AZUL TORMENTA
Por qué no iba a la escuela cuando llovía mucho? ¡Lo que me perdí! Tomaba el tren de las seis de la mañana. Me costaba levantarme tan temprano, y a veces me tocaba correr mucho, sobre todo el último tramo de las cinco cuadras que separaban mi casa de la estación de Pérez. Se trataba de la diagonal que aún atraviesa la inmensa plaza que ocupa toda una manzana.
El guarda ya me conocía, y si yo no estaba entre los que subían, miraba hacia la plaza. Al distinguir el delantal blanco duro de almidón, cruzando a la carrera en la oscuridad invernal, esperaba parado, con su traje gris, el paño verde que daría la señal de partida en su mano, y el silbato calladito. Cuando ya sin aire, pisaba yo el estribo, recién pitaba y agitaba el paño, indicando al maquinista que podía iniciar el viaje.
Hacía entonces mi aparición agitada en la puerta del vagón, y ocupaba mi asiento acostumbrado. Alguna vez alguien, anónimamente, dejó escapar un "¡con lo justo!" Sin mirar a ninguno de los pasajeros habituales, escondía mi extrema timidez clavando la vista en la ventanilla, a la espera de que, no sé por qué extraño fenómeno, se fueran encendiendo las luces a medida que el tren cobraba velocidad. Entonces abría un libro o la carpeta, y me ponía a leer las lecciones que "guardaba" para el viaje de treinta y cinco minutos. Tenía que apurarme, porque cuando disminuía la velocidad al aproximarse a la estación siguiente, se iba apagando la luz poco a poco. Y vuelta a mirar por la ventanilla.
Un día, un grupo de muchachitos que viajaban siempre, con sus bolsitos con la merienda, o ropas de trabajo, ni bien me senté, empezaron a cantar a coro bien fuerte:
"Camelia, Camelia, Camelia,
Camelia de mi corazón
de sumas y restas entiendes
pero no entiendes
nada nada de amor..."
Lo habían planeado, seguro. Traté de ignorarlos, pero sentí que toda la sangre se agolpaba en mi cara, y con mucha bronca, decidí que cambiaría de vagón desde el día siguiente. Pero no lo hice. En realidad, fue un halago, tipo serenata; una muestra de que se fijaban en mí. Cuando se es jovencita no hace falta tener belleza para gustar.
Recuerdo todo esto ahora, en este tren, perdida ya la timidez en lontananza, pero así y todo obsesionada con la ventanilla, pegada mi nariz al vidrio para ver la tormenta. Es de noche, y tras la lluvia torrencial que chirlea y salpica, la negrura se ilumina de tanto en tanto, por instantes, con los relámpagos, seguidos por el correspondiente trueno. Esa visión, sumada al olor a tierra mojada, al ruido del agua sobre el techo, me da la sensación de estar muy lejos, en un país exótico.
Es que nunca había surcado una tormenta a bordo del tren. Es maravilloso. Sigo tratando de grabarme las imágenes que me develan los refucilos. Son de un tono azul grisáceo intenso, deslumbrantes. Como tus ojos, Tito.
¿Por qué nunca antes me había fijado en el color de tus ojos? ¿Por qué? Si somos amigos desde chiquitos... Si me leías tantos cuentos... y jugábamos tanto en la pileta del lavadero, haciendo naufragar en tormentas marinas a esas maderitas que eran naves imaginarias, tripuladas por las vaquitas de San Antonio que cazábamos en el jardín...
Sin embargo, recién ayer, cuando te visité en el geriátrico adonde te tienen sin ser geronte, por el sólo hecho de que ya no caminás, pero sobre todo porque así resultás un buen negocio, recién ayer, digo, reparé en ello. Me llevó dos años averiguar tu paradero. Tu casa, la de la felicidad, fue derrumbada, y nadie sabía darme pistas para encontrarte. Gracias a que perseveré, al fin vi tus ojos ¡por primera vez! Son de un azul grisáceo tan intenso como los fogonazos en esta ventanilla, de este tren, que quisiera que no llegue a destino, que se paren los relojes, que no amaine el temporal, hasta que tus ojos y los míos se miren a través del vidrio, todo lo suficiente, como para recuperar el tiempo perdido.
Por qué no iba a la escuela cuando llovía mucho? ¡Lo que me perdí! Tomaba el tren de las seis de la mañana. Me costaba levantarme tan temprano, y a veces me tocaba correr mucho, sobre todo el último tramo de las cinco cuadras que separaban mi casa de la estación de Pérez. Se trataba de la diagonal que aún atraviesa la inmensa plaza que ocupa toda una manzana.
El guarda ya me conocía, y si yo no estaba entre los que subían, miraba hacia la plaza. Al distinguir el delantal blanco duro de almidón, cruzando a la carrera en la oscuridad invernal, esperaba parado, con su traje gris, el paño verde que daría la señal de partida en su mano, y el silbato calladito. Cuando ya sin aire, pisaba yo el estribo, recién pitaba y agitaba el paño, indicando al maquinista que podía iniciar el viaje.
Hacía entonces mi aparición agitada en la puerta del vagón, y ocupaba mi asiento acostumbrado. Alguna vez alguien, anónimamente, dejó escapar un "¡con lo justo!" Sin mirar a ninguno de los pasajeros habituales, escondía mi extrema timidez clavando la vista en la ventanilla, a la espera de que, no sé por qué extraño fenómeno, se fueran encendiendo las luces a medida que el tren cobraba velocidad. Entonces abría un libro o la carpeta, y me ponía a leer las lecciones que "guardaba" para el viaje de treinta y cinco minutos. Tenía que apurarme, porque cuando disminuía la velocidad al aproximarse a la estación siguiente, se iba apagando la luz poco a poco. Y vuelta a mirar por la ventanilla.
Un día, un grupo de muchachitos que viajaban siempre, con sus bolsitos con la merienda, o ropas de trabajo, ni bien me senté, empezaron a cantar a coro bien fuerte:
"Camelia, Camelia, Camelia,
Camelia de mi corazón
de sumas y restas entiendes
pero no entiendes
nada nada de amor..."
Lo habían planeado, seguro. Traté de ignorarlos, pero sentí que toda la sangre se agolpaba en mi cara, y con mucha bronca, decidí que cambiaría de vagón desde el día siguiente. Pero no lo hice. En realidad, fue un halago, tipo serenata; una muestra de que se fijaban en mí. Cuando se es jovencita no hace falta tener belleza para gustar.
Recuerdo todo esto ahora, en este tren, perdida ya la timidez en lontananza, pero así y todo obsesionada con la ventanilla, pegada mi nariz al vidrio para ver la tormenta. Es de noche, y tras la lluvia torrencial que chirlea y salpica, la negrura se ilumina de tanto en tanto, por instantes, con los relámpagos, seguidos por el correspondiente trueno. Esa visión, sumada al olor a tierra mojada, al ruido del agua sobre el techo, me da la sensación de estar muy lejos, en un país exótico.
Es que nunca había surcado una tormenta a bordo del tren. Es maravilloso. Sigo tratando de grabarme las imágenes que me develan los refucilos. Son de un tono azul grisáceo intenso, deslumbrantes. Como tus ojos, Tito.
¿Por qué nunca antes me había fijado en el color de tus ojos? ¿Por qué? Si somos amigos desde chiquitos... Si me leías tantos cuentos... y jugábamos tanto en la pileta del lavadero, haciendo naufragar en tormentas marinas a esas maderitas que eran naves imaginarias, tripuladas por las vaquitas de San Antonio que cazábamos en el jardín...
Sin embargo, recién ayer, cuando te visité en el geriátrico adonde te tienen sin ser geronte, por el sólo hecho de que ya no caminás, pero sobre todo porque así resultás un buen negocio, recién ayer, digo, reparé en ello. Me llevó dos años averiguar tu paradero. Tu casa, la de la felicidad, fue derrumbada, y nadie sabía darme pistas para encontrarte. Gracias a que perseveré, al fin vi tus ojos ¡por primera vez! Son de un azul grisáceo tan intenso como los fogonazos en esta ventanilla, de este tren, que quisiera que no llegue a destino, que se paren los relojes, que no amaine el temporal, hasta que tus ojos y los míos se miren a través del vidrio, todo lo suficiente, como para recuperar el tiempo perdido.
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