sábado, 6 de septiembre de 2008

MARISA PRESTI


DE IDA

A esa hora la estación era un conglomerado humano. La gente iba y venía chocándose entre sí, como si el apuro fuese la única ley que los regía. El silbato de los trenes, unido al chirriar de los hierros contra las vías aumentaba la sensación de catástrofe suspendida. Desde otra mirada, las personas parecían pequeños juguetes en manos de las enormes máquinas. Amadeo podría haberse angustiado; cuando estaba en medio de la masa su conciencia desaparecía, como si se disolviera en el anonimato de un ganado sumiso camino al matadero. Pero ese día no le prestó atención al alboroto habitual a pesar de recibir dos empujones violentos y el golpe de una valija contra su pierna derecha. Llevaba el dinero apretado en el puño mientras con paso firme se iba acercando a la boletería. Esquivó a varios pibes que le pedían monedas, pasó por arriba de unos bolsos y pidió permiso en varias oportunidades.
Ahora, el tipo de la boletería lo mira: ¿Adónde?
Viajo a Grecia, a Atenas.
¿Especial o común?
Común. ¿A qué hora sale?
20 minutos. Andén 9. Son mil ochocientos...
Sírvase.
Guarda cuidadosamente el boleto, se dirige al andén 9 y espera. Tiene ganas de tomar un café, pero no se anima. A ver si el tren llega antes, piensa, mejor me quedo aquí. Al rato, se ve obligado a ir forzosamente al baño. Camina casi corriendo, recorre media estación hasta que encuentra un baño público. Sale con alivio a los pocos minutos, y toma aire para volver corriendo a donde estaba. El andén ya se llenó de gente, le cuesta hacerse un lugar cerca del borde. Un silbato fuerte hace girar su cabeza hacia la izquierda.
Se estira sobre el asiento de cuerina verde, satisfecho de estar en camino. Su rostro tiene un esbozo de sonrisa permanente sostenido por la alegría que parece brotar constantemente de sus ojos maduros. Observa, en cambio, las caras sombrías que lo rodean. Piensa que son como una franja gris que exhala desesperanza, como cuando él se sabía condenado a la rutina eterna, al día tras día sin otro sentido que ganarse el pan, encarcelado en ese trabajo aburrido en pleno microcentro.
Miró a su compañero de asiento, un joven que no parecía tan oscuro como los demás. Miraba por la ventanilla mientras su pie derecho marcaba el ritmo silencioso de su walkman. Amadeo tuvo ganas de hablarle. El chico le contestó dos o tres preguntas con cierta indiferencia, hasta que escuchó el destino de su viaje.
¿A Grecia? ¡Pero qué dice! Éste va a Berazategui
Sonrisa y paciencia. Con voz amable le reitera que tiene el boleto pago hasta Atenas.
Viejo, ¡estás pirado!
Da vuelta la cara y lo deja en el silencio de su alegría. Amadeo piensa lo difícil que es compartir buenos momentos con los otros. Siempre nos quieren apagar la pequeña luz, destruir las más inocentes ilusiones, sumirnos en la misma oscuridad en la que ellos naufragan. Cuando él supo que este tren iba a Grecia, nadie en su familia lo quiso creer. Sus hijas se burlaron, amenazándolo con un geriátrico prematuro, y su mujer, como de costumbre, le echó en cara que perdiera el tiempo en pavadas en vez de traer más dinero a fin de mes.
Cerró los ojos. Desde ese momento decidió no contar a nadie sus planes. Se iría temprano, cuando todos ellos dormían, sin valijas, total llevaba varios cheques de viajero para comprar lo que necesitaba. No tenía remordimientos. Los pocos años que le quedaban merecían algo mejor.
¡Atenas! ¡Próxima parada!
La voz aguda del guarda lo sacudió. Se incorporó con apuro, acomodándose el traje y entonces notó que el vagón estaba vacío. Bueno, la gente se habrá ido bajando antes, razonó, y sin darle demasiada importancia se acercó a la puerta para bajar.
Veinte días recorriendo las islas griegas, quince más disfrutando de Atenas y toda su cultura, treinta que se agregaron y que fueron absolutamente inesperados compartiendo el cuarto del hotel con una elegante señora italiana. Amadeo se sentía realmente bien, decidido a quedarse para siempre en ese paraíso que tanto le había costado encontrar. Pero una sutil molestia, una basurita ínfima en su conciencia, empezó a inquietarlo. Algo le decía que por lo menos sus hijas merecían una explicación, no podía abandonarlas de esa manera.
Tomó la decisión de volver por unos días, hablar con la familia y después despedirse para siempre. Besó con cariño a la signora, prometiéndole volver antes del fin de semana.
Frente a la ventanilla de la boletería, Amadeo pide:
A Buenos Aires, Argentina
¿Buenos Aires? No, no tenemos servicio a ese destino
¿Cómo que no? Yo viajé de Buenos Aires a Atenas, hace unos días.¡Ah, sí! Es sólo de ida, no tiene regreso.

No hay comentarios: