PLENITUD
Sabía que ya no tenía edad para hacerlo, pero, desde la infancia, su temperamento lo impulsaba a enfrentar los desafíos. Por eso, aquella mañana cálida de Octubre, no dudó en sumarse al grupo de personas que esperaban pacientemente en los bosques de Palermo.
Una señora de mediana edad le buscó conversación: Esto me cambió la vida, desde que vengo acá me siento libre, como si tuviera alas que me alejan de la rutina, de los problemas…
Ignacio pensó que justamente era eso lo que él tanto necesitaba. Escaparse, olvidar…Le siguió la conversación distraídamente, metido en su murmullo interior, apenas contestando con una sonrisa estereotipada. En ese momento llegó el profesor. Era un tipo pintón, cercano a los treinta y pico. Lo primero que hizo, después de saludar, fue enseñarle a los nuevos a ponerse los rollers. A Ignacio le costó un poco, pero después de unos minutos logró calzarse los dos. Se paró sobre el césped y sintió los pies apretados, pero pensó que ya se acostumbraría.
El profe hablaba con una voz clara y amable: Ahora caminen lentamente, primero un pie, el derecho, luego el otro. Vamos, intenten dar unos cuantos pasos. Él caminó con bastante seguridad, cuatro, cinco, seis pasos, y no pudo evitar mirar con cierta envidia a los que ya se deslizaban sobre el pavimento con asombrosa seguridad. Se preguntó si podría lograrlo y fue entonces cuando dejó de escuchar al profesor. Vos podés. La voz interior sonaba inquieta, ansiosa. Fuiste el mejor en natación, ¿te acordás de la medalla que te ganaste en cuarto año? No te podés acobardar ahora, sabés que con la bicicleta nadie pudo superarte. Dale, arriesgate. Sus pies comenzaron a moverse sin que pudiera evitarlo, dejaron atrás el césped y se acercaron lentamente al pavimento. El profesor no llegó a verlo, ocupado con unas personas de la primera fila. Cuando los rollers de Ignacio tocaron ese terreno liso, empezaron a mover sus piernas hacia delante y hacia atrás, flexionando sus rodillas, tal como una delicada ceremonia plástica que arqueó su cintura y extendió sus brazos. Miró alrededor, otros patinadores pasaban a su lado, casi rozándolo, mientras él continuaba avanzando por ese camino inundado de verde, de naturaleza, de sol. ¿Cómo me está sucediendo esto si yo no sé patinar? No cuestiones nada, dejáte llevar, insistió la voz desde lo profundo, y fue entonces cuando sintió que iba cada vez más rápido. Uno por uno fue pasando a los patinadores más experimentados. Un vértigo riesgoso y agradable se apoderó de su ser. Extendió los brazos, una sensación de plenitud que nunca antes había experimentado le hizo desear ir cada vez más rápido. Más y más. Y fue entonces cuando los Rollers empezaron a elevarse lentamente del piso de pavimento.
Una señora de mediana edad le buscó conversación: Esto me cambió la vida, desde que vengo acá me siento libre, como si tuviera alas que me alejan de la rutina, de los problemas…
Ignacio pensó que justamente era eso lo que él tanto necesitaba. Escaparse, olvidar…Le siguió la conversación distraídamente, metido en su murmullo interior, apenas contestando con una sonrisa estereotipada. En ese momento llegó el profesor. Era un tipo pintón, cercano a los treinta y pico. Lo primero que hizo, después de saludar, fue enseñarle a los nuevos a ponerse los rollers. A Ignacio le costó un poco, pero después de unos minutos logró calzarse los dos. Se paró sobre el césped y sintió los pies apretados, pero pensó que ya se acostumbraría.
El profe hablaba con una voz clara y amable: Ahora caminen lentamente, primero un pie, el derecho, luego el otro. Vamos, intenten dar unos cuantos pasos. Él caminó con bastante seguridad, cuatro, cinco, seis pasos, y no pudo evitar mirar con cierta envidia a los que ya se deslizaban sobre el pavimento con asombrosa seguridad. Se preguntó si podría lograrlo y fue entonces cuando dejó de escuchar al profesor. Vos podés. La voz interior sonaba inquieta, ansiosa. Fuiste el mejor en natación, ¿te acordás de la medalla que te ganaste en cuarto año? No te podés acobardar ahora, sabés que con la bicicleta nadie pudo superarte. Dale, arriesgate. Sus pies comenzaron a moverse sin que pudiera evitarlo, dejaron atrás el césped y se acercaron lentamente al pavimento. El profesor no llegó a verlo, ocupado con unas personas de la primera fila. Cuando los rollers de Ignacio tocaron ese terreno liso, empezaron a mover sus piernas hacia delante y hacia atrás, flexionando sus rodillas, tal como una delicada ceremonia plástica que arqueó su cintura y extendió sus brazos. Miró alrededor, otros patinadores pasaban a su lado, casi rozándolo, mientras él continuaba avanzando por ese camino inundado de verde, de naturaleza, de sol. ¿Cómo me está sucediendo esto si yo no sé patinar? No cuestiones nada, dejáte llevar, insistió la voz desde lo profundo, y fue entonces cuando sintió que iba cada vez más rápido. Uno por uno fue pasando a los patinadores más experimentados. Un vértigo riesgoso y agradable se apoderó de su ser. Extendió los brazos, una sensación de plenitud que nunca antes había experimentado le hizo desear ir cada vez más rápido. Más y más. Y fue entonces cuando los Rollers empezaron a elevarse lentamente del piso de pavimento.
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