Etapa
Celmiro Koryto Bio
Nadie
me dijo: No lo cuentes, la vida es un estado de desorden.
Hubo
una vez en mí, un tiempo espléndido de juventud, en que yo ardía como una llama
ante una sonrisa femenina y la ciudad era el combustible pagano que me
incendiaba. A mi madre y mi padre y mis hermanos dejé atrás cuando a los 16
abandone la casa, llevado por las interminables pujas con mi padre y fui a
vivir a una pensión en la calle Bartolomé Mitre, entre Paso y Larrea. Tuve
trabajos con buenos sueldos, como en el ACA (Automóvil Club Argentino) donde
limpié las máquinas de oficina de sus diez pisos y luego en la droguería
Kuropattwa (los primeros que abrieron las farmacias mutuales) como responsable
de pagos a los laboratorios.
Hubo
novias y un poco de sexo, no fumaba, y con ese dinero iba y volvía del trabajo
en taxi. No ahorre dinero, pero me quedo un vicio, no contaminarme de nicotina.
Me vestía como un petitero y arrastraba los mocasines al andar, con el pelo
tirante peinado hacia atrás y la mirada más allá de la gente. Por la noche,
cursaba el secundario en el Vieytes de la Av. Gaona. Aunque algunas, me hacía
la rabona viendo un estreno en el cine Parravicini o en el Gaona. El comercial
no era para mí. Yo quería estudiar letras.
Después
de servir dos largos años en la marina, la ciudad parecía un mar abierto de oportunidades.
Por segunda vez, salí a la calle de la vida, casi desnudo y con la felicidad quebrada,
nada parecido al pasado. Mi atuendo, prendas prestadas, porque las mías estaban
en garantía hasta pagar el último mes que debía, y eso fue dos años antes.
Desde
mi última comida habían pasado 12 horas. La repetición de un café con leche con
tres medialunas en un bar, donde el mozo me fichaba, (porque no dejaba propina)
pero me traía otro platito con dulce de leche. Contaba con algunos pocos pesos
que recibí al terminar el servicio, y use para pagar una cama cada noche. Por
Bartolomé Mitre pegadito a la Chevalier,
había un hotelito de mala muerte para los obreros de los países limítrofes o
para hacer noche, antes de la salida de los micros; eran unas salas largas y
angostas hasta con 10 camas con una silla de por medio y un gran baño
colectivo. Todas las noches antes de acostarme, juntaba las botamangas del
pantalón las unía en su largo y lo colocaba debajo del colchón para que por la
mañana estuviese estirado.
Solo,
en una ciudad que te engulle si no conoces sus mañas, en los clasificados de un
diario prestado encontré trabajo.
En
una heladería de la calle Quintana, buscaban alguien para servir helados. Se
llamaba il Giotto, como el pintor barroco y estaba a unas puertas del famoso
bar La Biela y a metros de La Recoleta. Pensé para mis adentros, si no lo
consigo en la primera me salteo la segunda y seguro me reciben en la última.
Allí, en medio de la farándula del barrio bacán, se fue tramando mi destino. A
veces, ciertos olores de ese tiempo, vuelven a mi olfato y se tornan deseo. Los
dueños de la heladería estaban a años luz de necesitar de ella y en la vereda
de enfrente abrieron una whiskería y bar de cócteles, al que llamaron Michelángelo.
Los locales fueron su hobby. Uno de ellos, tenía rebaños inmensos de ovejas en
la Patagonia y comerciaba con su lana y el otro un estudio muy importante de
abogados. Comencé a trabajar y como no tenía adonde ir, era el primero en abrir
y el último en irme. En dos semanas quedé de encargado. Así comencé a recibir
la materia prima para la fabricación de los helados y también en la mañana
temprano, vi como el maestro heladero los elaboraba. Después de una semana, me
animé a pedir un adelanto de sueldo para comprarme un pantalón de verano ya que el de marucho (azul
navy) era de invierno. Esa noche, coloque los dos pantalones para que se
plancharan y por la mañana, cuando volví del baño, el nuevo había desaparecido…
Pase así el primer mes y el segundo. El tercero, tenía el dinero de la deuda y
me presenté en la antigua pensión para recuperar mis pertenencias y solicitar
mi antigua pieza. Lo primero lo logré y Don Cosme, que me apreciaba, me
prometió que el primer lugar que se desocupara era mío. En los Clasificados,
encontré una habitación en una pensión de la calle Carlos Pellegrini en un
tercer piso a la calle. En el precio estaba incluido el desayuno y la cena.
Comida sana y frugal que me servía una indígena de cabellos canosos e hirsutos
que dejaba caer hasta la cintura, como una cortina abierta de voile. Un día del
quinto mes, me ofreció leerme la suerte en la palma de la mano y me vaticinó:
Que hasta los treinta, iba a ir dando tumbos por la vida y casado iba a cruzar el mar y allí, mi suerte
cambiaría y haría buen dinero. La escuche y agradecí su augurio, pero mi razón
no se casó con ella.
-Señor:
Como siempre… Chocolate, frutilla y en cucurucho-
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