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Mónica Russomanno
San Sebastián
Mónica Russomanno
Allá en
el fondo Donosti. Allá en el fondo la Donosti que no debe ser invocada porque
una vez que se la invoca aparece, y cuando aparece ya se sabe, es tirar de la
soguita y no hay caso, el hilito de memoria viene con todo lo que está
comprimido y de pronto se despliega y todo está intacto y vívido. Es Donosti y
son los abuelos, y el monte y los caseríos, y la niñez con árboles de manzana y
las cinco hermanas que cuatro se fueron de monjas y una no, y es el colegio y
la monja Imelda puro rencor reconcentrado pobre vieja que ya habrá muerto. Es
la Donosti que vocea como en sueños a esta estación que se llama San Sebastián,
extemporánea y tan ajena en la pampa sudamericana.
Ya al ver
en el recorrido el nombre de la estación San Sebastián, se le recortó en rojo y
se dijo que no, que esta es otra San Sebastián tan lejos tan
inconmensurablemente lejos de la baska Donosti de edificios delicados y puentes
ornamentados. Sabe, ella, que esta San Sebastián argentina no es ni puede
parecerse a la Donosti euskera, y sabe por haberlo sufrido que los viajes deben
ser hacia adelante, porque el que mira hacia atrás se transforma en sal, en
estatua, en lágrima y dolor visceral.
Pero este
tren va a hacer parada en San Sebastián, y el no pensar es difícil y el no
sentir es imposible. Detrás de las ventanillas se suceden los campos llanos y
el pasto mientras se superpone una capa delgada de helechos, de coníferas, de
ovejitas blancas con cencerro. Será una niebla quizás la que nubla la vista y
hace aparecer montes redondeados, casas blancas con tejados rojos, olor a mar
allá donde los barcos se enfrentan con sus hombres al Cantábrico.
Euskadi
que ya no es, Euskadi de la niñez que tan ligada está a la muerte, como eso de
que la meta y la largada suelen converger en las pistas circulares.
Miedo,
ahora. Miedo del tren que es como la luna y las monedas, como la lluvia y la
tristeza, imágenes que devienen en metáforas tan exactas que se confunden. El
tren y el viaje hacia la muerte, fin de viaje, la vida que traqueteando se
precipita en la nada final. Y ahora que el tren llegará a San Sebastián se
cierra el círculo sobre la infancia. Miedo. Miedo a desear que de una vez
acaben los trabajos y las agitaciones, se pare el péndulo y la San Sebastián
ésta sea la Donosti aquella. Miedo a querer estar en la muerte mientras el tren
se precipita sobre los rieles negros.
Vuelven
los parques y las estatuas, vuelve la nieve derritiéndose en las botas y
vuelven los temporales y las galernas que devoraban barcos allá donde el mar es
océano poderoso. Vuelven aquellos trenes que, se lo debe decir a si misma, no
son éste tren.
Anochece.
Ya casi
llega. Las penumbras permiten que el paisaje se levante como un libro
troquelado, abetos y robles suplantan los eucaliptus, iglesias de piedra, ríos
estrechos con puentes de pretiles gastados y sombras de peregrinos con sus
maquillas, esos báculos de andar por el monte. Ya ni hace falta mirar por la
ventanilla, si todo está más adentro de la superficie de los ojos, si ya es
todo una yuxtaposición de bailes con vestido blanco y cintas verdes y rojas, el
gato Holofernes cayendo de la terraza, los jacintos en las macetas, y el
desgarro del puerto desapareciendo en el horizonte, tan pequeño, tan pequeño,
en la nefasta jornada de la partida.
Ya no hay
planos, todo está allí comprimido y necesario, compacto. Un todo en el que la
violencia de la partida, el amor de los abuelos, el olor a los lápices de
madera, la voz de la radio BBC durante la segunda guerra, las amigas y,
también, todo lo malo, son una madeja indistinguible que le está haciendo
estallar el pecho.
No le
importa morir aquí, hoy, esta noche. En este momento se ha alineado la vía
hacia Donosti, y con lágrimas advierte que el tren se detiene.
Baja del vagón sin sentir
el suelo bajo los pies. Sabe que la recibirá el mar y el monte, que la querida
silueta del abuelo la esperará en el andén. Con ojos fijos mira su propia
muerte.
El hijo y
el nieto la esperan. Desciende la abuela con un rostro extraña, casi como si no
hubiese nadie detrás de esa máscara rígida para responder a la llamada. La
llaman. Al hijo le ha temblado un poco la voz.
La abuela
vacila levemente, advierte al nieto, ve al hijo ya canoso. Retorna, sonríe,
vuelve a entrar en sí. Sale de Donosti, camina hacia ellos por San Sebastián.
Ha de vivir un poco más.
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