexpresivos. El cuarto, de espalda ancha y mirada furtiva, frunce el entrecejo mientras espera sus cartas.
Imaginemos un acercamiento al hombre joven y delgado, un primer plano de su rostro que traspasa su rostro hasta lo más profundo. No se da cuenta de la invasión de nuestra cámara, juega sin suerte unas cuantas fichas. En su territorio íntimo los latidos suenan como tambores alocados, todo se mueve, la imagen salta de un lado al otro. Nos cuesta encontrarlo, pero sabemos que está. Ahí, detrás de la arteria, ahí está el CD.
El pelado hace una apuesta fuerte. El hombre mayor mira sus cartas, cambió dos esperando el full. La pierna de jotas merecería arriesgarse, pero sabe que su oponente sólo dijo: Servido. A su turno, los otros dos deciden pasar. Orejea las cartas, nervioso. Quizá no tiene nada, piensa. Impulsivamente, dobla la apuesta. El otro acepta y extiende sus cartas sobre la felpa verde: escalera. Ve como las fichas son arrastradas por la mano del ganador. Algo se agita en su estómago.
La primera imagen del CD es un pergamino gastado. Aparecen letras, que parecen dibujarse sobre él con una tipografía antigua, algo rebuscada. El zoom de la cámara ayuda a la lectura: Este hombre sangra por dentro. Una herida antigua, en sus orígenes, ha marcado su existencia llevándolo por territorios sombríos. El amor no pudo rescatarlo, sus puertas son demasiado sólidas para la dulzura del beso y el suave roce de la compañía. Un eterno buscador tocando silencios en la ignorancia de su destino.
Todos han puesto la luz sobre la mesa. El hombre de espaldas anchas reparte las cartas con destreza. Una, dos, cuatro, cinco. Las manos van recogiendo la suerte con ansiedad. Ahora es el joven el que abre el juego, su apuesta es moderada: dos fichas de diez. Los demás aceptan y ponen sus fichas. Cambia tres cartas, su rostro no delata la ansiedad que recorre su cuerpo. Hasta ahora no ha ganado ni una sola mano; toma lentamente las tres cartas que le corresponden y las va descubriendo de a poco. No puede evitar un gesto de fastidio. Se ve obligado a decir Paso cuando quisiera decir mierda.
El pergamino se funde en una extraña imagen: dos serpientes se muerden la cola una a la otra. En el centro, un planeta parecido a Saturno con estrellas a su alrededor. La cámara la observa minuciosamente, pero no logra descubrir su significado. Podría ser una clave, sabemos que en estas profundidades del ser las verdades se ocultan bajo las formas engañosas de los símbolos. Serpientes, quizás violencia, muerte, tentación. El planeta, lo desconocido, lo metafísico, el anhelo de saltar el límite. Sólo especulaciones.
Póker, full, escalera, pierna. El juego regala su suerte al pelado y al hombre mayor. Los otros dos ven desaparecer sus fichas lentamente; no se rinden, sacan otra caja, apuestan a darle un giro a ese destino implacable en cada reparto de cartas. El de los hombros anchos saca un pañuelo, se seca la frente húmeda de transpiración. Voy a buscar algo de tomar, dice, ¿alguien quiere algo? Los demás, impacientes, lo siguen con la mirada hasta la cocina. Las cartas sobre la mesa, defendidas con celo por las manos inquietas, descansan boca abajo esperando el regreso del jugador.
Las venas se hinchan. Todo parece moverse y la imagen se vuelve borrosa para la cámara. Es evidente que este hombre está demasiado nervioso, nos dificulta el trabajo con tanta ansiedad. Serpiente y planeta desaparecen bajo una bruma oscura, emerge otro texto: Sin padre, nacido sin padre. Lo buscó en cada despertar y se encontró con la nada. Por saber, agredió a su madre. Exigió respuestas. No le perdonó haberlo tenido así, con la mitad de su vida en blanco. Ella abrió los cajones de su memoria y sólo pudo darle un dato imposible: Él tenía un tatuaje en su brazo izquierdo.
Tres últimas fichas se aprietan en el puño del joven. El hombre mayor viene ganando, su capital se amontona ostentosamente frente a los ojos de nuestro perdedor. Va a apostar lo único que le queda cuando el hombre grande se queja de pronto del calor. Se levanta, y sacándose el saco se arremanga la camisa. Y ahí, frente a sus ojos, aparecen nítidamente en el brazo izquierdo dos serpientes y un planeta. Fin del CD.

JUANA SCHUSTER

INFORTUNIO

Cuando me pregunto si soy feliz, me digo que sólo a veces. No puedo compartir los desayunos de los patrones que siempre tienen una serpentina de humo surgiendo de los tazones calientes.
Las burlas son más frecuentes desde que comencé a envejecer. Tanto los dueños de la estancia como los peones, me ponen apodos peyorativos.
Desde que cumplo esta misión soy testigo de la fecundidad de la tierra. Los hombres trabajan hasta llegar al agotamiento. Todo brota en estas parcelas donde no hay necesidad de agregar nutrientes. Lamento no poder remontar vuelo como Pegaso y perderme en las letanías.
¡Cómo me gustaría participar en los simpáticos fogones que realizan las pobres gentes, sin contrato alguno y explotadas. Ellos descargan allí los lamentos con el alcohol y calman los dolores del alma. Es curioso notar cómo el contenido de las botellas esconde, disipa y adormece las penas de algunos seres. Desde la fragilidad de mi existencia, no puedo luchar. Don Hilario tiene que darse cuenta que no le ocasiono gastos. No sé si lo nota. Tiene los párpados cosidos con el hilo de la indiferencia. Antes estaba en el otro campo, donde los trigales se mecen abanicados por el viento. Tuvieron que llevarme en camión. No pude ni me es posible dar un paso. Me cambiaron las zapatillas. Viajé con los peones que no cesaban de reírse. Me distancian, me disipan, me anulan. Hace cuatro días se acercó uno de los bueyes. Me dijo que sabe que habrá una inundación.
¿Qué será de mí? Estoy paralizado. Comienzan a caer algunas gotas. Se están mojando los nuevos árboles cítricos que trajeron del vivero. Son unos extranjeros, enfermos de nostalgia. El agua llega a las pantorrillas. Mi sombrero gotea lágrimas. Quiero gritar. No hay sonido. El fuerte viento se interpone como un vidrio opaco. Nunca saldrán vocablos. El cielo se abre en toda su extensión y mis pies están en algo viscoso que me está tapando. Las cosas pierden altura, los alambrados se ven diferentes. No hay esperanza. El agua aumenta cada vez más y socava la tierra. Hay piedras y más piedras que sobresalen como lomos muertos. Mi cuerpo es arrastrado por la correntada. Ruedo, giro, sufro, me golpeo, me desfiguro.
¿Quién recordará a este pobre espantapájaros?

AMADO STORNI


LA REALIDAD Y LA UTOPÍA

Salió corriendo la Utopía huyendo de la Realidad. Sus pasos parecían firmes y seguros pero su huída era una huída desesperada y sin control. A cada paso que daba la Utopía, la Realidad daba dos más.
En su afán de no ser alcanzada la Utopía buscó ayuda. Fue así como se encontró con un banquero, pero éste, preocupado por la bolsa y las divisas, interesado de interés y capital, ni siquiera la escuchó.
En su atropellado caminar la Utopía se encontró con un clérigo que al principio puso interés en escucharla. Parecían hablar el mismo idioma aunque a veces no se entendían. Y es que la vida espiritual de la que hablaba el sacerdote no era la misma que la de la Utopía. Su vida era una vida que después de la vida se construía con los cimientos de una fe en la que ni el mismo clérigo creía.
La Utopía siguió huyendo y fue entonces cuando se encontró con un político al que la Utopía reconoció enseguida. Ambos, en un tiempo pasado no muy lejano, habían caminado juntos y cogidos de la mano. Pero terminada la campaña electoral y cuando aquél consiguió el status que buscaba, la Utopía volvió a quedarse sola. Y el político, creíble y diplomático, le dio la espalda.
La Utopía también se encontró con un hombre. Un hombre que fue adolescente. Un adolescente que fue niño. Y ese hombre al que la Utopía ilusionó de niño y también de adolescente, ni siquiera la saludó porque no la conocía.
Al tiempo de ser alcanzada por la Realidad, la Utopía se encontró con un poeta, atropellado de versos e indómito de sueños incurables. El poeta parecía distante, pero cuando la Utopía se detuvo a hablar con él, éste la escuchó. Ambos se entendieron y se saludaron porque ambos se reconocían. Y vio la Utopía que con el poeta se sentía segura. Al oir llegar a la Realidad la Utopía se escondió. La Realidad se detuvo ante el poeta y le preguntó si había visto pasar a la Utopía. Pero ni el poeta entendía a la Realidad ni la Realidad se entendía con el poeta porque a lo que la Realidad llamaba Utopía era la realidad del poeta. Y cansada de ese mal entendimiento la Realidad se tuvo que marchar. Fue entonces cuando la Utopía se metió en el cuerpo del poeta porque sintió que ese era su verdadero hogar.
Es por eso que los poetas saben tanto de sueños y los sueños se llevan tan bien con los poetas.

LULÚ COLOMBO



EL MAGO Y LA OBRA


Lo perseguía siempre el vago presagio de su inminente muerte. Cuando planeó aquellos corredores y recámaras de frisos aúreos -que lo recordarían para la posteridad- no pensaba que aquel único y atribulado habitante sería acusado de soberbia -también se había escrito que "tal vez lo fuese de misantropía, y tal vez de locura", y que le sustraería la merecida fama. Se movió la maravillosa criatura, aquella, la de millares de ojos curiosos y alas más rápidas que el viento; la viajera fama velozmente lo abandonaría por ese abominable ser, famoso ya hasta lo intolerable, aun siendo fruto de la blasfemia. De aquellos espesos muros el mar desvanece la sola evocación del terror, y el mar azul del que emerge el atlético toro que fascinó a una reina es sólo recuerdo envuelto en brisas, así lo evoco. Él siguió su vuelo perseguido por sus hazañas y el fervor de su peor enemigo. No quería ser recordado por sus antiguas glorias e ingeniosidades y mucho menos por el desolado habitante de su obra maestra, aquel que esperaba descansar cuando su matador lo redimiese - estaba ya escrito. Este magnífico creador, capaz de pensar todos los espacios y llenar el paisaje de muros que ocultaban jardines y habitaciones, salas y celdas, corredores sinuosos y estrechos pasadizos, sólo para que el habitante se consolase de su horror y soledad, no admitiría nunca que el ser oculto le robase los favores de la fama, aún sin proponérselo. A él, que lo había dado todo por la gloria, y la obra... la obra ya no tenía la menor importancia. Llegó a matar a su sobrino por haber inventado ciertas técnicas para las nuevas construcciones, así era él. Cuando lo veo relajado en el agua, en esa beatífica pose, mal comprendo que todos hayan querido contemplar esto y que al fin y al cabo yo lo haya logrado: yo terminé la obra de mi padre y seré recordado por siempre, no será mi acto, será mi obra. Ahora yace en la recámara de jade y mármol, sólo, como aquel desolado habitante del palacio, cubierto apenas por blancos pliegues del albo paño, y ese cáliz que no ha tocado, y las flores que fueron dispuestas a su placer, infinitos pétalos del color del té, como el cutis de las mujeres que le enviaba mi padre para su placer. Mal sabía que los siglos le devolverían el brillo de sus sensuales estatuas, las sinuosidades del palacio de extraños espacios y caminos que nos llevan a ningún lugar y a todos los lugares, sólo para honrar su talento. Aquí está, se había preguntado si la vida era eso, sus dioses eran los que pagaban con creces los favores de su inteligencia y la magia de su saber. De los placeres que todos los humanos desean, la escurridiza Fama le hacía perder el sueño, y luego fuera ella la que finalmente le hiciera perder la cabeza, hasta perder la vida. Le fuera entregado el talento de soñar los espacios y de crear instrumentos para hacer realidad las aphrodisias y los deseos de inmortalidad. Así construyó el palacio, allí escondieron a aquel desdichado y él fue colmado de riquezas. El oro no le interesaba, él soñaba. Y soñó subir al sol sin fundirse en él. Estaba escrito que su fin sería abrazador, una sinuosa incandescencia le llevaría al río de las ánimas y a recordar los pasadizos, las estatuas, las perfectas curvas de aquellos corredores donde tantas víctimas se habían extraviado. Se lo había advertido el mantis pero no hizo caso, estaba ocupado en la concepción de un gran monumento para mi padre. Llegaba recién del norte y ya de él se contaban audacias y maravillas, habitado siempre por el dios del sueño, dulce y atroz. Decían que no había llegado por el agua y que era "señor de vientos y brisas". Sabíamos que lo llamaban "el mago", y también que había huido con su hijo. Mi padre lo hizo funcionario de alto rango; le dio poder para que hiciera de este lugar el más inolvidable paraíso y fuera recordado por las magníficas construcciones. Sus enemigos no le dieron mucho respiro. Confieso que tenía bien ganado el apodo de "el mago", con astucia eludía siempre trampas y emboscadas, hasta hoy. Yo también seré conocido, la posteridad me conocerá por mi acto, no sólo aquellos pocos que tengan el coraje de investigar lo que ocurrió. Había llegado al fin de las obras y las plataformas del estilóbato se veían de forma tal que a golpe de vista los escalones parecían sertodos iguales, siendo todos desiguales, y había calculado la curvatura de las superficies planas que corregía todo tipo de ilusión óptica, así era él. La cuadratura del círculo estaba allí, asombrosa. Cuando lo vi por primera vez, estaba quieto mirando el mar, noté el brillo oscuro con que oteaba la costa lejana, su tierra. Debía seguirlo y estudiar hasta sus menores gestos: era orden de mi padre. Yo le llevaba ventaja, sabía quién era esa engañosa apariencia y el sutil talento para poner curvas en planos y moldear legendarios frontispicios. Yo conocí el alado cincel del que salieron diosas rosadas y azules faunos, y los rayos de Zeus de nacarado esplendor bañando el rostro suplicante de Tetis. Enumerar lo bello y lo infinito es vano, desmesurado, provocador. Las luces del atardecer bajaron sobre el mar, la playa se llenó de fuegos y aroma de maderas raras y carne asada. Una flauta deslizaba alegría entre las rocas y el aire era perfecto; acunaba el mar los barcos allá abajo en la protegida bahía. La obra estaba acabada, preparábanse los festejos para recibirla de manos de su creador y admirarla; y éste es el día en que debí hacerlo. Mandé dos servidores a avisar que él estaba indispuesto. Fui a sus habitaciones dispuesto a cumplir mi cometido. Lo encontré preparándose para su día de gloria, cuando la ciudad entera esperaba homenajearlo; había logrado fieles adoradores y denostadores acérrimos. Los enemigos eran bastantes, servidores movidos por la humillación a que los sometiera habían fracasado en sus intentos de asesinarlo. Yo lo vigilaba día y noche pues el privilegio me estaba reservado. Los funcionarios también lo odiaban, envidiaban su prestigio junto a mi padre, su palabra era ley y sus deseos, órdenes. Todos los que le rodeaban tenían motivos para matarlo, menos yo, el más obediente de los hijos. Nadie podría pensar que sería capaz de semejante acto, en el nombre del padre, como nadie fue capaz de imaginar a mi padre como el mandante del crimen. Mucho tiempo hubo de pasar hasta saberse quién fuera el asesino y quién el mandante, el asombro recorre las centurias; en la gloria hube de entrar también. Veo su semblante asombrado y mi rostro en su pupila muerta, de mí fue del único que no se cuidó. Mi padre le rendía honores y lo tenía convencido de su lealtad, al morir supo la verdad: mi padre lo odiaba. No niego que lo admiré, aquella mente era capaz de crear lo que yo jamás podría, pero yo fui capaz de crear esto, una bella composición: él, reclinado en la bañera, esculpido en mármol, la túnica mojada pegada al cuerpo exhalando vapores, hay una bruma espesa y caliente que sube del agua, marchita los pétalos y busca las columnas hasta disiparse en el azul estrellado de la noche, la luz le ilumina el rostro cerúleo y hace caer una sombra de su nariz a la boca arqueada por el golpe de calor. El antes crispado brazo, ahora rendido toca el verde jade del fastuoso suelo. Penetra el vapor y suave va vistiendo las ropas de espléndidas tramas orladas de brillos que esperan en vano adornar su gloria, y las va opacando. Extraordinario, como él, es el cálculo de tuberías para calentar las aguas de la casa de mi padre. De él fue la idea -después de todo- de tornar peligrosas a estas aguas. Le ofrecí un cáliz de vino pero no quiso beber, lástima; estaba excitado por las honras y nada sospechó. Vaporosas esencias excitaban los sentidos cargando el ambiente cuando entró a la estupenda bañera ornada de broncíneos faunos. Sólo tuve que sujetarle la nuca con una cuerda. Enseguida le hice conocer los designios que estaban escritos para él desde que pisara estas playas, y asombrado comprendió. Balbuceó algo, no entendí.
- La luz ya huye de mis ojos, no veré más el dorado sol ni sentiré la brisa del mar en las sienes, dijo, y aflojáronse sus rodillas. Pífanos y flautas en su honor jugueteaban con la piedra desde lo alto del monte adivinado.
Yo, finalmente, he concluido mi cuadro.

*Lulú Colombo. Escritora. Primer Premio Nacional de Creatividad en Prosa de la Secretaría de Cultura da la Nación por "Encrucijada y otros cuentos". 2004. Autora de "Protextos". Poesía Social. 2004; "La coreografía de los Mares" .2002. "Haycus". 2003. "Gente de tierra, de agua y de aires". 2006. Premio "Cuentistas Rosarinos". 1998-1999-2000. UNR Editora. Universidad Nacional de Rosario. Premio UNL Conmemoración Aniversario de la Facultad de Química. 1999.