sábado, 3 de marzo de 2012

JOSE RUIZ GUIRADO (MADRID)


EL SANTO

Tras un día soleado y caluroso, llegó una noche fría, con niebla y oscura. En pocos minutos, apenas si se contemplaban los fanales de la calle. Para ser viernes, pese al silencio que siempre reina en el pueblo, éste se hacía extremo: ni un ruido, ni un ladrido de un perro, ni un maullido de una gato, ni el crujir de las chinas de la calle cuando una pisada humana las meneaba de su sitio. En medio del silencio sonó la campana de la iglesia y una voz aguda y de mujer recorrió todas las calles. ¡Han robado el Santo! ¡Han robado el Santo! Una a una se fueron abriendo las contraventanas metálicas, después las ventanas y, ya en el balcón preguntaban a la mujer que iba corriendo y pregonando. El silencio se tornó en murmullo. Los pocos vecinos se concentraron en el atrio de la iglesia. Cuando se habían concentrado un número suficiente, se entró en ella, donde, efectivamente, sólo quedaba el pedestal, a la derecha del altar, donde siempre estuvo, salvo en las fiestas, que se colocaba en las andas para llevarlo en procesión por la villa. Era una talla mediana, tirando a pequeña que no era difícil ocultarla, ni llevársela, pues su peso no era excesivo y una sola persona podría hacerlo sin demasiado esfuerzo. Aunque debieron ser dos personas, por las pisadas que dejaron sobre el suelo recién fregado. Estaría la señora, que limpiaba la iglesia casa jueves, aseando la Sacristía cuando oyó ruidos fuera y al salir llegó e entrever cómo se lo llevaban hasta el automóvil que había fuera, en el que esperaba otra tercera persona con el motor encendido para salir precipitadamente. El párroco no estaba en la casa rectoral; convaleciente de una reciente operación, le atendía su madreen El Espinardo, pueblo cercano y cabeza de partido judicial. Pese a las investigaciones y pesquisas que se llevaron a cabo, no se dio con la talla, ni pareciera que hubiera visos de encontrarla. No se trataba de una talla, que por su antigüedad tuviera valor para su venta. No portaba piedra preciosa ni joya alguna. Podría tratarse de una gamberrada; pero ni los más jóvenes, que vivían de espaldas a la religión, faltaban a la cita en las fiestas patronales para portar en andas al Santo. Por tanto, el robo por lucro o la gamberrada serían las causas de su desaparición. Tampoco se le atribuía al Santo milagro alguno conocido. Se apagaron las luces, se cerraron las puertas y los vecinos se fueron yendo cada cual a su hogar. El silencio, con la espesa niebla envolvió cada una de las casas de las que salía humo por la chimenea, dejando una estela, un olor a leña.
Don Feliciano Mendoza y Abantos, marqués de Roblebajo heredó el marquesado tras la revuelta comunera, prestando sus servicios a Carlos V. Desde entonces hasta la Guerra Civil, las posesiones y los apellidos fueron pasando de padres a hijos. Durante la guerra la zona estuvo tomada por el bando republicano; pero pudo librarse gracias a la intervención de sus caseros, a quien siempre dispensó un trato un trato afectivo y humano. No obstante, hubo de exiliarse a Portugal, hasta que acabó la guerra y volvió a recuperar y reconstruir su heredad que permanecía en ruinas. En lugar de reconstruir la capilla, decidió donar las piedras para levantar la ermita del pueblo también en ruinas; que se convertiría en parroquia gracias a la intercesión del marqués ante el arzobispado para que le cediese los terrenos anejos propiedad de la Iglesia. A cambió pidió que a su muerte fuese enterrado en el pequeño cementerio que existía junto a la parroquia. Con su desaparición, se extinguió el marquesado al no tener descendencia alguna, con lo que los terrenos situados en la villa pasaron a propiedad del Ayuntamiento y éste los vendió entre los vecinos que pudieron comprarlos. El Santo que se conservaba en la capilla se conservó intacto, gracias a que el Sacristán pudo ocultarlo en un pajar de su propiedad y algunos de sus familiares, lo fueron cambiando a distintos establos, hasta que acabó la guerra. El marqués donó el Santo a la nueva parroquia, obligando en su testamento que el Santo sería custodiado por todo el pueblo. Por tanto, asumían la responsabilidad cada uno de los vecinos. Acabado de construir la parroquia en la que colaboraron todos los vecinos.
Pasado el tiempo, y viendo que el Santo no aparecía, se acordó en la reunión que se celebró en los locales del Club Cultural, donde se festejaban carnavales y la festividad de Reyes, en los que se repartía chocolate y churros, encargar una nueva talla, costeada por todos, a un ebanista del pueblo limítrofe de Peguelardos; que a juzgar por los resultados no era su fama producto de habladurías. Quienes conocían la talla antigua, no sabrían distinguirla de la nueva. Asistió el obispo de la diócesis, las autoridades provinciales y locales, el párroco y los vecinos a la colocación del Santo en su pedestal vacío. A la primera misa, tras la que asistieron las autoridades, acudió todo el pueblo. Sin embargo, hubo en el ambiente una sensación extraña, diferente, rara. Como si el Santo les fuera ajeno, otro, impostado. ¡No es el Santo! El propio párroco se enojó hasta el punto de recriminar a los feligreses, desde el púlpito, la falta de fe. Aquella reprimenda se convirtió en un pulso: el siguiente domingo no había en misa más que el párroco, el sacristán y la beata que asistía a todas las celebraciones.
¡Qué vamos a hacer? Habremos de mentir a los feligreses. ¿Cómo va a mentirles su párroco?
Llegaron las fiestas patronales, y como se había hecho desde que se tenía memoria, se sacó el Santo en procesión por las calles del pueblo. Un Santo que había perdido una mano, parta de la pintura policromada del hábito y una visible hendidura que se extendía por todo la espalda de la talla. Tras la procesión, se oyeron las acostumbradas vivas al Santo; mientras, en la plaza se trenzaban los vetustos pasos de jotas y rondones.

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