EL ANTICUARIO
Esa tarde, con el sol tibio, salí a caminar por las callejuelas de Taormina. Una extraña fuerza me impulsó a entrar en el negocio de anticuario ubicado en el número 32 del Corso Umberto.
Una vieja marioneta que pendía en el fondo del angosto local llamó poderosamente mi atención. Pedí al anticuario que me la mostrara. Cuando alzó sus brazos para descolgarla, un pulgar adicional surgió claramente desde el centro de la palma de su mano izquierda. Un fuerte escalofrío recorrió todo mi cuerpo al evocar las clases de mitología griega del colegio secundario. Con gran esfuerzo logré ocultar mi emoción. Me interesé viva y falsamente por otros objetos con el fin de forzar la amistad del anticuario, o, por lo menos, para poder lograr una intimidad que me permitiese trasponer la inhóspita conversación comercial. Lo conseguí.
Esa noche fuimos a cenar juntos. "Me llamo Carlo, nací en Sicilia, pero no en Taormina", dijo a modo de presentación. Su voz era hueca, abismal, profunda como la heroica garganta del Etna. Su mirada semejaba un bastión inexpugnable. Habló poco. Sólo lo necesario para hacerme saber, además, que era soltero y que, a pesar de una salud normal, presentía la cercanía de la muerte.
Con sorprendente habilidad logró esconder siempre la palma de su mano, ocultando el sexto dedo. Por ello no pudo disimular su sorpresa cuando, superando mi temor, le pregunté si el dedo palmario le incomodaba. " No, no me incomoda. Nadie debe sentir incomodidad por su destino. Además, en Taormina ninguno ha logrado verlo. Por eso te ruego que, al menos aquí, a nadie lo menciones.", e inmediatamente dirigió nuestra conversación hacia algo tan intranscendente como el mal tiempo que tapaba la visión del Etna.
Nos despedimos. Lo vi alejarse, para siempre. Un bastón con empuñadura de marfil y plata compartía su indeciso caminar.
De regreso al hotel volví a recordar a Daniel Amato, mi profesor de mitología griega. Amato lo incluía en lo que llamaba categoría de "mitos secundarios", relatos que habían emigrado, sin causa aparente, de la memoria colectiva.
Según las enseñanzas de Amato, de los numerosos hijos de Deucalión y Pirra, tal vez el más importante para la especie humana, si la mitología refiere a dioses verdaderos, haya sido Atamante, el poseedor de un sexto dedo en la mano inhábil.
Zeus profetizó a Deucalión, que éste y Pirra engendrarían un hijo, cuyo nombre sería Atamante y tendría un sexto dedo en la mano opuesta a la de la espada. Atamante, a su vez, procrearía a otro hijo y éste a otro y así sucesivamente por un cierto tiempo, por mil treinta y dos generaciones. Todos y cada uno con un sexto dedo y portando igual nombre que el de sus padres. Cuando el último Atamante muera, cuando no habite en la tierra ningún ser de sextos dedos palmarios, entonces será el final y sobrevendrá el Apocalipsis, reiteraba Amato.
A la mañana siguiente partí de regreso a Buenos Aires. Al llegar al aeropuerto de Palermo sentí la necesidad de despedirme de mi amigo Carlo. Ignorante de su teléfono y su apellido hurgué entre los anticuarios que registraba la guía de Taormina. En un pequeño anuncio pude leer: "Carlo Atamante. Anticuario. Corso Umberto 32, Taormina." Cerré la guía, me senté, y procuré distraerme con la Gazzeta Sportiva mientras mi corazón no cesaba de latir violentamente.
Una vieja marioneta que pendía en el fondo del angosto local llamó poderosamente mi atención. Pedí al anticuario que me la mostrara. Cuando alzó sus brazos para descolgarla, un pulgar adicional surgió claramente desde el centro de la palma de su mano izquierda. Un fuerte escalofrío recorrió todo mi cuerpo al evocar las clases de mitología griega del colegio secundario. Con gran esfuerzo logré ocultar mi emoción. Me interesé viva y falsamente por otros objetos con el fin de forzar la amistad del anticuario, o, por lo menos, para poder lograr una intimidad que me permitiese trasponer la inhóspita conversación comercial. Lo conseguí.
Esa noche fuimos a cenar juntos. "Me llamo Carlo, nací en Sicilia, pero no en Taormina", dijo a modo de presentación. Su voz era hueca, abismal, profunda como la heroica garganta del Etna. Su mirada semejaba un bastión inexpugnable. Habló poco. Sólo lo necesario para hacerme saber, además, que era soltero y que, a pesar de una salud normal, presentía la cercanía de la muerte.
Con sorprendente habilidad logró esconder siempre la palma de su mano, ocultando el sexto dedo. Por ello no pudo disimular su sorpresa cuando, superando mi temor, le pregunté si el dedo palmario le incomodaba. " No, no me incomoda. Nadie debe sentir incomodidad por su destino. Además, en Taormina ninguno ha logrado verlo. Por eso te ruego que, al menos aquí, a nadie lo menciones.", e inmediatamente dirigió nuestra conversación hacia algo tan intranscendente como el mal tiempo que tapaba la visión del Etna.
Nos despedimos. Lo vi alejarse, para siempre. Un bastón con empuñadura de marfil y plata compartía su indeciso caminar.
De regreso al hotel volví a recordar a Daniel Amato, mi profesor de mitología griega. Amato lo incluía en lo que llamaba categoría de "mitos secundarios", relatos que habían emigrado, sin causa aparente, de la memoria colectiva.
Según las enseñanzas de Amato, de los numerosos hijos de Deucalión y Pirra, tal vez el más importante para la especie humana, si la mitología refiere a dioses verdaderos, haya sido Atamante, el poseedor de un sexto dedo en la mano inhábil.
Zeus profetizó a Deucalión, que éste y Pirra engendrarían un hijo, cuyo nombre sería Atamante y tendría un sexto dedo en la mano opuesta a la de la espada. Atamante, a su vez, procrearía a otro hijo y éste a otro y así sucesivamente por un cierto tiempo, por mil treinta y dos generaciones. Todos y cada uno con un sexto dedo y portando igual nombre que el de sus padres. Cuando el último Atamante muera, cuando no habite en la tierra ningún ser de sextos dedos palmarios, entonces será el final y sobrevendrá el Apocalipsis, reiteraba Amato.
A la mañana siguiente partí de regreso a Buenos Aires. Al llegar al aeropuerto de Palermo sentí la necesidad de despedirme de mi amigo Carlo. Ignorante de su teléfono y su apellido hurgué entre los anticuarios que registraba la guía de Taormina. En un pequeño anuncio pude leer: "Carlo Atamante. Anticuario. Corso Umberto 32, Taormina." Cerré la guía, me senté, y procuré distraerme con la Gazzeta Sportiva mientras mi corazón no cesaba de latir violentamente.
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