LA ASAMBLEA DE SUS POSTRIMERÍAS
Qué contento me sentí después de que el chamán me leyera la carta. ¡Qué saltos de canguro daba, qué sonrisa de oreja a oreja se dibujó en mi halo! ¡Podía curarme cuando quisiese, según el comunicado, del modo y forma que prefiriese! ¡Qué sensibilidad tenían aquellos muertos, qué ardientes eran sus entrañas! Estaba como unas castañuelas, sabiendo que los muertos no se oponían a mi curación y que la aprobaban con fórmulas animosas. Con este remedio farmacológico me retiré a mi domicilio, me acosté en la cama y me puse a leer la Biblia, como los misioneros. Fue entonces -con estas piadosas costumbres- cuando descubrí de qué pie cojeaba mi enfermedad porque supe que estaba enfermo, cosa que antes desconocía, porque no me había parado a pensar en ello. También deduje que podría haber ayudado al desenlace de la sintomatología el hecho peregrino y cosmopolita de no haber comido a manteles ni de haber probado bocado en todo el tiempo que estuve en la isla, y para persuadirme de la veracidad de esta hipótesis, les pregunté a los habitantes de la tribu genuina de hombres y mujeres de pro o tal vez de contra si seguían la costumbre general de llenar el estómago, o si por el contrario lo dejaban vacío como una caja fuerte desvalijada. Me dijeron que no sabían lo que era comer. Cuando se lo expliqué se echaron a reír y tuve que recogerlos para que no se derramasen en el mar de la ironía, cuyas orillas están sumergidas, y también les dije que, por respeto a mí, que era extranjero, deberían mantener la compostura procurando al menos reírse solamente a mis espaldas.
-Es que -se explicaron- comer es el ejercicio más estúpido del mundo, según nos lo describe, y solo puede compararse a arar en el mar o a esconder una vela encendida en un pozo y luego cerrarlo.
-Díganme la causa- quise querer saber.
-Pues la causa no precisa de excesivas consecuencias para hacerse notar -me explicaron los insulanos- porque si usted hace lo mismo que deshace, expulsando por un orificio lo que por otro introduce, actuará como Sísifo -no me dijeron exactamente Sísifo, aunque sin duda quisieron decírmelo- y echará a perder el trabajo realizado.
-Es la ley de la naturaleza -argumenté- Nadie puede quebrantar la ley, exceptuando a la propia ley inquebrantable.
-Pues esa ley no ha pasado por el parlamento de esta isla -me aseguraron- así que para nosotros no tiene aplicación.
-¿Cómo no?-repliqué- ¿Acaso están ustedes fuera de la naturaleza?
-No es eso -argumentaron con modestia los isleños- Es que la naturaleza está dentro de nosotros.
-Son ustedes muy soberbios- volví a la carga por la rabia que sentí cuando me dieron una respuesta tan certera.
-La soberbia está dentro de usted, no dentro de nosotros- me confesaron.
Desde entonces comprendí que hay que visitar muchas islas para comprenderse nítidamente a uno mismo. Y también comprendí lo que significa el verbo comprender, padre de todos los verbos, que consiste en asumir internamente a través de lo invisible -la ciudad sobrehumana y divina- la ironía perfecta y consumada de lo visible. Es decir, se necesitaba un sacrificio, y todos los espejos me acusaban. Aquellos isleños me trataban a cuerpo de rey, y aquello tendría que resultar sospechoso teniendo en cuenta que con tanta popularidad solo un mono era capaz de hacerme sombra. En la isla Reineta no hay oro ni plata, ni siquiera petróleo, sino solamente caucho y ambrosía. Lo demás es selva y arena, amén de algunas montañas y termiteros con vistas al mar amarillento, que algún profeta del Antiguo Testamento no dudaría en llamar con voz de quincallero mar de luz. Las más de las veces se disfrazaba de azul pero interiormente estoy seguro de que tenía este color, y la prueba de ello es que no hay nadie excepto yo mismo que pueda decir lo contrario.
Un día llovió bastante, aunque la lluvia caía sin mojarnos, pidiendo permiso y apartándose cuando se acercaba a nuestras ropas de gala.
Determinamos todo el pueblo y yo excepto el mono, que a la sazón estaba entretenido con el periódico del día, como hacen los de su especie, de hacer una expedición al volcán del Ardiente Beso, que estaba domiciliado en el centro sur de la isla, para ir a recoger ambrosía y caucho, que como ya indicado, es lo que más abunda en esa región difícil de imaginar. Tomamos el Tren de los Trolas, de sexo femenino-, unos seres mitológicos que calzan zapatos deportivos con una cámara de orgón y pueden desplazarse a muchísima velocidad, haciendo ondear sus cabellos largos y sucios, que se ponen de punta con el rozamiento del aire, dándole ese aspecto tan característico que hace que parezcan informales y feos, aunque yo los he visto quietos y doy fe de que son hermosos como cualquier entrañable alimaña. Gracias a su alta velocidad alcanzamos la cumbre del volcán antes de ver siquiera la base, y pusimos los pies en lo alto con mucho cuidado de no precipitarnos al lugar que habíamos sorteado. Vimos una enorme boca gigantesca que no nos dijo nada, pero que nos dejó estupefactos al mostrarnos una lengua de lava en su interior, una lengua muy larga, mucho más larga que la de un murmurador, y un poco más corta que la de una murmuradora, a la cual si le daba por echarse a conversar sería allí Troya para nosotros. Entonces sentimos miedo y comenzamos a arrimarnos unos a otros como para no coger frío, aunque de hecho, las nubes livianas se derretían en agua con el calor. Entonces, con unos prismáticos de noble plástico contemplamos la caverna incandescente del volcán y pudimos admirar la Morada de los Grifos, que construyen sus nidos con caucho y ambrosía -y un poco de betún de zapatos- y no cesan de escupir lava por sus picos de plomo, como grifos que son. Un grifo -para los naturalistas curiosos sea dicho- es un bichejo del tamaño de una cabra, cuadrúpedo y cubierto de plumas, actualmente, a causa de una modificación genética patentada por unos comerciantes europeos, tienen el cuerpo cubierto de billetes de dólar- y se dedican a construir nidos para sus polluelos, así como a acumular grandes sumas de dinero para concederse préstamos entre sí. En aquel momento estaban distraídos cotizando en Bolsa, que es un enorme pellejo de cuero de cabra lleno de excrementos de nácar que relumbran como una luna artificial -como esa luna de los astronautas-. Decidimos que yo bajaría a la lengua del volcán -la incandescencia de mi piel entre la incandescencia de la lava pasa desapercibida si no se mira demasiado- y que pondría una pica en las entrañas del desafiante beso de la tierra que estaba a punto de seducirme. Dicho y hecho. Veni, vidi, vici. Quiero decir, que me eché como un Empédocles al vacío de aquella sima de metal fundido que gemía como una parturienta para rescatar -¡codicia humana, a dónde te precipitas!- oro podrido de bilis y ambición para llenar unos estómagos sin fondo. La codicia seduce incluso al más puro de los hombres, como sedujo a aquellos buenos moradores de la tenebrosa isla que flota en mitad del mar universal, sostenidos en la Divina Providencia. Vi a los grifos. Ellos me vieron a mí. Nos enfrentamos en una lucha sin cuartel, yo contra diez mil de ellos que gritaban y clamaban como un millón de demagogos. Los cogí a todos por la cola y los zarandeé en el aire hasta volverlos fuego puro que me hizo elevarme en la caverna volcánica como si estuviese en el ascensor de un misil. Me elevé por encima del dinero, por encima de los hombres de la isla, por encima de las ambiciones humanas, y pertenecí para siempre al territorio del cielo. Mi cabeza se metamorfoseó en una partícula de piedra durísima e indestructible, y cabalgué a lomos del palafrén del tiempo hecho sangre de fuego, esa misma sangre que somos, esa misma sangre de la verdad que se llama Espíritu, y que en una ocasión y para siempre se vertió sobre nosotros otorgándonos el don de la palabra. Ahora soy un héroe ejemplar que viaja por el cielo, más allá de los abismos volcánicos del pecado y la maldad humanos, hecho antorcha de santidad y libre y completamente feliz por consiguiente, como una forma que se hace materia en la mente de cada uno que la encuentra, comida y bebida de comprensión, de esa comprensión inaugurada por el que vino antes y está por venir ahora, por ese mar de luz en el que la isla se sostiene, y que no es otro que el vino de la alegría sobre el pan de lo imperecedero, fuente oscura nunca del todo conocida y perpetuamente sólida y manifiesta en el canto de toda forma".
Así concluyó el cometa el Cuento de la Historia, que siempre es la misma aunque narrada por generaciones diferentes. Aún así, no comprendí la causa por la que el cometa había quedado enzarzado entre las ramas de un árbol. "Fue un simulacro", me confesó, "como toda tu vida anterior. Ahora empieza tu verdadera vida, más allá de la isla de la tristeza, sobre las aguas del mar de la música". "Estoy enamorado", le dije, pero ya se había vaporizado en el espacio de rostro sin límites y de facciones emocionales.
Me quedé solo.
¿Dónde estaba la tonelada de rosas que le rendiría a mi amada en sacrificio? No las veía por ninguna parte. Era de noche y el ballet de las estrellas relumbraba como un lejano espectáculo. ¿Qué tenía que hacer ahora cuando mi papel de antes yo había terminado? Ni siquiera tenía nombre. "Necesito un nombre", pensé, "aunque sea conocido y vulgar".
La calle estaba vacía y la plaza en la que me encontré con ella tenía la forma de una lágrima. Oí un ladrido. Era el Perro Pobre de mi última hora, cubierto de llagas, un tanto cansado de esperarme, famélico pero nunca rendido. Recordé el duelo con el enano de mi egoísmo, el disparo que había rebotado sobre el corazón, y luego el cometa que me había hecho comprender y despertar. "Solo falta ella", pensé. Intenté encontrar su mirada dibujada en alguna parte. Nada. Vacío sin intención de cambio. Y el Carnaval de los Elementos había desaparecido.
-Ven - escuché una voz familiar.
No era el perro de mi Última Hora. No era el dragón del viento. Era su voz. Solo su voz de pie delante de mí, pero aún no la veía.
-Mírame -escuché-.
Miré de nuevo. El Perro Pobre estaba sentado a sus pies y ella me sonreía, me hablaba con un acento más antiguo que el tiempo, y con la suavidad de una caricia.
Qué contento me sentí después de que el chamán me leyera la carta. ¡Qué saltos de canguro daba, qué sonrisa de oreja a oreja se dibujó en mi halo! ¡Podía curarme cuando quisiese, según el comunicado, del modo y forma que prefiriese! ¡Qué sensibilidad tenían aquellos muertos, qué ardientes eran sus entrañas! Estaba como unas castañuelas, sabiendo que los muertos no se oponían a mi curación y que la aprobaban con fórmulas animosas. Con este remedio farmacológico me retiré a mi domicilio, me acosté en la cama y me puse a leer la Biblia, como los misioneros. Fue entonces -con estas piadosas costumbres- cuando descubrí de qué pie cojeaba mi enfermedad porque supe que estaba enfermo, cosa que antes desconocía, porque no me había parado a pensar en ello. También deduje que podría haber ayudado al desenlace de la sintomatología el hecho peregrino y cosmopolita de no haber comido a manteles ni de haber probado bocado en todo el tiempo que estuve en la isla, y para persuadirme de la veracidad de esta hipótesis, les pregunté a los habitantes de la tribu genuina de hombres y mujeres de pro o tal vez de contra si seguían la costumbre general de llenar el estómago, o si por el contrario lo dejaban vacío como una caja fuerte desvalijada. Me dijeron que no sabían lo que era comer. Cuando se lo expliqué se echaron a reír y tuve que recogerlos para que no se derramasen en el mar de la ironía, cuyas orillas están sumergidas, y también les dije que, por respeto a mí, que era extranjero, deberían mantener la compostura procurando al menos reírse solamente a mis espaldas.
-Es que -se explicaron- comer es el ejercicio más estúpido del mundo, según nos lo describe, y solo puede compararse a arar en el mar o a esconder una vela encendida en un pozo y luego cerrarlo.
-Díganme la causa- quise querer saber.
-Pues la causa no precisa de excesivas consecuencias para hacerse notar -me explicaron los insulanos- porque si usted hace lo mismo que deshace, expulsando por un orificio lo que por otro introduce, actuará como Sísifo -no me dijeron exactamente Sísifo, aunque sin duda quisieron decírmelo- y echará a perder el trabajo realizado.
-Es la ley de la naturaleza -argumenté- Nadie puede quebrantar la ley, exceptuando a la propia ley inquebrantable.
-Pues esa ley no ha pasado por el parlamento de esta isla -me aseguraron- así que para nosotros no tiene aplicación.
-¿Cómo no?-repliqué- ¿Acaso están ustedes fuera de la naturaleza?
-No es eso -argumentaron con modestia los isleños- Es que la naturaleza está dentro de nosotros.
-Son ustedes muy soberbios- volví a la carga por la rabia que sentí cuando me dieron una respuesta tan certera.
-La soberbia está dentro de usted, no dentro de nosotros- me confesaron.
Desde entonces comprendí que hay que visitar muchas islas para comprenderse nítidamente a uno mismo. Y también comprendí lo que significa el verbo comprender, padre de todos los verbos, que consiste en asumir internamente a través de lo invisible -la ciudad sobrehumana y divina- la ironía perfecta y consumada de lo visible. Es decir, se necesitaba un sacrificio, y todos los espejos me acusaban. Aquellos isleños me trataban a cuerpo de rey, y aquello tendría que resultar sospechoso teniendo en cuenta que con tanta popularidad solo un mono era capaz de hacerme sombra. En la isla Reineta no hay oro ni plata, ni siquiera petróleo, sino solamente caucho y ambrosía. Lo demás es selva y arena, amén de algunas montañas y termiteros con vistas al mar amarillento, que algún profeta del Antiguo Testamento no dudaría en llamar con voz de quincallero mar de luz. Las más de las veces se disfrazaba de azul pero interiormente estoy seguro de que tenía este color, y la prueba de ello es que no hay nadie excepto yo mismo que pueda decir lo contrario.
Un día llovió bastante, aunque la lluvia caía sin mojarnos, pidiendo permiso y apartándose cuando se acercaba a nuestras ropas de gala.
Determinamos todo el pueblo y yo excepto el mono, que a la sazón estaba entretenido con el periódico del día, como hacen los de su especie, de hacer una expedición al volcán del Ardiente Beso, que estaba domiciliado en el centro sur de la isla, para ir a recoger ambrosía y caucho, que como ya indicado, es lo que más abunda en esa región difícil de imaginar. Tomamos el Tren de los Trolas, de sexo femenino-, unos seres mitológicos que calzan zapatos deportivos con una cámara de orgón y pueden desplazarse a muchísima velocidad, haciendo ondear sus cabellos largos y sucios, que se ponen de punta con el rozamiento del aire, dándole ese aspecto tan característico que hace que parezcan informales y feos, aunque yo los he visto quietos y doy fe de que son hermosos como cualquier entrañable alimaña. Gracias a su alta velocidad alcanzamos la cumbre del volcán antes de ver siquiera la base, y pusimos los pies en lo alto con mucho cuidado de no precipitarnos al lugar que habíamos sorteado. Vimos una enorme boca gigantesca que no nos dijo nada, pero que nos dejó estupefactos al mostrarnos una lengua de lava en su interior, una lengua muy larga, mucho más larga que la de un murmurador, y un poco más corta que la de una murmuradora, a la cual si le daba por echarse a conversar sería allí Troya para nosotros. Entonces sentimos miedo y comenzamos a arrimarnos unos a otros como para no coger frío, aunque de hecho, las nubes livianas se derretían en agua con el calor. Entonces, con unos prismáticos de noble plástico contemplamos la caverna incandescente del volcán y pudimos admirar la Morada de los Grifos, que construyen sus nidos con caucho y ambrosía -y un poco de betún de zapatos- y no cesan de escupir lava por sus picos de plomo, como grifos que son. Un grifo -para los naturalistas curiosos sea dicho- es un bichejo del tamaño de una cabra, cuadrúpedo y cubierto de plumas, actualmente, a causa de una modificación genética patentada por unos comerciantes europeos, tienen el cuerpo cubierto de billetes de dólar- y se dedican a construir nidos para sus polluelos, así como a acumular grandes sumas de dinero para concederse préstamos entre sí. En aquel momento estaban distraídos cotizando en Bolsa, que es un enorme pellejo de cuero de cabra lleno de excrementos de nácar que relumbran como una luna artificial -como esa luna de los astronautas-. Decidimos que yo bajaría a la lengua del volcán -la incandescencia de mi piel entre la incandescencia de la lava pasa desapercibida si no se mira demasiado- y que pondría una pica en las entrañas del desafiante beso de la tierra que estaba a punto de seducirme. Dicho y hecho. Veni, vidi, vici. Quiero decir, que me eché como un Empédocles al vacío de aquella sima de metal fundido que gemía como una parturienta para rescatar -¡codicia humana, a dónde te precipitas!- oro podrido de bilis y ambición para llenar unos estómagos sin fondo. La codicia seduce incluso al más puro de los hombres, como sedujo a aquellos buenos moradores de la tenebrosa isla que flota en mitad del mar universal, sostenidos en la Divina Providencia. Vi a los grifos. Ellos me vieron a mí. Nos enfrentamos en una lucha sin cuartel, yo contra diez mil de ellos que gritaban y clamaban como un millón de demagogos. Los cogí a todos por la cola y los zarandeé en el aire hasta volverlos fuego puro que me hizo elevarme en la caverna volcánica como si estuviese en el ascensor de un misil. Me elevé por encima del dinero, por encima de los hombres de la isla, por encima de las ambiciones humanas, y pertenecí para siempre al territorio del cielo. Mi cabeza se metamorfoseó en una partícula de piedra durísima e indestructible, y cabalgué a lomos del palafrén del tiempo hecho sangre de fuego, esa misma sangre que somos, esa misma sangre de la verdad que se llama Espíritu, y que en una ocasión y para siempre se vertió sobre nosotros otorgándonos el don de la palabra. Ahora soy un héroe ejemplar que viaja por el cielo, más allá de los abismos volcánicos del pecado y la maldad humanos, hecho antorcha de santidad y libre y completamente feliz por consiguiente, como una forma que se hace materia en la mente de cada uno que la encuentra, comida y bebida de comprensión, de esa comprensión inaugurada por el que vino antes y está por venir ahora, por ese mar de luz en el que la isla se sostiene, y que no es otro que el vino de la alegría sobre el pan de lo imperecedero, fuente oscura nunca del todo conocida y perpetuamente sólida y manifiesta en el canto de toda forma".
Así concluyó el cometa el Cuento de la Historia, que siempre es la misma aunque narrada por generaciones diferentes. Aún así, no comprendí la causa por la que el cometa había quedado enzarzado entre las ramas de un árbol. "Fue un simulacro", me confesó, "como toda tu vida anterior. Ahora empieza tu verdadera vida, más allá de la isla de la tristeza, sobre las aguas del mar de la música". "Estoy enamorado", le dije, pero ya se había vaporizado en el espacio de rostro sin límites y de facciones emocionales.
Me quedé solo.
¿Dónde estaba la tonelada de rosas que le rendiría a mi amada en sacrificio? No las veía por ninguna parte. Era de noche y el ballet de las estrellas relumbraba como un lejano espectáculo. ¿Qué tenía que hacer ahora cuando mi papel de antes yo había terminado? Ni siquiera tenía nombre. "Necesito un nombre", pensé, "aunque sea conocido y vulgar".
La calle estaba vacía y la plaza en la que me encontré con ella tenía la forma de una lágrima. Oí un ladrido. Era el Perro Pobre de mi última hora, cubierto de llagas, un tanto cansado de esperarme, famélico pero nunca rendido. Recordé el duelo con el enano de mi egoísmo, el disparo que había rebotado sobre el corazón, y luego el cometa que me había hecho comprender y despertar. "Solo falta ella", pensé. Intenté encontrar su mirada dibujada en alguna parte. Nada. Vacío sin intención de cambio. Y el Carnaval de los Elementos había desaparecido.
-Ven - escuché una voz familiar.
No era el perro de mi Última Hora. No era el dragón del viento. Era su voz. Solo su voz de pie delante de mí, pero aún no la veía.
-Mírame -escuché-.
Miré de nuevo. El Perro Pobre estaba sentado a sus pies y ella me sonreía, me hablaba con un acento más antiguo que el tiempo, y con la suavidad de una caricia.
El surtidor de la fuente había puesto fin a la noche cuando desperté en los brazos de mi madre con el nombre nuevo que me introducía en la vida: Amor.
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