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Ariel Félix Gualtieri
Ladrones
Ariel Félix Gualtieri
Me
encontraba viajando en colectivo, no recuerdo hacia dónde. Estaba sentado junto
a la puerta, del lado de la ventanilla. Mi compañero de asiento era un hombre
más o menos grueso, de unos treinta años. Parecía muy concentrado frente a la
pantalla de su teléfono celular, o de algún otro aparato por el estilo. Me
habría gustado fijarme en lo que estaba haciendo con aquella máquina, pero me
contenía (es que he tenido malas experiencias; la gente suele exhibir
comportamientos desagradables, o más o menos agresivos, cuando uno mira de reojo
las pantallas de los dispositivos electrónicos que están usando: ¡lo que pasa
es que está lleno de gente!). Hay varias hipótesis sobre lo que mantenía tan
ocupado al sujeto: tal vez leía su correo electrónico, o algún mensaje de
texto; quizás ojeaba una página web… aunque también podría haber estado
eligiendo alguna canción para ponerse a escuchar, o mirando fotos… incluso podría
haber estado haciendo varias de aquellas cosas a la vez. Bueno, no importa; de
cualquier manera siempre desconfié de esos artefactos.
El
colectivo frenó en la parada de Plaza Once, frente a una de las entradas de la
estación de tren, por la avenida Pueyrredón. Todo ocurrió en cuestión de
segundos. Ya los había visto cuando estaban en la calle y se arrimaban a
nuestro vehículo a medida que este se iba deteniendo. Eran tres muchachos que
debían de tener más de veinte años, delgados y de huesos largos. Sus rostros
estaban serios o desencajados. Cuando se abrieron las puertas del colectivo,
entraron por la del medio. Uno de ellos se dirigió hacia mi compañero de
asiento; los otros permanecieron a unos pasos. El hombre seguía sumergido en su
aparato y no se percató de nada. Mi posición me otorgaba una vista
privilegiada. El ladrón fue acercando la mano con una lentitud exasperante, hasta
que finalmente aferró la parte superior del teléfono de nuestro amigo.
Inmediatamente comenzó un forcejeo entre ambos que no duró mucho; y en un abrir
y cerrar de ojos, los jóvenes delincuentes ya estaban volando por la avenida
Pueyrredón y pronto desaparecerían, tal vez para siempre. El hombre, por su
parte, se levantó y corrió unos pasos por el colectivo en dirección a la
salida, como si fuese a perseguirlos, pero pronto se detuvo y volvió a su asiento.
Cuando advertí que todavía conservaba el celular en la mano, experimenté una
sensación de desilusión.
Al día
siguiente, de camino al trabajo, entré a una santería de la calle Uriburu para
comprar una estampita de San La Muerte. «Se la daré solamente si recupero lo
mío», me dijo el vendedor. Saqué el teléfono celular que llevaba en mi bolsillo
y se lo devolví. El hombre lo tomó con ternura y, sonriendo con los ojos, lo
comenzó a acariciar, como si fuese una mascota. «Tome», me dijo dándome la
estampita con su oscura oración en el reverso. Cuando estaba a punto de salir,
me gritó: «¡Por lo que más quiera, sea más cuidadoso, es la séptima vez que la
pierde!».
Me dirigí
a la oficina, que se encontraba a unas pocas cuadras. Fui por un camino
directo, a paso rápido, sin detenerme en ningún lado. Llegué al cabo de tres
horas. En la puerta del edificio me abordó el guardia, que a la vez era mi
exnovia, y que también se trataba de mi abuelo. Me dijo a los gritos que estaba
despedido y que no podía entrar. Traté de suplicarle, pero apenas comencé a
hablar, me interrumpió: «¿Otra vez?..., ¡¿otra vez?!». Y mientras decía
aquello, señalaba con la mirada —una mirada triste y llorosa— el extremo de uno
de mis brazos. Me di cuenta entonces de que me faltaba la mano derecha. Salí
corriendo.
Mientras
me alejaba del lugar comenzó a llover, lo que fue una suerte porque así no tuve
que aguantarme las lágrimas.
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