ARNALDO Y BENJAMÍN
Cedí ante su insistencia. Le compré dos pececitos de colores. Uno era naranja, el otro negro. Mi hijo se asesoró acerca del alimento y la renovación del agua.
De la bolsita de plástico, los pasó a una jarra que trajo mi madre de Italia. En su habitáculo provisorio, Arnaldo, el anaranjado y Benjamín el otro, nadaban a sus anchas. El pequeño se entretenía mientras seguía el movimiento del nuevo regalo.
Las piedritas daban un colorido especial, sobre todo los caracoles que habíamos traído de Mar del Plata.
Guillermo era hijo único y encontraba en ellos una compañía.
Un día, Benjamín, tuvo dificultades para deslizarse a través del agua. Lo notamos hinchado. El veterinario aconsejó tenerlo a dieta durante unos días. Pasado ese tiempo, Guillermo me llamó asustado: -Mamá, no está Benjamín.
-Fijate bien puede haberse escondido detrás de los caracoles.
-No, mamá. Benjamín ha desaparecido.
Para nuestro horror, apareció el esqueleto del ausente.
Llamamos al doctor Urquiza, espantados.
-¿No se dieron cuenta que Arnaldo no estaba a dieta?
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