LA ÚLTIMA VEZ QUE VI A MI PADRE
La última vez que vi a mi padre, tenía 86 años. Yo lo había ido a visitar a su domicilio, donde también funcionaba su atelier de sastrería, para invitarlo a la celebración de la Pascua cristiana que se realizaría en mi casa. Podía haberlo llamado por teléfono y ahorrarme la molestia, pero a mi padre le gustaban las formalidades y en sus valores, la familia era un templo sagrado.
-Vení, sentáte- me dijo, mientras recogía el diario La Nación que estaba en el sillón contiguo al suyo, separados por una mesita donde descansaba el velador, un paquete de cigarrillos y el cenicero de onix que le regalara.
-Mirá, te voy a decir la verdad, estoy saliendo con una señora y voy a pasar la fiesta con ella-. Yo quedé mudo, aunque algo sabía de esa relación, pero no de su boca. Él se levantó de su asiento y fue hasta el mueble que oficiaba de bar, discoteca y depósito de libros, y sirvió dos vasos con whisky. Sólo atiné a decirle que hiciera lo que creía conveniente, dándole a entender que comprendía la situación. Las conversaciones con mi padre eran siempre así, llenas de medias palabras, sobreentendidos, gestos y ausencias que eran necesarias interpretar. Me fui preguntándome qué me habría querido decir y con la sensación conocida de que otra vez me estaba mintiendo.
Semanas después volví, toqué el timbre pero nadie respondió a mi llamado. El encargado del edificio, al verme, me entregó un sobre de papel madera y un juego de llaves. En el interior del departamento estaba todo en orden, y en el sillón de costumbre, La Nación del día anterior. "Ocupate de todo", decía la nota dentro del sobre.
Revise sus pertenencias, miré el placard de la ropa, abrí los cajones de los armarios, controlé los útiles de trabajo y en el botiquín del baño encontré las pastillas para el corazón. Nada me hizo suponer, entonces, que se había ido de viaje.
Ocupate de todo, era la frase que no llegaba a comprender. Tenía claro que debía pagar los servicios, mantener la casa funcionando y entregar la ropa de los clientes que colgaban del perchero. Ya lo había hecho una vez cuando mi padre desapareció sin avisar y unas semanas después me enteré que había viajado a la ciudad de Marsalla, para probarle una pilcha al capo mafia del lugar, íntimo amigo de un diputado nacional cliente de mi viejo. En otra ocasión en la que estuvo ausente, tuve que imitarle la firma en una escritura pública con la complicidad del escribano Méndez, otro de sus amigazos. Todo había comenzado, ahora lo recuerdo, cuando yo tenía 8 años, y mi padre me llevó a ver una propiedad en construcción que había comprado en la zona céntrica, y me dijo: "Este departamento lo compre para tu madre, pero no le digas nada, es nuestro secreto".
En ese momento mi deseo era dejar todo como estaba y mandarme a mudar. Pero no pude. A los pocos días me mude a la sastrería. Empecé a contestar sus llamados, volví a fumar, bebí whisky importado, cite a sus clientes y me convertí en sastre usando los moldes que mi padre tenía de cada uno de ellos. Llamé a su colaborador para que me ayudara en el negocio, y al poco tiempo fui era famoso entre las mujeres, haciéndoles los famosos trajecitos sastre como el que usaba Eva Perón.
Me despidieron del trabajo, mi esposa me pidió el divorcio y mis hijos reclamaron por mi presencia. Pero mi padre seguía sin aparecer. Una parte de mis sentimientos quería que volviera para quitarme el peso que significaba ocuparme de todo, y otra parte, deseaba que no apareciera nunca más.
Pasaron los días, los meses y los años. Yo me enriquecí y con la plata disfruté de la vida como nunca lo había hecho. Hice amigos en los círculos selectos de la sociedad, tuve muchas amantes, mujeres finas todas ellas, con las que olvidé todo el pasado y me convertí en un verdadero dandy porteño.
Ayer me visito mi hijo mayor para invitarme a la celebración de la Pascua cristiana, me dio vergüenza decirle que no podía ir, que tenía un compromiso con una señora con la que estaba saliendo. Me sentí culpable porque la familia es sagrada. No sé cómo lo habrá tomado, es tan poco demostrativo.
La última vez que vi a mi padre, tenía 86 años. Yo lo había ido a visitar a su domicilio, donde también funcionaba su atelier de sastrería, para invitarlo a la celebración de la Pascua cristiana que se realizaría en mi casa. Podía haberlo llamado por teléfono y ahorrarme la molestia, pero a mi padre le gustaban las formalidades y en sus valores, la familia era un templo sagrado.
-Vení, sentáte- me dijo, mientras recogía el diario La Nación que estaba en el sillón contiguo al suyo, separados por una mesita donde descansaba el velador, un paquete de cigarrillos y el cenicero de onix que le regalara.
-Mirá, te voy a decir la verdad, estoy saliendo con una señora y voy a pasar la fiesta con ella-. Yo quedé mudo, aunque algo sabía de esa relación, pero no de su boca. Él se levantó de su asiento y fue hasta el mueble que oficiaba de bar, discoteca y depósito de libros, y sirvió dos vasos con whisky. Sólo atiné a decirle que hiciera lo que creía conveniente, dándole a entender que comprendía la situación. Las conversaciones con mi padre eran siempre así, llenas de medias palabras, sobreentendidos, gestos y ausencias que eran necesarias interpretar. Me fui preguntándome qué me habría querido decir y con la sensación conocida de que otra vez me estaba mintiendo.
Semanas después volví, toqué el timbre pero nadie respondió a mi llamado. El encargado del edificio, al verme, me entregó un sobre de papel madera y un juego de llaves. En el interior del departamento estaba todo en orden, y en el sillón de costumbre, La Nación del día anterior. "Ocupate de todo", decía la nota dentro del sobre.
Revise sus pertenencias, miré el placard de la ropa, abrí los cajones de los armarios, controlé los útiles de trabajo y en el botiquín del baño encontré las pastillas para el corazón. Nada me hizo suponer, entonces, que se había ido de viaje.
Ocupate de todo, era la frase que no llegaba a comprender. Tenía claro que debía pagar los servicios, mantener la casa funcionando y entregar la ropa de los clientes que colgaban del perchero. Ya lo había hecho una vez cuando mi padre desapareció sin avisar y unas semanas después me enteré que había viajado a la ciudad de Marsalla, para probarle una pilcha al capo mafia del lugar, íntimo amigo de un diputado nacional cliente de mi viejo. En otra ocasión en la que estuvo ausente, tuve que imitarle la firma en una escritura pública con la complicidad del escribano Méndez, otro de sus amigazos. Todo había comenzado, ahora lo recuerdo, cuando yo tenía 8 años, y mi padre me llevó a ver una propiedad en construcción que había comprado en la zona céntrica, y me dijo: "Este departamento lo compre para tu madre, pero no le digas nada, es nuestro secreto".
En ese momento mi deseo era dejar todo como estaba y mandarme a mudar. Pero no pude. A los pocos días me mude a la sastrería. Empecé a contestar sus llamados, volví a fumar, bebí whisky importado, cite a sus clientes y me convertí en sastre usando los moldes que mi padre tenía de cada uno de ellos. Llamé a su colaborador para que me ayudara en el negocio, y al poco tiempo fui era famoso entre las mujeres, haciéndoles los famosos trajecitos sastre como el que usaba Eva Perón.
Me despidieron del trabajo, mi esposa me pidió el divorcio y mis hijos reclamaron por mi presencia. Pero mi padre seguía sin aparecer. Una parte de mis sentimientos quería que volviera para quitarme el peso que significaba ocuparme de todo, y otra parte, deseaba que no apareciera nunca más.
Pasaron los días, los meses y los años. Yo me enriquecí y con la plata disfruté de la vida como nunca lo había hecho. Hice amigos en los círculos selectos de la sociedad, tuve muchas amantes, mujeres finas todas ellas, con las que olvidé todo el pasado y me convertí en un verdadero dandy porteño.
Ayer me visito mi hijo mayor para invitarme a la celebración de la Pascua cristiana, me dio vergüenza decirle que no podía ir, que tenía un compromiso con una señora con la que estaba saliendo. Me sentí culpable porque la familia es sagrada. No sé cómo lo habrá tomado, es tan poco demostrativo.
2 comentarios:
UN GUSTO LEERLOS.... SIGAN ADELANTE. FELICITACIONES
LILIANA
Carlos: gracias por mandarme la revista.avisame cuando se empiezan a reunir de vuelta asi paso a saludarlos.besos y saludos.Javier Madeo
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