EL BRETE
Andaba por esos andurriales con calles de barro, preguntándose con miedo para qué se había metido en semejante brete. Pensaba que si el auto se quedaba en medio del fango y de la noche, no sólo no lo ayudaría nadie, sino que además le iban a afanar hasta las pilchas.
Felizmente la lluvia había parado y a dos cuadras un débil farol iluminaba una calle que parecía asfaltada. Allí quizás podría ubicarse mejor y emprender el camino de regreso.
¡Qué ganas de estar en casa!, dijo en voz alta, como para darse ánimo, exorcizando el fantasma de una pinchadura o un desperfecto mecánico en esos suburbios.
Dobló a la izquierda por la calle asfaltada, divisando a lo lejos una persona que aparentemente esperaba el colectivo. Se acercó, bajando la ventanilla del lado de la vereda, y cuando estaba por preguntarle a la joven por la avenida más cercana, se desplomó al piso cuan larga era, con la cabeza hacia atrás y los ojos en blanco, con un grito seco que sonó en el silencio de la noche.
Durante un segundo mil ideas cruzaron por su cabeza. ¿Y si es una trampa y me afanan?, ¿y si está muerta?, ¿qué carajo hago?, ¿salgo rajando?, ¿la ayudo?. Miró alrededor en busca de cómplices de la chica o de ayuda. No había nadie más que él y ella. Se decidió a bajar del auto, acercándose rápidamente. Recordó mentalmente el curso que había hecho sobre resucitación y cuáles eran los pasos a seguir. Puso a la joven boca arriba. Tenía el pelo mojado y la ropa húmeda y sucia. Tomando una de sus muñecas se fijó si tenía pulso. Por suerte sus venas latían aceleradamente.
Aflojó una bufanda que la chica tenía alrededor del cuello y a duras penas consiguió desabrochar el botón del jean en el que estaba literalmente enfundada. ¿Cómo hará para ponérselo?, pensó para sus adentros. Notó que una de sus mejillas se había lastimado al caerse. En cuclillas, volvió a mirar en derredor buscando a alguien, o algún negocio. No pasaba un alma a esa hora de la noche.
Mientras trataba de ordenarse mentalmente, buscando en su cerebro alguna alternativa posible, la chica empezó a estremecerse violentamente, con convulsiones que golpeaban contra el suelo su cabeza, sus brazos, sus piernas. No sabía cómo protegerla, cómo evitar que se lastimara más. Gritó con todas sus fuerzas pidiendo que lo ayuden, socorro, auxilio; mientras trataba vanamente de inmovilizarla.
Fugazmente recordó que los epilépticos pueden ahogarse con su propia lengua o mordérsela, pero no conseguía abrirle la boca.
Montado sobre ella, se preguntó cuánto podría durar este ataque, se sentía cansado frente a esa fuerza sobrehumana que se le oponía. Vino a su mente una imagen de su niñez, cuando jugaban entre hermanos y primos a Titanes en el Ring, y ganaba el que mantuviera la espalda del adversario contra el piso hasta contar tres. Pero esta vez no era joda.
De pronto, escuchó el ulular de una sirena muy cerca. Aliviado, pensó que en la ambulancia podría haber un médico, aunque sea un enfermero que entienda algo. Y que se hagan cargo, y que yo pueda volver a la seguridad de mi auto, y me pueda ir a mi casa, calentito y seco, donde están los que me quieren, y yo les cuente que cumplí con mi buena acción del día.
Una luz roja intermitente iluminaba cíclicamente la esquina y se escuchaba un motor regulando. Gritó nuevamente pidiendo ayuda.
Escuchó entonces una voz aguardentosa que le decía:¡Yo te voy a ayudar, violador hijo de puta! Mientras le apuntaba con una Itaka que sonó en la noche con un estampido fuerte, imprevisto, sorpresivo, que se fue alejando con un eco extraño y reverberante. Sintió como un empujón que lo volteó y un ardor quemante en la espalda. Quedó mirando al cielo, sintiendo en su cara que empezaba nuevamente a llover, suponiendo que la bala lo habría rozado, porque la espalda ya no le dolía. Pensaba cómo iba a hacer para aclarar este gran malentendido. Veía borrosas figuras uniformadas que dieron paso a una luz intensa. Su último pensamiento fue: qué boludez esto de morirse de confusión.
Andaba por esos andurriales con calles de barro, preguntándose con miedo para qué se había metido en semejante brete. Pensaba que si el auto se quedaba en medio del fango y de la noche, no sólo no lo ayudaría nadie, sino que además le iban a afanar hasta las pilchas.
Felizmente la lluvia había parado y a dos cuadras un débil farol iluminaba una calle que parecía asfaltada. Allí quizás podría ubicarse mejor y emprender el camino de regreso.
¡Qué ganas de estar en casa!, dijo en voz alta, como para darse ánimo, exorcizando el fantasma de una pinchadura o un desperfecto mecánico en esos suburbios.
Dobló a la izquierda por la calle asfaltada, divisando a lo lejos una persona que aparentemente esperaba el colectivo. Se acercó, bajando la ventanilla del lado de la vereda, y cuando estaba por preguntarle a la joven por la avenida más cercana, se desplomó al piso cuan larga era, con la cabeza hacia atrás y los ojos en blanco, con un grito seco que sonó en el silencio de la noche.
Durante un segundo mil ideas cruzaron por su cabeza. ¿Y si es una trampa y me afanan?, ¿y si está muerta?, ¿qué carajo hago?, ¿salgo rajando?, ¿la ayudo?. Miró alrededor en busca de cómplices de la chica o de ayuda. No había nadie más que él y ella. Se decidió a bajar del auto, acercándose rápidamente. Recordó mentalmente el curso que había hecho sobre resucitación y cuáles eran los pasos a seguir. Puso a la joven boca arriba. Tenía el pelo mojado y la ropa húmeda y sucia. Tomando una de sus muñecas se fijó si tenía pulso. Por suerte sus venas latían aceleradamente.
Aflojó una bufanda que la chica tenía alrededor del cuello y a duras penas consiguió desabrochar el botón del jean en el que estaba literalmente enfundada. ¿Cómo hará para ponérselo?, pensó para sus adentros. Notó que una de sus mejillas se había lastimado al caerse. En cuclillas, volvió a mirar en derredor buscando a alguien, o algún negocio. No pasaba un alma a esa hora de la noche.
Mientras trataba de ordenarse mentalmente, buscando en su cerebro alguna alternativa posible, la chica empezó a estremecerse violentamente, con convulsiones que golpeaban contra el suelo su cabeza, sus brazos, sus piernas. No sabía cómo protegerla, cómo evitar que se lastimara más. Gritó con todas sus fuerzas pidiendo que lo ayuden, socorro, auxilio; mientras trataba vanamente de inmovilizarla.
Fugazmente recordó que los epilépticos pueden ahogarse con su propia lengua o mordérsela, pero no conseguía abrirle la boca.
Montado sobre ella, se preguntó cuánto podría durar este ataque, se sentía cansado frente a esa fuerza sobrehumana que se le oponía. Vino a su mente una imagen de su niñez, cuando jugaban entre hermanos y primos a Titanes en el Ring, y ganaba el que mantuviera la espalda del adversario contra el piso hasta contar tres. Pero esta vez no era joda.
De pronto, escuchó el ulular de una sirena muy cerca. Aliviado, pensó que en la ambulancia podría haber un médico, aunque sea un enfermero que entienda algo. Y que se hagan cargo, y que yo pueda volver a la seguridad de mi auto, y me pueda ir a mi casa, calentito y seco, donde están los que me quieren, y yo les cuente que cumplí con mi buena acción del día.
Una luz roja intermitente iluminaba cíclicamente la esquina y se escuchaba un motor regulando. Gritó nuevamente pidiendo ayuda.
Escuchó entonces una voz aguardentosa que le decía:¡Yo te voy a ayudar, violador hijo de puta! Mientras le apuntaba con una Itaka que sonó en la noche con un estampido fuerte, imprevisto, sorpresivo, que se fue alejando con un eco extraño y reverberante. Sintió como un empujón que lo volteó y un ardor quemante en la espalda. Quedó mirando al cielo, sintiendo en su cara que empezaba nuevamente a llover, suponiendo que la bala lo habría rozado, porque la espalda ya no le dolía. Pensaba cómo iba a hacer para aclarar este gran malentendido. Veía borrosas figuras uniformadas que dieron paso a una luz intensa. Su último pensamiento fue: qué boludez esto de morirse de confusión.
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