domingo, 23 de abril de 2017

Marisa Presti

                                       La cabeza de los peces 
Marisa Presti
 
Alexia se quedó con los ojos fijos sobre las encrespadas puntas de las olas. Era temprano. El sol apenas se asomaba tímido, casi diluyéndose en los contornos de la playa. Desde donde podía ver, la arena se estiraba en un sinfín inabarcable, desierta y tentadora.
Cualquier otro se hubiera decidido por salir a caminar, pero ella no. Estaba hastiada de todo, ya ni la naturaleza parecía animarla.
Dejó caer la mano que sostenía la cortina de voile y miró el departamento que hacía muy pocos días habitaba. No tendría que haber venido, pensó. Era paradójico, porque siempre, desde chica, amó el mar más que a ninguna otra cosa. Cualquier oportunidad era buena para escapar de Buenos Aires, de su ruido, de la gente alterada y nerviosa, y zambullirse en el placer de ver el horizonte. Nelson la conocía lo suficiente como para saber que le iba a costar mucho resistirse a una invitación así.
No puedo dejar de ir, le había dicho, pero si venís conmigo podemos pasarla bárbaro. Dale, pedí unos días en el laburo. La vida es corta, por una vez dejá de ser tan responsable. Ella esgrimió varias excusas, pero Nelson las derrotó a todas. Sonrió levemente, recordándolo. Cuando quería, pensó para sí, podía ser muy persuasivo.
Lo había conocido en la filmación de un corto. Se lo presentaron como el nuevo asistente de dirección, porque Carlos, el anterior, estaba a cargo de una producción documental en las islas Galápagos y no iba a volver al equipo por varios meses. Le gustó de entrada, nunca supo bien por qué. Quizás por eso de la química de la que tanto hablan. El pareció intuirlo, porque le retuvo la mano más de lo acostumbrado. Sin querer, bajó la vista ante su mirada penetrante y seductora. Tendría que haberlo sospechado, pero no, se dejó llevar como si un imán poderoso la atrajera más y más.
Y ahora estaba ahí. Atrapada entre dos seres que parecían jugar con la existencia. Divertirse con su estupor. Desafiarla a cada segundo. ¿Qué le impedía irse? Solo tenía que aprovechar estos breves momentos de soledad para meter todas sus cosas en el bolso y garabatear una nota con cualquier excusa. No estaba lejos de la terminal. Hasta si quería podía ir caminando.
Sin saber qué hacer, se acercó a la biblioteca tipo modular donde estaba el televisor y el equipo de audio. Automáticamente prendió la tele. Un noticiero local pronosticaba lluvias y tormentas en toda la costa. Es lo que me faltaba, pensó. Nunca me gustó viajar con truenos y relámpagos, y menos de noche. Tal vez tendría que esperar que vuelva el buen tiempo.
Tomó uno de los libros que se acomodaban entre los estantes y lo abrió al azar. "Mira en el plato, sobre la mesa dispuesta alegremente, la rara expresión en la cabeza de los peces". Leyó una y otra vez, palabra por palabra, lentamente. Dejó el libro en su lugar y se dejó caer sobre uno de los sillones. La rara expresión en la cabeza de los peces, repitió en voz muy baja, la rara expresión en la cabeza de los peces...
Recordó de pronto a su mamá, encorvada sobre la vieja mesada de mármol tratando de limpiar unos olorosos pejerreyes. El cuchillo iba y venía con decisión, abriendo lateralmente aquella carne blanca y escamosa, mientras ella, en la impiedad de la infancia, jugueteaba con las cabezas desechadas, sin reparar, o quizás sí, en los ojos vidriosos abiertos sin sentido que hoy, de pronto, le parecían suplicantes. Nunca le había gustado todo eso. Y sabía que a su madre tampoco; casi siempre hacía el trabajo con mal humor, sometida a los placeres de su padre que insistía en llevar a la casa los resultados de sus excursiones de pesca. A la hora de la comida, en aquella mesa familiar pulcramente dispuesta, su madre siempre se excusaba de probar el pescado aludiendo algún repentino dolor de estómago. Y ella, obligada por la mirada del padre, lo comía con desgano. Acaso impresionada por las cabezas mártires.
Se calzó unas zapatillas y bajó a la playa. Ahí, escondidos en la inmensidad del mar, muchos peces todavía disfrutaban de la vida. Pero ¿ hasta cuándo?, se preguntó. Empezó a sentir una leve inquietud. Nelson también alguna vez  le había dirigido una mirada suplicante.
Sobre todo al comienzo, cuando todavía la relación entre ellos era estrictamente laboral porque ella no le permitía otra cosa. Pero después, con la misma insistencia en que las olas vuelven una y otra vez sobre la playa, él la llevó a su departamento y la amó lenta y cuidadosamente. De una manera tal, que ella jamás pudo volver a negarle nada. Como una red, pensó. Y un intenso olor a mar la invadió totalmente.
Un día le contó que estaba separado de su mujer. Todavía no habían arreglado los papeles del divorcio por cuestiones económicas en las que nunca se ponían de acuerdo. Y le contó también que su ex era modelo.Cuando le dijo el nombre, Alexia se sorprendió. Era una de las más conocidas del ambiente.
Evocó su figura. De cabellos largos y sedosos. Alta, de andar casi felino. Un rostro anguloso, de pómulos marcados y ojos seductores, se combinaban con un cuerpo perfecto. Aquella vez se preguntó por qué Nelson se había fijado en ella. No tenía con qué competir ante tanta belleza. Y sin querer, le tuvo bronca de entrada.
Se sacó las zapatillas y empezó a caminar. El frío de la arena la acobardó un poco, pero decidió seguir. Quizás, con un poco de suerte, lograba que se le hiciera tarde y no tendría que soportar verlos llegar al departamento como si nada. Se agachó para recoger unos caracoles, de tornasoles rosados y grises, pero al acercarlos a la vista vio que estaban quebrados y los tiró. No pudo evitar pensar en el engaño. Muchas cosas que parecen bellas, en realidad no son íntegras. Como Nelson. O quizás como ella misma.
Mirá, no seas así, comprendé lo que me pasa, le había dicho, es por unos pocos días. ¿O preferís que me vaya solo con ella? Estuvo a punto de decirle que sí, que se fuera con ella al mismísimo infierno, pero una vez más la mirada suplicante y las manos ardientes que recorrieron su cuerpo ahogaron las palabras. Hacía más de un año que muchas palabras se habían ido enmudeciendo de a poco. ¿Cuándo se dio cuenta? Ya ni recordaba.
Vos sabés que las cuestiones legales no son sencillas. Y el departamento en Pinamar es uno de los temas de discusión para el divorcio. Mara se empecinó en no venderlo. Con mucho esfuerzo la convencí de que se puede sacar buena plata para que ella compre lo que quiera por ahí nomás, porque le encanta el lugar. Y bueno, la idea es ir por unos días y ver qué oferta nos hacen. Pero tenemos que estar los dos, ¿entendés?
No fue fácil convencerla. Hubo varias conversaciones antes de que se sentara en el asiento trasero del 307 y viera pasar velozmente los mojones de la ruta dos. Le había dicho: no me hagas esto, si no la llevo dice que no va. Pero, había protestado Alexia, ¿por qué no viaja en remise?, plata no le falta. Bueno, hay que darle el gusto para que firme la venta. Aguantemos sus caprichos, en poco tiempo saldrá el divorcio y podremos empezar a pensar en nosotros. Recordó: la rara expresión en la cabeza de los peces. Acaso ahora era ella la que la tenía. Se le había ido dibujando de a poco.
Cuando Mara pidió ir adelante porque el asiento de atrás la descomponía, Alexia sintió que las pupilas se le endurecían y el camino se volvía un escenario borroso. Nelson le guiñó el ojo por el espejo retrovisor, pero a ella le pareció que ni siquiera podía esbozar una mueca. Y después, cuando llegaron a Pinamar y vio que las valijas de todos eran llevadas por el portero al famoso departamento, le empezó un extraño tic que ya no se pudo sacar. Nelson se rió, preguntándole si se había puesto nerviosa por algo.
Encontró un palo y con bronca lo hundió en la arena lo más profundo que pudo. Una ola rebelde se acercó demasiado a la orilla y le mojó el borde de los pantalones. El sol seguía demasiado tibio y Alexia maldijo por los pies helados, irremediablemente empapados de arena. Un perro playero vino corriendo a husmearla. Desenterró el palo y lo apartó con decisión.
No entendés, había insistido Nelson la noche anterior. Si no la trato como dueña de casa y ve que nosotros dos nos quedamos y ella se tiene que ir a un hotel, se va a arruinar todo. No, no. Tampoco es bueno que nosotros nos vayamos a un hotel porque Mara es muy miedosa y no va a aceptar quedarse sola. ¿Qué te cuesta? Si es sólo por unos días. El lunes se termina la historia. Casi de madrugada, ella se despertó angustiada y tanteó la cama, buscándolo. Su mano quedó vacía. Sus ojos, heridos en la penumbra, se convirtieron en vidrio oscuro.
Rara expresión en la cabeza de los peces. Pez degollado, masacrado, torturado. Pez muerto en el plato. Pez atormentado en el medio de la mesa. Alexia servida en una fuente. Alexia cortada en trozos por el cuchillo de Nelson. Alexia compartiendo el almuerzo y la cena en la punta del tenedor de Mara.
Vuelve el perro hacia ella, salta, ladra. Alexia ya ha arrojado el palo lejos; ni se da cuenta de su presencia. Lentamente, empieza a sacarse los pantalones, la remera, la ropa interior. Camina hacia el mar. Ya no importa lo que pase el lunes.
hace cuarenta años? - pensó Amalia.
Milagros nada decía, sólo miraba fijamente el escenario.
Cuando el negro quedó vestido sólo con un escuetísimo slip dorado, sus atributos se hicieron patentes, sin discusión ni dudas. Las mujeres, que masivamente ya se habían puesto de pie, se desgañitaban pidiendo que también la última prenda desapareciera. Y su deseo fue cumplido. Cuando el negro quedó totalmente desnudo, una locura colectiva se apoderó de la concurrencia. Una oleada de mujeres se volcó sobre el escenario tratando de tocar, palpar, acariciar, cotejar medidas y grosores. La víctima se defendió con mucha gracia, aprovechando la volada para meter mano en cuanta dama en edad de merecer se le puso a tiro. A ésta altura estaba arrinconado sobre el borde del escenario, justo al lado de Milagros quien, despavorida, quería huir, pese a que una fuerza misteriosa la mantenía pegada a la silla.
Una gorda cincuentona, a fuerza de codazos y empujones, había conseguido quedar poco menos que adosada al protagonista de la batahola. Según declaraciones de los testigos, la fémina, en su afán de palpar y verificar ese increíble miembro clavó las uñas en una zona altamente sensible de la anatomía masculina. El pobre negro trastabilló, pisó el borde de la tarima, y cayó sobre Milagros. La silla se rompió con estrépito mientras la solterona quedaba tendida en el suelo con el cuerpo desnudo del varón extendido sobre su virgen humanidad.
Se encendieron las luces, dos forzudos guardaespaldas rescataron al negro, y cuando las chicas se acercaron a Milagros la encontraron exánime.
La sirena de la ambulancia perforó la quietud de la noche.
El dictamen del forense fue concluyente: paro cardíaco provocado por emoción extrema.
 Corita resumió, durante el funeral, el sentir unánime de las amigas:
-Pobre Milagritos, al fin se dió el gusto de tener un hombre. Lástima que le duró tan poco... 



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