ELEGÍA ROJA
El sol
palideció de pronto
navegaba
ahora en un mar rojo
el color de
la sangre
el tinte del
amor
el matiz de
una profunda herida…
Gumersindo,
calzó sus botas y salió alegremente desde su rancho a buscar su caballo. Era el
peón más joven de la Estancia "Flor del Cardón". Parte del lugar se
espejaba en el gran lago vecino.
Antes de
montar, lo llamó la señorita Elisa. Ella, asomada a la ventana más grande de la
casona eje del casco, esperó su
obediencia.
-¿Qué quiere
Ud., señorita? -dijo, tímidamente, Gumersindo.
-Necesito que venga aquí y busque todas las piedritas
que se cayeron del jarrón quedando dispersas como si hubiesen impactado contra
las paredes.
Gumersindo
asintió con su cabeza sin pronunciar palabras. Agachado, como un animal
obediente, juntó uno a uno, los cientos de pedruscos, mientras Elisa reía desaforadamente,
con esa risa burlona que la caracterizaba.
Mientras sus
manos juntaban más y más piedritas, él
la miraba queriendo no ser visto por ella, tan bella, tan delicada y tan cruel.
Desde niño
la amaba, pero ella siempre lo miraba
con desprecio.
Salió de la
casona muy triste y cabizbajo, como queriendo ocultar su rostro moreno, se
dirigió a buscar el potro, casi arrastrando sus alpargatas bigotudas.
Pero Elisa
quería jugar con el peoncito, ilusionarlo para luego reírse de él y burlarse como lo hacía con
todos los que ella veía como sirvientes.
Una noche,
estando sola, maquinó todo.
Le avisó a
Gumersindo que lo esperaría a cenar en la casona.
El peoncito
no podía creer que ella, la señorita, quería compartir su cena con él.
No sabía
cómo presentarse, buscó sus mejores pilchas y con una colonia barata se baño
por completo. La cita era a las 9 de la noche.
Ella se
vistió como una princesa y sobre el
mantel blanco puso velas rojas. Una melodía suave invadía el ambiente.
Los nudillos
de Gumersindo golpearon la puerta, temblando de miedo.
-¡Adelante!
- Dijo Elisa- ¡Pase mi peoncito querido!
Él se
adelantó y quedó maravillado al verla y esa luz de las velas, esfumada sobre la
mesa y aquella música, que nunca había
oído, le quitaron el habla.
Se sentaron y
ella lo sedujo con la mirada, con sus
gestos y sus manos.
Él temblaba.
Ella con sus palabras seguras, el todo silencio.
Después,
ella disparó su fusil.
-¿Sabés,
Gumersindo? Te llamé para divertirme.
Sos un peoncito estúpido ¿creés que
me fijaría en vos? ¡No, jamás! ¡Ahora, fuera de aquí tonto, ridículo,
sentarse aquí conmigo, me has ofendido!
Gumersindo
salió humillado, no pudo llegar a su rancho, se dirigió al lago y se lanzó al agua golpeando su cabeza contra
una roca. Del cuerpo del peoncito brotaba tanta sangre que el lago se pintó de rojo intenso.
Muy arriba,
el cielo del amanecer se espejó en el
gran lago. Un sol pálido y aterrado ahora viajaba en un cielo rojo, tan rojo
como las aguas del lago.
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