¿Adiós Eduardo?
Luis Marcelo Gentiles
Cuando Paula se desperezó y
bostezó aparatosamente -estaba sentada como un Buda en la cama, en bombacha y
sin corpiño- le imprimió a su cuerpo un deslizamiento animal que a Eduardo,
recostado y fumando a su lado, le pareció una visión inmerecida, la
comprobación sumisa de que la silueta de su mujer congregaba la tenue luz
crepuscular que entraba por la ventana y el silencio espeso que los envolvía.
Pensé, consternado, si no había sido un verdadero canalla al hacer lo que había
hecho. Dudaba de la conveniencia de decírselo o no. Temía su reacción, su
probable enojo. Se pasó una mano por la frente y le dio varias pitadas al
cigarrillo. Ella lo miró y sonrió.
-¿Por qué no lo masticás? le
dijo.
-Estoy preocupado -
aprovechó para decirle él.
-¿Por?
-Mirá Paula, no sé como
decírtelo… no sé si lo vas a comprender…
-Probá.
-Rompí el pacto - dijo, nada
más. Sabía que son esas simples palabras ella comprendería. La miró para
comprobar la reacción: se había quedado inmóvil, con la mirada perdida en el
vacío.
-¿Cuándo? - preguntó después
de un momento, siempre sin mirarlo.
-Esta semana. Hice todo esta
semana. Y ya tengo los resultados.
-¿Y?
-Sí, Paula, yo puedo tener
hijos.
-Pasame un cigarrillo - dijo
ella, entonces.
Estuvieron un rato callados, ella pensando y
él esperando que lo diga. Se sentía culpable, ruin, como quien ha cometido un
acto infame, hacía siete años que estaban casados y no habían podido tener un
hijo. El se sentía acongojado pero ella, tal vez previniendo los reproches
mudos, le había pedido que no averiguara nunca quien de los dos era el
responsable. "Es mejor que no haya un humillado", le había dicho una
vez en la cocina. Y también había dicho: "Si tienen que venir ya vendrán,
Dios dirá ". Y ahora que él había roto su promesa, ella fumaba en silencio
y pensaba. Él sabía que este momento lo odiaba, aguardaba expectante su reacción
aunque estaba seguro sería extravagante, inusual.
-No te preocupes, todavía no
está todo dicho - dijo ella de pronto y rió, una carcajada helada que revelaba
su odio - ahora vamos a jugar - le dijo rozándole el hombro con las uñas rojas.
Abrió la mesita de luz y sacó un papel. Después un lápiz -Ahora te vas a ir al
baño - dijo. -Te vas a quedar encerrado un momento y yo voy a esconder este
papel en un lugar de la habitación. Lo tenés que encontrar porque en el papel
hay una clave, mi respuesta. Yo te voy a guiar, no te preocupes.
-No creo que sea oportuno
jugar a las adivinanzas, Paula. Yo sé que te resulta doloroso, una especie de
traición, pero…
-Haceme caso, Eduardo.
-Pero…
Lo empujó suavemente.
-Andá al baño, dale, sé
buenito. Yo te aviso cuando este listo.
Protestando, sintiendo que
el cuerpo le pesaba toneladas, se levantó de la cama y fue hasta el baño. Se
había llevado un cigarrillo y, una vea adentro, sintiéndose ridículo, se sentó
a fumarlo en el bidé. Trató de imaginar lo que diría Paula en ese papel.
Conociéndola como la conocía sabía que escribiría escuetamente: Me voy, o Adiós
Eduardo. Se inclinaba por la última posibilidad, era más elegante, más adecuado
a su estilo. Por un momento trató de pensar en su vida sin Pula, no podía
imaginarla. Era indudable que podía haber sido tonto al contarle lo de los
análisis, pero consideraba que su confidencia era una muestra de lealtad, un
modo decoroso de anunciarle que había roto el pacto.
-Ya podes salir -gritó
Paula.
Salió refunfuñando y
caminando pesadamente y pudo verla, bellísima, en la misma posición de antes,
más erguida. Los ojos le brillaban. Lamentó sinceramente haber sido tan veraz,
podía haberlo callado.
-Dale, buscá -le dijo ella.
-¿Pero cómo hago para
encontrar un papelito en esta habitación?
-Vos buscá que yo te guío.
Fue hasta la cómoda y abrió
un cajón con desgano.
-Helado -le dijo ella.
Se puso de rodillas y miró
debajo de la cama.
-Frío -dijo ella
-¿Frío, nomás? Entonces
estoy más cerca.
-Vos buscá.
Fue hasta la mesita de luz
del lado de ella y abrió el cajón.
-Muchísimo menos frío. Casi
tibio, diría.
-Entonces ya estoy a punto.
Se tiró cruzado en la cama y
abrió el cajón de la otra mesita de luz.
-Más frío.
-Entonces está por aquí
-dijo y volvió para atrás. Ella lo ayudó al pasar a su lado, dijo tibio.
-¿Tibio? -dijo él y se
detuvo. Levantó la almohada y ella permaneció en silencio. Sin embargo, allí no
había nada. La miró a los ojos y ella sostuvo la mirada. Le apoyó una mano en
la cabeza. Sorprendido, vio que a ella se le soltó una lágrima.
-Más tibio -dijo en un
susurro.
Bajó la mano lentamente por
la cara, sintió en la yema de los dedos la humedad de las mejillas, y recorrió
el cuello, los pechos, se detuvo en el vientre. Cuando ella dijo caliente, ya
sabía donde estaba el papel, tiró de la bombacha y lo vio.
-Te quemaste -dijo ella.
Metió la mano y al sacar el
papel prolijamente plegado rozó el sexo tibio. Lo abrió, estaba doblado en
cuatro y leyó en voz alta.
-"Hace diez años que
tomo anticonceptivos " -leyó antes de mirarla con una perplejidad densa y
cruel que le deformaba la cara.
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