LA VOZ DEL PEZ
Juana Rosa Schuster
Hace
años que vivo recluido en esta prisión. Sé que todo un mundo se extiende más
allá de las paredes de vidrio de la pecera. Veo todo deformado por el espesor
desparejo de los costados.
Contemplo
a mi dueño. Es mi única ocupación. Él vive en cuatro muros de cemento, celda
estrecha, sin barrotes ni cerrojos. No se afeita desde que ella se fue. Está
quieto.
Mira
la ventana donde cuelga una jaula con un canario triste.
Es
semicalvo, sostiene entre sus dientes, del lado derecho, un cigarro apagado.
Los
retratos son sombras que se ven en el silencio. La vieja lámpara de pie proyecta luz difusa
sobre los escasos objetos que alcanzo a ver.
Me
alimento una vez al día con miguitas de pan; él come algún sándwich de panceta
ahumada, toma una copa de vino tinto y le habla al gato negro. Ese felino que
me mira con deseo. Lo trajo ella y no se lo pudo llevar.
La
condena de Don Jacinto es tan cruel y prolongada como el delito que cometió.
No
sé si comprende la certeza atroz de saber que se ha quedado tan solo como yo.
Griselda
no volverá. Su maltrato fue imperdonable. Ella vivió el pasaporte al infierno.
Regresaba
ebrio a la casa y gritaba improperios.
¿Qué
gorjeos de pájaros fugaces ocultaban los gritos de Griselda?
Un
día se marchó. Preparó un bolso con escasas pertenencias y se dirigió a la
parada de taxis, próxima a la estación, plena de vendedores ambulantes.
La
recuerdo bien: agitaba las manos al hablar. Brillaban sus ojos oscuros. Cuando
él la volvía violenta, con el rostro encendido por la ira, amenazaba a su
marido y los vecinos escuchaban sus gritos.
Cuando
estaba ella, me sentía feliz. Jugaba con el dedo índice contra la pecera donde
nado y doy vueltas.
Ahora
se deslizan soles y lluvias, lunas o estrellas,
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