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Ester Vallbona
De
príncipes y princesas
Ester
Vallbona
10:00 de
la mañana. Imagino a mi princesa, despierta quizá no hará mucho, arrastrando
sus cansados pies hasta el lavabo y, asomada al espejo, preguntándole a su
rostro fatigado por qué narices se dejaría convencer para quedar con el
aprendiz de príncipe.
No, este
príncipe no lo va a tener nada fácil. Sobre todo, porque ella no está demasiado
por la labor.
Y es que
los cuentos ya no son lo que eran. Las princesas de hoy ya no creen en
príncipes azules. Ya no suspiran por ser rescatadas de las garras de dragones
por aguerridos caballeros de armaduras relucientes. Ya no tejen bordados
esperando pacientemente a ser desposadas. Las princesas de hoy, como mi
princesa, saben muy bien lo que quieren. Saben que hay mucho sapo suelto,
disfrazado de príncipe, que seguirá siendo sapo tras el primer y último beso.
Por eso están bien solas, tranquilas, dueñas y señoras de su castillo y de su vida,
aunque de vez en cuando sientan una punzada de soledad.
11:15
Seguramente, ahora, el aprendiz de príncipe, comido de nervios, ensayará una y
otra vez su mejor perfil, su postura más varonil, y repasará mentalmente el
listado de temas más o menos ocurrentes con los que confía llamar la atención
de la princesa. Rebuscará en su memoria anécdotas divertidas que le hagan
quedar bien y, si es necesario, no reparará en adornarlas con retazos de su propia
cosecha. Por supuesto, no descuidará lo más importante: sacar brillo a su
montura, que hay que dar buena impresión…
Lo que,
sin duda, no imagina es que mi princesa no es como las demás. A ella no la encandilan
los supuestos héroes con su retahíla de grandes hazañas, sino las pequeñas
gestas de esos héroes anónimos que, día tras día, dan lo mejor de sí sin pedir
nada a cambio. No la deslumbran los lujosos corceles, le basta un paseo a pie
que le permita disfrutar de esos pequeños placeres que suelen pasar
inadvertidos a la mayoría, la sonrisa de un niño, el sutil e inesperado aroma
de una flor o el dulce y azucarado de una pastelería, una curiosa forma en la
nube que se disipa, el aleteo travieso de dos pájaros, la curiosa disposición
de colores de la ropa tendida en un balcón, un acorde misterioso mecido por el
viento…
Y
entonces, sólo entonces, puede que él tenga la suerte de verla emocionarse, la
mirada perdida, e incluso se haga la ilusión de que ha tenido algo que ver en
ello y que todo va viento en popa, y puede que hasta se atreva a comentarle
algo al respecto, pero lo que ignora es que, en ese instante, ella ya no lo ve
ni lo escucha, su atención hace rato que voló muy lejos, en busca de la persona
con quien le gustaría compartir realmente ese momento.
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