lunes, 4 de febrero de 2008

MIRÓN DE PALERMO



MIÉRCOLES DE CENIZA (La tragedia)

De los árboles que bordeaban la calle principal, colgaban las luces de colores y los mascarones. A la luz del día ver esa ornamentación significaba que estábamos en la semana de carnaval, y a pesar de que durante esas horas el movimiento de la calle y de los comercios pretendía mantener su ritmo habitual, a mí me parecía percibir un clima diferente. Era como oler un perfume distinto que brotaba del pavimento, y ver en los rostros una sonrisa por momentos cómplice, distraída, cercana a un desenfado, que durante el resto del año no mostraban. Seguramente las primeras sombras que caían confirmaban mi observación, ya que los empleados de los comercios se retiraban más apresurados de sus lugares de trabajo, las cortinas metálicas caían con rapidez y la cena de esa noche era más ligera.
La expectativa del corso imprimía tiempos distintos y apresurados. Pasadas las diez de la noche, el centro adquiría el clima que todos esperaban. La gente que caminaba el trazado oficial, lo hacía lentamente, chocándose constantemente, casi con gusto. Las mesas de las confiterías y del club dispuestas junto al cordón de la vereda mostraban un enjambre de copas y de papel picado.
El escenario principal que era la calle, arrojaba el tumulto de grupos que caminaban mezclándose con los disfrazados, que transformaban el espacio de cemento frío y aburrido de todos los días en el mágico escenario donde aparecían vestidos antiguos, caretas tragicómicas y gritos de máscaras sueltas que dejaban escapar en cada salto, vaya a saber que cosas.
No faltaban las carrozas que instalaban en un lugar visible del semiremolque a alguna quinceañera linda que saludaba automáticamente, vestida con ropas que el pudor permitía, compitiendo para reina del carnaval y alguna alegoría de personajes mitológicos o de actualidad que despertaban comentarios diversos. Estaba presente la comparsa, que circulaba pegada al cordón de la vereda asustando a los chicos más pequeños con sus trajes de cretona, y un cencerro que colgaba de un ancho cinturón. Desde la interminable fila de autos que circulaban a paso de hombre, con las ventanillas apenas bajas, escapaba el chorro de agua clandestino de un pomo de goma dirigido hacia alguna persona parada en el desfile, y estaba la última novedad inventada que se ofrecía para ese acontecimiento y se mostraba sobre una mesa improvisada con tablones puestos sobre barriles, donde se mezclaba con serpentinas, bolsitas de papel picado y lanzaperfumes.
La bomba de estruendo a las doce de la noche era el final del espectáculo, a partir de ese momento el juego con agua era permitido y sólo quedaban en el espacio superpoblado los grupos más decididos a demostrar con bombitas de agua y baldes y recipientes de todo tipo, la supremacía del juego, casi batalla. Mariscales de pilotos viejos plantados arriba de las chatas, héroes por un rato del verano presente.
Un rato antes de la medianoche partían los grupos familiares hacia sus casa y los más jóvenes para los clubes que abrían sus puertas para el baile que se prolongaría hasta la madrugada. Distintos lugares donde la música de las orquestas comenzaba a expandirse, abría la etapa de la noche de carnaval.
Algunos muchachos aprovechaban para escapar de la rutina del año, dejando a la novia en el club social, para huir hacia el barrio donde estaba seguramente aquella otra chica de la cual no se acordaba el nombre, pero que despertaba comentarios cuando en las tardecitas caminaba por las calles del centro.
María Rosa bebió esa noche con sus dieciocho años la magia que el carnaval le regalaba. Había bailado con todos los chicos que la invitaban en la pista al compás de la música que resonaba entre las paredes del viejo teatro Roma, acondicionado especialmente para esas noches.
María Rosa, acompañada por una amiga, había dejado el lugar alrededor de las tres y media de la mañana y ambas habían emprendido la caminata hacia sus casas alegremente. María Rosa, dejó a Leonor que vivía dos cuadras antes y siguió sola.
Caminó una cuadra y en la semipenumbra de la noche cuando de golpe se le cruzó, saliendo de una obra en construcción, el único varón con el que se había negado a salir a bailar. Lo había visto tomar demasiado y sus antecedentes no eran nada recomendables.
Sus labios se apretaron y quiso explicar o gritar, pero no tuvo tiempo. El relámpago claro de un disparo iluminó por un instante las sombras de la noche y un estruendo quebró el silencio de la hora. Un vecino, que se levantaba temprano, la encontró con los ojos abiertos sobre la vereda, ya muerta. La noche de corso presentaba una calle distinta. La gente caminaba más lentamente, las máscaras estaban más apagadas, y el juego con el agua después de las doce tuvo pocos participantes y fue más breve. Los bailes tuvieron su música pero sonaba sin ritmo y las parejas bailaban mostrando rostros con miradas ausentes. El miércoles de ceniza despertaba trágico. No quedaban en la calle disfrazados que demoraran sus pasos queriendo respirar el último aliento del carnaval. Era necesario y deseable que un viento fuerte llevara lejos los restos de papel picado, serpentinas y algún permiso de disfraz desprendido del alfiler que lo abrochaba. La fiesta de ruidos y colores, de zorros aventureros y diablos con picardía, se había quebrado en el mismo momento que la sonrisa del carnaval de María Rosa, se desgarró tremenda, y la muerte, no era ya un disfrazado de negro que recorría los corsos.

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