Nadar en la eternidad
Carmen Amaralis Vega Olivencia
Salté
en caída libre y me hundí hasta lo más profundo. Fui bajando, bajando, bajando.
Ya no tenía más aire en los pulmones y la presión del agua me hacía reconocer
que perdía el sentido. Dejé de bajar y la fuerza boyante sumada a mi grito
mental me devolvieron a la superficie. El agua me llamaba con fuerza, siempre
lo hace, debo haber sido pez en otra vida. Yo puedo, pensé, y antes que la
razón me contradijera, di el salto desde el puente del deseo.
Ya
a flote reconocí la distancia hasta la orilla, y nuevamente pensé que podría
nadar hasta la arena dormida. A mitad de trayecto los brazos me dolían, las
piernas se debilitaron y un calambre egoísta disparaba corriente en todas las
direcciones de mi cuerpo. Supe que era imposible llegar a la orilla, y fue
entonces que invoqué a los dioses del mar y no me escucharon, clamé a mi ángel
de la guarda y se rió de mi osadía.
-Nunca
has sabido medir las consecuencias de tus actos.
Fue
el reclamo del ángel, mientras yo sucumbía a lo que más se puede parecer al
pánico. Pero no, yo no me puedo morir ahora, aún me quedan lecturas por hacer,
besos en la boca, y necesito sembrar la semilla de mango que espera su punto
exacto sobre la mesa del jardín.
El
sol me nublaba la vista y la sal ardía como arde en una herida abierta, y yo
ahí, revoloteando como pájaro herido, como loba en parto, o ninfa sin amor.
-No
puedo morir, me repetía con la poca fuerza que me quedaba. Y no pude. Simplemente
me crecí aletas de tiburón, escamas de sirena y ojos de delfín, y con mi traje
más azul, soplé la imaginación, las olas crecieron hasta que una avalancha de
deseos vivos me trajo a la orilla.
Ahora
sé que puedo nadar eternamente.
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