LA HAMACA
Mi hijo se hamaca en la plaza de invierno, cuando la tarde desaparece, como una llama, detrás de la muralla de edificios blancos.
Lo miro balancearse desde el banco verde de madera, y me dan ganas de subirme con él, para estirar las piernas con fuerza y elevarme hasta las copas de los árboles, donde el cielo se recorta entre las ramas solitarias esperando las hojas que vendrán.
En el camino hacia atrás, pliego las piernas para impulsarme, y el aire me atraviesa la espalda, como un pasado. Veo el suelo cubierto de piedritas de ladrillo acostado debajo del tobogán y el subibaja.
En el punto más alto de la nuca, me suspendo sin respirar, apretando las cadenas donde cuelga la tabla que se mueve como un péndulo.
Ahora soy un ángulo recto, empujo con la cola hacia adelante, y desciendo como un pájaro sin tocar la tierra. Allí el paisaje se confunde en una ráfaga de plantas, colores y chicos jugando.
Entonces subo hacia el vértigo, enfrentando el espacio que se arruga en mi vientre como un placer ingenuo, y cerca del cielo que se apaga, estalla.
Después viene el regreso frío, partiéndome la cabeza en dos con su espada, que desprende de mi cuerpo manos y tobillos. Los veo caer y rebotar con la pelota del picado azul y anaranjado. Y lleno mis pulmones, y empujo, y mis partes se juntan, y las mejillas cruzan el vacío, y el aire me penetra, y vuelo con los puños cerrados, y el mundo se hamaca conmigo, y el cielo es más gris, y la plaza un desierto, y la noche me espera otra vez atrás, y la memoria vuelve atada a la viga de metal como un pendiente, y me acuerdo y olvido, y voy y vengo, y me retiro y acerco, y me abro y cierro, y me contengo y vuelco, y soy libre y soy esclavo, eternamente.
Mi hijo se hamaca en la plaza de invierno, cuando la tarde desaparece, como una llama, detrás de la muralla de edificios blancos.
Lo miro balancearse desde el banco verde de madera, y me dan ganas de subirme con él, para estirar las piernas con fuerza y elevarme hasta las copas de los árboles, donde el cielo se recorta entre las ramas solitarias esperando las hojas que vendrán.
En el camino hacia atrás, pliego las piernas para impulsarme, y el aire me atraviesa la espalda, como un pasado. Veo el suelo cubierto de piedritas de ladrillo acostado debajo del tobogán y el subibaja.
En el punto más alto de la nuca, me suspendo sin respirar, apretando las cadenas donde cuelga la tabla que se mueve como un péndulo.
Ahora soy un ángulo recto, empujo con la cola hacia adelante, y desciendo como un pájaro sin tocar la tierra. Allí el paisaje se confunde en una ráfaga de plantas, colores y chicos jugando.
Entonces subo hacia el vértigo, enfrentando el espacio que se arruga en mi vientre como un placer ingenuo, y cerca del cielo que se apaga, estalla.
Después viene el regreso frío, partiéndome la cabeza en dos con su espada, que desprende de mi cuerpo manos y tobillos. Los veo caer y rebotar con la pelota del picado azul y anaranjado. Y lleno mis pulmones, y empujo, y mis partes se juntan, y las mejillas cruzan el vacío, y el aire me penetra, y vuelo con los puños cerrados, y el mundo se hamaca conmigo, y el cielo es más gris, y la plaza un desierto, y la noche me espera otra vez atrás, y la memoria vuelve atada a la viga de metal como un pendiente, y me acuerdo y olvido, y voy y vengo, y me retiro y acerco, y me abro y cierro, y me contengo y vuelco, y soy libre y soy esclavo, eternamente.
1 comentario:
Carlos, hermosa recreación de la infnacia.
Esa mimesis con el hijo es perfecta. Quién pudiera volver a los años de hamacas y toboganes!
Felicitaciones.
Marta Ravizzi
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