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El carrito de feria
Lulú Colombo
Lo
observó asombrada por la prestancia y el
corte perfecto de sus ropas. Qué andará arrastraba el sol en el
destartalado carrito de la feria, como todos los jueves de todas las semanas de
toda su vida. Un cuerpo vegetal se mecía a sus espaldas con brazos de apio,
narices de machucho y sonrisa alegre de sandía. Fin de feria. Los chicuelos
sucios recogían los restos. El olor de flores y frutas atravesaba los toldos
para unirse en el aire con el recuerdo del mar entre gritos y carcajadas de
mestizos y orientales. Las tiendas iban desapareciendo en los camiones y la
cerveza circulaba entre los hombres. Un día más, pensó, es el último jueves de
junio. Ya estamos a fin de mes. Debo apurarme, todavía tengo que acomodar las
compras antes de preparar el almuerzo.
Bajó
la ladera automáticamente seguida del batir de las ruedas que se atascaban en
la calzada desigual. Al doblar la segunda esquina vio al hombre que avanzaba
majestuoso haciendo por aquí, a pie, pensó mientras se cruzaban; su pensar fue
detenido por una voz que le pedía auxilio. Se dio vuelta y allí estaba aquel
hombre apuesto, esperándola. Se le acercó curiosa y se dejó atrapar por el halo
de importado que lo envolvía. Auxilio, había gritado y esa palabra sólo escuchada
hasta ese día en la televisión, se le hizo realidad en la mañana de sol. Estaba
parado y tieso como un emperador. Necesito llegar a la avenida y no sé dónde
estoy. Soplos de belleza y pena la
empujaron a guiarlo. No se preocupe, espere que dé vuelta el carrito y lo
acompaño. Es usted una persona muy buena. He salido hace varias horas y nadie
me ha querido ayudar. Tengo que ir al hospital que está en la avenida, dijo.
Ella lo tomó fuertemente del brazo como una novia que baja del altar. Y
subieron y bajaron laderas conversando y ella lo sostenía con vigor y le
avisaba dónde pisar para driblar los peligros de las calzadas desparejas.
Llegaron a las puertas del severo edificio. Hemos llegado, estamos en la puerta
principal.
Ir
y venir de sufrientes, médicos y vendedores ambulantes en el hall. Filas
silenciosas. Olores indescriptibles.
Le
agradezco haberme acompañado. Sólo quiero pedirle un último favor. Necesito
llegar a la morgue. Todo esto parece ser tan grande. Tengo que reconocer un
cuerpo, no se lo dije antes pues estas son cosas penosas y asustadoras, pero me
parece que usted es una persona que puede comprender. Está bien, no se
preocupe, lo llevaré, no me cuesta nada y no me agradezca. Supongo que si
estuviera en su lugar, alguien me ayudaría también. Pues no lo crea, las cosas
no son así en realidad, dijo el hombre.
Ella les abría camino, el carrito con sus brazos de apio caídos se desplazaba a
sus espaldas.
Y
llegaron por fin. Puerta alta. Leyó en voz alta "Morgue" y empujó la
pesada hoja.
Nadie
los detuvo y entraron. En las mesas yacían bultos tapados. Ella se estremeció y
soltó el brazo del hombre y el carrito. Bueno, creo que ahora lo puedo dejar,
debo irme, ya es tarde. Una voz grave a sus espaldas surgió para decirle que
efectivamente ya era tarde. Ella se vió de repente parada en una morgue. Sólo
las había visto en las películas. El carrito de la feria era lo único colorido
en esa sala. Quien le hablara era un sujeto vestido de verde, ojos achinados.
Este es Guish, mi ayudante, le dijo majestuoso, mientras se quitaba los modernos
anteojos de sol. Ella pudo ver la ausencia de pupilas que, sin embargo,
observan. Cálmese, le dijo, quiero mostrarle algo, necesito su ayuda para
reconocer un cuerpo. No se asuste. Venga, la tomó de la mano con firmeza y la
llevó hacia una de las mesas. Ella estaba paralizada y no se resistió. Algo se
había roto en su interior. El hombre se había colocado los elegantes anteojos
oscuros y de su cuerpo tan vital las esencias importadas salían a mezclarse con
el olor de la muerte embalsamada. Los ojos achinados de Guish la contemplaban
agazapados como un felino.
La
sábana fue corrida con cuidado y apareció el la imagen. Era una mujer de media
edad, piel lisa y semblante sereno. Su rostro le recordaba a alguien y le
producía un indefinible espanto. Cuando miró sus ropas, el terror se le alojó
en las rodillas. El hombre la sostuvo y algo le murmuró al oído. Ella le
describió la mujer lo mejor que pudo y mientras hablaba, el cadáver se le iba
haciendo más espantosamente familiar. Cómo está vestida, le preguntó. Ella fue
mirando y trasmitiendo lo que veía. Se miró y comprobó con horror que la muerta
tenía la misma ropa y los mismos zapatos que ella.
No
podía entender qué estaba sucediendo pues ya no había espacio ni tiempo en su mente.
Cuando vio la pulsera china en la muñeca y el anillo que le había hecho un
artesano en la montaña, reaccionó. Por favor, esta mujer se me parece, qué está
pasando, de dónde salió todo esto. Cálmese señora. Como ya le dijo Guish, es
tarde. Venga conmigo, mi nombre es Mardek. Vengo de muy lejos en el tiempo.
Explícale Guish de que se trata. Ella posó sin querer sus ojos en el carrito de
verduras abandonado cerca de la puerta y esto le hizo ordenar sus ideas y
serenarse. Antes de irme me gustaría saber el nombre, la edad y la circunstancia
de la muerte de esa mujer, dijo ya recompuesta ella, con la tranquilizadora
convicción de que se trataba de una macabra coincidencia y de que trasponiendo
la puerta, saldría de ese inexplicable escenario de semejanzas alucinatorias.
Guish,
cruzado de brazos, no parecía estar cuidando la salida. Sacó de algún lado un
papel y antes de comenzar a leer, Mardek lo paró con un gesto. Quiero saber si
usted está segura de que quiere saber quién es la muerta, la edad y la circunstancia
de su muerte. Y si sabe el riesgo que eso implica. Piénselo.
Ella
lo miró sin entender y con la idea fija de salir y hacer la denuncia a la
policía no sabía bien de qué. Algo era criminal en todo esto y la policía
podría resolverlo. Si, respondió tajante. No veo ningún riesgo en saber la
identidad de una pobre muerta, sólo porque
se parece increíblemente, que estoy viva, aunque yo no tenga nada que
ver. Pariente no puede ser, ya que yo no tengo parientes mujeres de esa edad,
es más, la mayoría de mis parientes ya fallecieron y los que están vivos, están
muy lejos. Recuerde, replicó Mardek, que yo le pedí ayuda para reconocer un
cuerpo, no es usted la que tiene que reconocer nada. Señor Mardek, supongo que
usted no pensará que enloquecí como para creer que esa muerta soy yo, porque
prácticamente cuando se la describí, me di cuenta de que era como si estuviera
describiéndome a mí misma. Es lógico que estoy conmovida con tan horrorosa
coincidencia, pero si pensé por un instante que yo era la muerta, naturalmente
enseguida me di cuenta de que eso era
imposible. Le repito, me impresiona, pero sé que yo no soy ella. Por eso me
gustaría, antes de irme, como le dije, saber quién era. Si no hubiera habido
esta coincidencia, es claro que no lo preguntaría.
Quiero
aclararle señora que aquí no hay coincidencias, dijo Guish con mucha calma. Esperaba
que viniera con Mardek, precisamente hoy, pero usted podía elegir. Díle Guish
de quién se trata y no omitas ningún detalle, dijo Mardek instándolo a
continuar. Pues bien, ya que está decidida y quiere saber, se lo diré, se trata
de Tania Alves Forbes, de cuarenta y un años, soltera, vivía en la calle Melo y
falleció instantáneamente el último jueves de junio, al cruzar la calle de la
feria del brazo de un ciego.
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