HERMANITA, HERMANITA
En los atardeceres de estío la pareja de
hermanos instala sendos sillones de enea en el porche de la casa (¡buenas
noches le dé Dios, vecino!, ¡buenas noches le dé Dios, vecina!).
El forastero llegó pisando fuerte el polvo
de la calle principal. Sin equipaje, sin sombra, parece una caña tacuara bajo
el sol meridiano; ya las celosías lo han descubierto. Se aloja en el único
hotel frente a la plaza, pero nadie sabrá jamás a qué ha venido.
Es bueno ir a misa los domingos. También el
extranjero se halla bajo los arcos góticos. Parado junto a una columna,
descubre el viejo mantón de encaje sobre el cuello blanco.
La pareja de hermanos sigue instalando los
sillones de enea, pero ya no los ponen juntos ni se oye el murmullo de la
conversación. Resuenan, eso sí, las pesadas botas del forastero. Son dos los
que escuchan atentos. Uno, con zozobra, por que un día dejen de crujir las
pisadas; la otra, con angustia, por si algún día dejaran de oírse. Los pasos se
acercan y se alejan, sin detenerse, durante el paseo de todas las vísperas.
Ya caducan los jazmines cuando se anuncia
el baile a beneficio. La hermana busca en los altos roperos y rescata tafetanes
ajados, randas de encaje, gasas transparentes. Ella cose, hundida en nubes de
tul en medio del material primoroso. El espejo va develando su imagen de mujer
en plenilunio.
Llega la noche del baile. El hermano
controla los últimos detalles de su atuendo. Guarda algo en el bolsillo. Frente
al espejo -ahora él- se palpa el costado. Ella aparece en lo alto de la
escalera de mármol. Baja con un frufrú de sedas que roe la inquietud de él.
La pareja de hermanos llega, del brazo, al
salón donde todo es luces y colores. Saludan a derecha e izquierda por el
camino que su nombre les va abriendo. Después, ella conversa.
Su abanico va y viene mostrando -de a
ratos- la sonrisa perfecta, cubriendo -a veces- la mirada que huye hacia la
puerta.
Deniega bailes, acepta dulces, dispensa
halagos.
Alto y siniestro se materializa el
forastero en medio del salón. A nadie conoce y nadie lo saluda. Con pasos
lentos mide la circunferencia de la pista de baile, pasa delante de los
músicos. Está frente a la mujer. Con una seca inclinación la invita. Con un
mohín gracioso ella concede. Se desliza en el abrazo del hombre y ambos se
amoldan a la forma del otro. Los músicos no se detienen: engarzan una pieza a
la siguiente. El desconocido y la mujer tampoco se detienen. Calor y humo
enturbian las luces brillantes de las arañas. Ellos siguen girando. "Es
hora" le murmura el forastero al oído. Ella asiente y lo sigue a la
terraza, al parque. Una luna roja hilvana el vértice de los cipreses. La
tormenta se va despegando del horizonte. Los dos permanecen quietos en el aire
húmedo mientras sienten crecer la marea que los arrastrará más allá del parque,
del pueblo, más allá de la borrasca.
La grava cruje y ellos se estremecen. El
hermano los ha seguido, apoya los dedos fríos sobre el brazo de la mujer.
Ninguno de los tres ve a los otros dos, pero es como si sus cuerpos se rozaran.
Detrás de los cipreses crece un paredón de nubes que va borrando estrellas. Un
relámpago lejano, el silencio apremia sobre el parque, no hay luciérnagas,
sordo rumor de truenos que se acercan.
La mujer se libera de la helada mano
fraterna, se aleja hacia el salón. Adentro todo es luces, brillo. Ella se
desliza entre los grupos y si preguntan por el hermano, contesta con una
sonrisa que nada dice. El estampido de las centellas se sucede como bombas de
estruendo en carnaval. Un rayo hiere muy cerca (demasiado cerca) interrumpe las
risas nerviosas. El silencio cae junto con la cortina de agua que, por fin, se
desploma desde las nubes.
La silueta del hermano, solitaria, se
dibuja en la puerta que da al parque, más pálida contra la luz blanca de un
último relámpago.
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