EQUILIBRISTAS
Eran dos equilibristas en finales de un enero húmedo y pegajoso. Eran dos muñecos semidesnudos, bronceados, flacos y de articulaciones elásticas. Manejaban sus herramientas suspendidos en las alturas.
La mayoría de las personas que transitaban la peatonal donde se encontraba el edificio en demolición no podían pasar sin mirar el cuadro que se les presentaba.
El ruido que producía la máquina compresora era casi infernal, ellos cual duendes traviesos y exhibicionistas jugaban peligrosamente con sus herramientas.-No importa que sean paraguayos, chamigo, igual tienen que venir a las reuniones, no pueden seguir trabajando a destajo, sin obra social ni beneficios.
-Mirá, cumpá, en Paraguay no tenemos trabajo y con esto nos sobra para mandar dinero a la patrona, esperá un poco que levantemos cabeza y vamos. Le respondió uno de los dos equilibristas la vez que fueron azuzados por el Negro Lorenzo.
El Negro Lorenzo, corrido por los capataces, querido por los suyos, hombre flaquito casi insignificante como ellos, azulejista de obras, sin paradero fijo; el primero en organizar ollas populares.
Fue cuando el otro se lo sacó de encima casi sin responderle y con una sonrisa cínica le dijo: "Vayan ustedes a esas reuniones, yo no soy de acá y no me interesan."
Lorenzo masticó bronca ese día y se alejó sin responder.
-¡Muy bien paraguayo! ¡Que ese boludo se vaya a joder a otra parte!- lo felicitó el gordo encargado de la demolición y que apareció allí de improviso.
-Patroón, dele más compresión a la máquina que este fierro tiembla y mucho y casi se me va el pie- le gritó uno de los dos con algo de bronca disimulada.
-Bueno, muchachos, métanle fierro, que si a la noche volteamos todo el frente hay un premio extra y cerveza helada.
-¿Y algunas guainas, chamigo?
-Eso lo conseguís vos solito, naranja; platita vas a tener y de la buena cuando terminemos toda la demolición-
-¡¡¡Piujuuu…!!!- retumbó el grito desde las alturas, al compás del repiqueteo atronador de la punta de hierro penetrando la losa. Grito que por un momento casi aventajó a los estruendos del material al caer, a los ladrillos rotos y al polvo del revoque seco.
-¡¡¡Piujuuu!!!- se dispersó alegre y salvaje una vez más por los aires y, ahora sí, los transeúntes miraban con desprecio al paraguayito colgado de las alturas.
-¡Qué reuniones y que mierda, cumpá. Yo solo quiero platita y trabajo! ¡Platita y trabajo, cumpá!
El cumpá no alcanzó a responderle esa vez, un poco abstraído por su propia máquina, un poco porque lo sorprendió la maniobra que estaba realizando su compatriota y que no era habitual. Éste estaba colgado, no del paredón, sino de la malla metálica del encofrado, con un pie en un hierro y el otro en el siguiente peldaño; el martillo automático, de unos treinta kilos de peso, se disponía casi por encima de su cabeza apuntando hacia arriba, con muy poco punto de apoyo, hiriendo al sol, a casi diez metros del suelo.
…A diez metros del suelo, un cuerpo fibroso, de venas color ceniza, un cuerpo tostado, un cuerpo en tensión varias horas al día, un cuerpo de piernas largas que dejan entrever dos testículos sudorosos por falta de calzoncillos y que son vistos con asco no disimulado por las niñas que pasean por la peatonal. Dos manos nerviosas sujetadas rítmicamente al potente martillo automático demoledor, dos pies aferrados cada uno en un hierro dispar, dos pies que quieren ser firmes, ahora no tan firmes, luego del tropiezo, a diez metros de altura.
Diez metros fatales que no aguantaron una caída casi con desprecio por su propio traspié.
A los pocos instantes una multitud de curiosos comentaba el accidente de trabajo sobre la peatonal.
-¡Para hacer ese trabajo hay que estar loco o ser equilibrista, viejo!- comentó alguien y señaló con la mirada la cornisa en demolición.
La mayoría de las personas que transitaban la peatonal donde se encontraba el edificio en demolición no podían pasar sin mirar el cuadro que se les presentaba.
El ruido que producía la máquina compresora era casi infernal, ellos cual duendes traviesos y exhibicionistas jugaban peligrosamente con sus herramientas.-No importa que sean paraguayos, chamigo, igual tienen que venir a las reuniones, no pueden seguir trabajando a destajo, sin obra social ni beneficios.
-Mirá, cumpá, en Paraguay no tenemos trabajo y con esto nos sobra para mandar dinero a la patrona, esperá un poco que levantemos cabeza y vamos. Le respondió uno de los dos equilibristas la vez que fueron azuzados por el Negro Lorenzo.
El Negro Lorenzo, corrido por los capataces, querido por los suyos, hombre flaquito casi insignificante como ellos, azulejista de obras, sin paradero fijo; el primero en organizar ollas populares.
Fue cuando el otro se lo sacó de encima casi sin responderle y con una sonrisa cínica le dijo: "Vayan ustedes a esas reuniones, yo no soy de acá y no me interesan."
Lorenzo masticó bronca ese día y se alejó sin responder.
-¡Muy bien paraguayo! ¡Que ese boludo se vaya a joder a otra parte!- lo felicitó el gordo encargado de la demolición y que apareció allí de improviso.
-Patroón, dele más compresión a la máquina que este fierro tiembla y mucho y casi se me va el pie- le gritó uno de los dos con algo de bronca disimulada.
-Bueno, muchachos, métanle fierro, que si a la noche volteamos todo el frente hay un premio extra y cerveza helada.
-¿Y algunas guainas, chamigo?
-Eso lo conseguís vos solito, naranja; platita vas a tener y de la buena cuando terminemos toda la demolición-
-¡¡¡Piujuuu…!!!- retumbó el grito desde las alturas, al compás del repiqueteo atronador de la punta de hierro penetrando la losa. Grito que por un momento casi aventajó a los estruendos del material al caer, a los ladrillos rotos y al polvo del revoque seco.
-¡¡¡Piujuuu!!!- se dispersó alegre y salvaje una vez más por los aires y, ahora sí, los transeúntes miraban con desprecio al paraguayito colgado de las alturas.
-¡Qué reuniones y que mierda, cumpá. Yo solo quiero platita y trabajo! ¡Platita y trabajo, cumpá!
El cumpá no alcanzó a responderle esa vez, un poco abstraído por su propia máquina, un poco porque lo sorprendió la maniobra que estaba realizando su compatriota y que no era habitual. Éste estaba colgado, no del paredón, sino de la malla metálica del encofrado, con un pie en un hierro y el otro en el siguiente peldaño; el martillo automático, de unos treinta kilos de peso, se disponía casi por encima de su cabeza apuntando hacia arriba, con muy poco punto de apoyo, hiriendo al sol, a casi diez metros del suelo.
…A diez metros del suelo, un cuerpo fibroso, de venas color ceniza, un cuerpo tostado, un cuerpo en tensión varias horas al día, un cuerpo de piernas largas que dejan entrever dos testículos sudorosos por falta de calzoncillos y que son vistos con asco no disimulado por las niñas que pasean por la peatonal. Dos manos nerviosas sujetadas rítmicamente al potente martillo automático demoledor, dos pies aferrados cada uno en un hierro dispar, dos pies que quieren ser firmes, ahora no tan firmes, luego del tropiezo, a diez metros de altura.
Diez metros fatales que no aguantaron una caída casi con desprecio por su propio traspié.
A los pocos instantes una multitud de curiosos comentaba el accidente de trabajo sobre la peatonal.
-¡Para hacer ese trabajo hay que estar loco o ser equilibrista, viejo!- comentó alguien y señaló con la mirada la cornisa en demolición.
(Cuento premiado concurso de cuentos Junín, 2008.)
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