LA MIRADA
Revolvió el café en el local casi desierto. Eran más de las tres de la mañana, en pocos minutos terminaba su turno y por primera vez en muchos años sintió que dejar el hospital no lo iba a liberar de su opresión. Cerró los ojos, la mirada suplicante que lo atormentaba desde hacía varios días se imprimió en sus pupilas: los párpados caídos, sufrientes, con un mínimo destello de luz. La voz del mozo lo sorprendió: Doctor, ¿quiere algo más?, vamos a cerrar para la limpieza. Negó con un gesto, se levantó sin ganas y vio a dos o tres colegas que se retiraban en el otro extremo del salón. Sabía que casi todos habían pasado por momentos como el que estaba viviendo, pero, ¿llegaban a involucrarse tanto?
Volvió a verla como la primera vez. La sonrisa tímida, apenas dibujada en su boca de labios finos, y aquel oso de peluche que sostenía entre sus brazos como una niña. La cabeza apoyada sobre la almohada desparramaba sus cabellos rubios con cierta rebeldía, pero sus ojos, esos ojos que se habían quedado pegados en su alma, todavía destellaban de vida. Supo que estaba sola, apenas una tía lejana solía venir algunos sábados. En su mesa de luz varios libros querían suplantar ausencias, porque al principio, ella leía.
Las preguntas lo inundaron desde el primer día, preguntas ansiosas, apuradas por el impulso de su juventud. No pudo contestar con la seguridad que ella esperaba, faltaban entonces muchas horas de análisis y estudios, algunos complejos, hasta que sus temores de médico se encontraron con la intuición de aquella mirada. Ahuyentó las sospechas que empezaron a inquietarla, todavía contaba con su omnipotencia de médico, y tantas drogas, tantos tratamientos…
Doctor, ¿por qué no me dice la verdad? Voz entrecortada, insegura, como si le costara salir de la garganta. Y su mano cariñosa, despejando el cabello de su frente, conteniéndola con un cariño que no dejaba de sorprenderlo. Vanesa, este es un mal momento. Pero lo vas a superar, yo se lo te que digo. Le habla, pero contiene su angustia al ver la piel deslucida, los labios pálidos, los huesos que se empeñan en revelar los kilos perdidos. Cuando tiene un rato libre, sus pasos lo llevan al cuarto piso, no quiere dejarla sola. Y ahí, sentado en la incómoda silla, trata de animar esa vida que se le escapa sin remedio.
En esas tardes supo que era huérfana desde muy chica. El dolor no le dio la mejor bienvenida a este mundo; criada por la única tía soltera, apenas pudo terminar el secundario cuando ya debió salir a trabajar. Tuve un novio, ¿sabés, doctor? Un chico al que amé mucho, pero un día decidió irse a Europa y nunca más me escribió.
Hace un esfuerzo para recordar su voz, con el tiempo el silencio fue ganando espacio, y él se quedaba impotente junto a su cama hasta que llegaba la enfermera y lo miraba sorprendida.
Mientras pone en marcha el motor del auto, vuelve a escuchar el angustioso esfuerzo que hicieron aquellas palabras para salir de la garganta atormentada: No me dejes sufrir más, por favor, ayudáme a morir. Trata de calmarla, pero el ruego se repite, cada vez con la voz más debilitada, apenas audible.
Esquiva la habitación del cuarto piso, dos días trata de llevar sus pensamientos hacia otro lado. Pero es inútil, aquella mirada persigue sus pasos taladrando su conciencia. Sabe que no debe. Sabe que puede. Sabe que nadie lo sabrá jamás.
Pone primera y sale del estacionamiento lentamente. Pasa la mano derecha sobre su rostro, y mientras la noche lo obliga a prender las luces cortas, siente sus dedos. Los mismos que cerraron, hace instantes, los ojos de Vanesa.
Revolvió el café en el local casi desierto. Eran más de las tres de la mañana, en pocos minutos terminaba su turno y por primera vez en muchos años sintió que dejar el hospital no lo iba a liberar de su opresión. Cerró los ojos, la mirada suplicante que lo atormentaba desde hacía varios días se imprimió en sus pupilas: los párpados caídos, sufrientes, con un mínimo destello de luz. La voz del mozo lo sorprendió: Doctor, ¿quiere algo más?, vamos a cerrar para la limpieza. Negó con un gesto, se levantó sin ganas y vio a dos o tres colegas que se retiraban en el otro extremo del salón. Sabía que casi todos habían pasado por momentos como el que estaba viviendo, pero, ¿llegaban a involucrarse tanto?
Volvió a verla como la primera vez. La sonrisa tímida, apenas dibujada en su boca de labios finos, y aquel oso de peluche que sostenía entre sus brazos como una niña. La cabeza apoyada sobre la almohada desparramaba sus cabellos rubios con cierta rebeldía, pero sus ojos, esos ojos que se habían quedado pegados en su alma, todavía destellaban de vida. Supo que estaba sola, apenas una tía lejana solía venir algunos sábados. En su mesa de luz varios libros querían suplantar ausencias, porque al principio, ella leía.
Las preguntas lo inundaron desde el primer día, preguntas ansiosas, apuradas por el impulso de su juventud. No pudo contestar con la seguridad que ella esperaba, faltaban entonces muchas horas de análisis y estudios, algunos complejos, hasta que sus temores de médico se encontraron con la intuición de aquella mirada. Ahuyentó las sospechas que empezaron a inquietarla, todavía contaba con su omnipotencia de médico, y tantas drogas, tantos tratamientos…
Doctor, ¿por qué no me dice la verdad? Voz entrecortada, insegura, como si le costara salir de la garganta. Y su mano cariñosa, despejando el cabello de su frente, conteniéndola con un cariño que no dejaba de sorprenderlo. Vanesa, este es un mal momento. Pero lo vas a superar, yo se lo te que digo. Le habla, pero contiene su angustia al ver la piel deslucida, los labios pálidos, los huesos que se empeñan en revelar los kilos perdidos. Cuando tiene un rato libre, sus pasos lo llevan al cuarto piso, no quiere dejarla sola. Y ahí, sentado en la incómoda silla, trata de animar esa vida que se le escapa sin remedio.
En esas tardes supo que era huérfana desde muy chica. El dolor no le dio la mejor bienvenida a este mundo; criada por la única tía soltera, apenas pudo terminar el secundario cuando ya debió salir a trabajar. Tuve un novio, ¿sabés, doctor? Un chico al que amé mucho, pero un día decidió irse a Europa y nunca más me escribió.
Hace un esfuerzo para recordar su voz, con el tiempo el silencio fue ganando espacio, y él se quedaba impotente junto a su cama hasta que llegaba la enfermera y lo miraba sorprendida.
Mientras pone en marcha el motor del auto, vuelve a escuchar el angustioso esfuerzo que hicieron aquellas palabras para salir de la garganta atormentada: No me dejes sufrir más, por favor, ayudáme a morir. Trata de calmarla, pero el ruego se repite, cada vez con la voz más debilitada, apenas audible.
Esquiva la habitación del cuarto piso, dos días trata de llevar sus pensamientos hacia otro lado. Pero es inútil, aquella mirada persigue sus pasos taladrando su conciencia. Sabe que no debe. Sabe que puede. Sabe que nadie lo sabrá jamás.
Pone primera y sale del estacionamiento lentamente. Pasa la mano derecha sobre su rostro, y mientras la noche lo obliga a prender las luces cortas, siente sus dedos. Los mismos que cerraron, hace instantes, los ojos de Vanesa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario