La cabeza de los peces
Marisa Presti
Alexia
se quedó con los ojos fijos sobre las encrespadas puntas de las olas. Era
temprano. El sol apenas se asomaba tímido, casi diluyéndose en los contornos de
la playa. Desde donde podía ver, la arena se estiraba en un sinfín inabarcable,
desierta y tentadora.
Cualquier
otro se hubiera decidido por salir a caminar, pero ella no. Estaba hastiada de
todo, ya ni la naturaleza parecía animarla.
Dejó
caer la mano que sostenía la cortina de voile y miró el departamento que hacía
muy pocos días habitaba. No tendría que haber venido, pensó. Era paradójico,
porque siempre, desde chica, amó el mar más que a ninguna otra cosa. Cualquier
oportunidad era buena para escapar de Buenos Aires, de su ruido, de la gente
alterada y nerviosa, y zambullirse en el placer de ver el horizonte. Nelson la
conocía lo suficiente como para saber que le iba a costar mucho resistirse a
una invitación así.
No
puedo dejar de ir, le había dicho, pero si venís conmigo podemos pasarla
bárbaro. Dale, pedí unos días en el laburo. La vida es corta, por una vez dejá
de ser tan responsable. Ella esgrimió varias excusas, pero Nelson las derrotó a
todas. Sonrió levemente, recordándolo. Cuando quería, pensó para sí, podía ser
muy persuasivo.
Lo
había conocido en la filmación de un corto. Se lo presentaron como el nuevo
asistente de dirección, porque Carlos, el anterior, estaba a cargo de una
producción documental en las islas Galápagos y no iba a volver al equipo por
varios meses. Le gustó de entrada, nunca supo bien por qué. Quizás por eso de
la química de la que tanto hablan. El pareció intuirlo, porque le retuvo la
mano más de lo acostumbrado. Sin querer, bajó la vista ante su mirada
penetrante y seductora. Tendría que haberlo sospechado, pero no, se dejó llevar
como si un imán poderoso la atrajera más y más.
Y
ahora estaba ahí. Atrapada entre dos seres que parecían jugar con la
existencia. Divertirse con su estupor. Desafiarla a cada segundo. ¿Qué le
impedía irse? Solo tenía que aprovechar estos breves momentos de soledad para
meter todas sus cosas en el bolso y garabatear una nota con cualquier excusa.
No estaba lejos de la terminal. Hasta si quería podía ir caminando.
Sin
saber qué hacer, se acercó a la biblioteca tipo modular donde estaba el
televisor y el equipo de audio. Automáticamente prendió la tele. Un noticiero
local pronosticaba lluvias y tormentas en toda la costa. Es lo que me faltaba,
pensó. Nunca me gustó viajar con truenos y relámpagos, y menos de noche. Tal
vez tendría que esperar que vuelva el buen tiempo.
Tomó
uno de los libros que se acomodaban entre los estantes y lo abrió al azar.
"Mira en el plato, sobre la mesa dispuesta alegremente, la rara expresión
en la cabeza de los peces". Leyó una y otra vez, palabra por palabra,
lentamente. Dejó el libro en su lugar y se dejó caer sobre uno de los sillones.
La rara expresión en la cabeza de los peces, repitió en voz muy baja, la rara
expresión en la cabeza de los peces...
Recordó
de pronto a su mamá, encorvada sobre la vieja mesada de mármol tratando de
limpiar unos olorosos pejerreyes. El cuchillo iba y venía con decisión,
abriendo lateralmente aquella carne blanca y escamosa, mientras ella, en la
impiedad de la infancia, jugueteaba con las cabezas desechadas, sin reparar, o
quizás sí, en los ojos vidriosos abiertos sin sentido que hoy, de pronto, le
parecían suplicantes. Nunca le había gustado todo eso. Y sabía que a su madre
tampoco; casi siempre hacía el trabajo con mal humor, sometida a los placeres
de su padre que insistía en llevar a la casa los resultados de sus excursiones
de pesca. A la hora de la comida, en aquella mesa familiar pulcramente
dispuesta, su madre siempre se excusaba de probar el pescado aludiendo algún
repentino dolor de estómago. Y ella, obligada por la mirada del padre, lo comía
con desgano. Acaso impresionada por las cabezas mártires.
Se
calzó unas zapatillas y bajó a la playa. Ahí, escondidos en la inmensidad del
mar, muchos peces todavía disfrutaban de la vida. Pero ¿ hasta cuándo?, se
preguntó. Empezó a sentir una leve inquietud. Nelson también alguna vez le había dirigido una mirada suplicante.
Sobre
todo al comienzo, cuando todavía la relación entre ellos era estrictamente
laboral porque ella no le permitía otra cosa. Pero después, con la misma
insistencia en que las olas vuelven una y otra vez sobre la playa, él la llevó
a su departamento y la amó lenta y cuidadosamente. De una manera tal, que ella
jamás pudo volver a negarle nada. Como una red, pensó. Y un intenso olor a mar
la invadió totalmente.
Un
día le contó que estaba separado de su mujer. Todavía no habían arreglado los
papeles del divorcio por cuestiones económicas en las que nunca se ponían de
acuerdo. Y le contó también que su ex era modelo.Cuando le dijo el nombre,
Alexia se sorprendió. Era una de las más conocidas del ambiente.
Evocó
su figura. De cabellos largos y sedosos. Alta, de andar casi felino. Un rostro
anguloso, de pómulos marcados y ojos seductores, se combinaban con un cuerpo
perfecto. Aquella vez se preguntó por qué Nelson se había fijado en ella. No
tenía con qué competir ante tanta belleza. Y sin querer, le tuvo bronca de
entrada.
Se
sacó las zapatillas y empezó a caminar. El frío de la arena la acobardó un
poco, pero decidió seguir. Quizás, con un poco de suerte, lograba que se le
hiciera tarde y no tendría que soportar verlos llegar al departamento como si
nada. Se agachó para recoger unos caracoles, de tornasoles rosados y grises,
pero al acercarlos a la vista vio que estaban quebrados y los tiró. No pudo
evitar pensar en el engaño. Muchas cosas que parecen bellas, en realidad no son
íntegras. Como Nelson. O quizás como ella misma.
Mirá,
no seas así, comprendé lo que me pasa, le había dicho, es por unos pocos días.
¿O preferís que me vaya solo con ella? Estuvo a punto de decirle que sí, que se
fuera con ella al mismísimo infierno, pero una vez más la mirada suplicante y
las manos ardientes que recorrieron su cuerpo ahogaron las palabras. Hacía más
de un año que muchas palabras se habían ido enmudeciendo de a poco. ¿Cuándo se
dio cuenta? Ya ni recordaba.
Vos
sabés que las cuestiones legales no son sencillas. Y el departamento en Pinamar
es uno de los temas de discusión para el divorcio. Mara se empecinó en no
venderlo. Con mucho esfuerzo la convencí de que se puede sacar buena plata para
que ella compre lo que quiera por ahí nomás, porque le encanta el lugar. Y
bueno, la idea es ir por unos días y ver qué oferta nos hacen. Pero tenemos que
estar los dos, ¿entendés?
No
fue fácil convencerla. Hubo varias conversaciones antes de que se sentara en el
asiento trasero del 307 y viera pasar velozmente los mojones de la ruta dos. Le
había dicho: no me hagas esto, si no la llevo dice que no va. Pero, había
protestado Alexia, ¿por qué no viaja en remise?, plata no le falta. Bueno, hay
que darle el gusto para que firme la venta. Aguantemos sus caprichos, en poco
tiempo saldrá el divorcio y podremos empezar a pensar en nosotros. Recordó: la
rara expresión en la cabeza de los peces. Acaso ahora era ella la que la tenía.
Se le había ido dibujando de a poco.
Cuando
Mara pidió ir adelante porque el asiento de atrás la descomponía, Alexia sintió
que las pupilas se le endurecían y el camino se volvía un escenario borroso.
Nelson le guiñó el ojo por el espejo retrovisor, pero a ella le pareció que ni
siquiera podía esbozar una mueca. Y después, cuando llegaron a Pinamar y vio
que las valijas de todos eran llevadas por el portero al famoso departamento,
le empezó un extraño tic que ya no se pudo sacar. Nelson se rió, preguntándole
si se había puesto nerviosa por algo.
Encontró
un palo y con bronca lo hundió en la arena lo más profundo que pudo. Una ola
rebelde se acercó demasiado a la orilla y le mojó el borde de los pantalones.
El sol seguía demasiado tibio y Alexia maldijo por los pies helados,
irremediablemente empapados de arena. Un perro playero vino corriendo a
husmearla. Desenterró el palo y lo apartó con decisión.
No
entendés, había insistido Nelson la noche anterior. Si no la trato como dueña
de casa y ve que nosotros dos nos quedamos y ella se tiene que ir a un hotel,
se va a arruinar todo. No, no. Tampoco es bueno que nosotros nos vayamos a un
hotel porque Mara es muy miedosa y no va a aceptar quedarse sola. ¿Qué te
cuesta? Si es sólo por unos días. El lunes se termina la historia. Casi de
madrugada, ella se despertó angustiada y tanteó la cama, buscándolo. Su mano
quedó vacía. Sus ojos, heridos en la penumbra, se convirtieron en vidrio
oscuro.
Rara
expresión en la cabeza de los peces. Pez degollado, masacrado, torturado. Pez
muerto en el plato. Pez atormentado en el medio de la mesa. Alexia servida en
una fuente. Alexia cortada en trozos por el cuchillo de Nelson. Alexia
compartiendo el almuerzo y la cena en la punta del tenedor de Mara.
Vuelve
el perro hacia ella, salta, ladra. Alexia ya ha arrojado el palo lejos; ni se
da cuenta de su presencia. Lentamente, empieza a sacarse los pantalones, la
remera, la ropa interior. Camina hacia el mar. Ya no importa lo que pase el
lunes.
hace
cuarenta años? - pensó Amalia.
Milagros
nada decía, sólo miraba fijamente el escenario.
Cuando
el negro quedó vestido sólo con un escuetísimo slip dorado, sus atributos se
hicieron patentes, sin discusión ni dudas. Las mujeres, que masivamente ya se
habían puesto de pie, se desgañitaban pidiendo que también la última prenda
desapareciera. Y su deseo fue cumplido. Cuando el negro quedó totalmente
desnudo, una locura colectiva se apoderó de la concurrencia. Una oleada de
mujeres se volcó sobre el escenario tratando de tocar, palpar, acariciar,
cotejar medidas y grosores. La víctima se defendió con mucha gracia, aprovechando
la volada para meter mano en cuanta dama en edad de merecer se le puso a tiro.
A ésta altura estaba arrinconado sobre el borde del escenario, justo al lado de
Milagros quien, despavorida, quería huir, pese a que una fuerza misteriosa la
mantenía pegada a la silla.
Una
gorda cincuentona, a fuerza de codazos y empujones, había conseguido quedar
poco menos que adosada al protagonista de la batahola. Según declaraciones de
los testigos, la fémina, en su afán de palpar y verificar ese increíble miembro
clavó las uñas en una zona altamente sensible de la anatomía masculina. El
pobre negro trastabilló, pisó el borde de la tarima, y cayó sobre Milagros. La
silla se rompió con estrépito mientras la solterona quedaba tendida en el suelo
con el cuerpo desnudo del varón extendido sobre su virgen humanidad.
Se
encendieron las luces, dos forzudos guardaespaldas rescataron al negro, y
cuando las chicas se acercaron a Milagros la encontraron exánime.
La
sirena de la ambulancia perforó la quietud de la noche.
El
dictamen del forense fue concluyente: paro cardíaco provocado por emoción
extrema.
Corita resumió, durante el funeral, el sentir
unánime de las amigas:
-Pobre
Milagritos, al fin se dió el gusto de tener un hombre. Lástima que le duró tan
poco...
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