EL ÁNGEL DEL YERBATAL
Angel Montero había nacido en El Dorado, provincia de Misiones. Era cruza de aborigen guaraní y sangre yugoslava. De una había heredado la piel oscura. El otro le había aportado el pelo rubio y los ojos verdosos.
Un rancho perdido en el silencio y los sonidos de la selva era su casa. Lo rodearon desde su nacimiento el sonido del arpa que tocaba su madre y los árboles de corteza rugosa y áspera, tallos
buscando la luz del sol, ramas frondosas, flores silvestres y raíces firmemente adheridas a esa tierra
colorada como él, con hierro en sus entrañas. Trabajó desde siempre junto a sus padres y sus hermanos en el monte del yerbatal. Lo conocía como las palmas de sus manos llenas de callos y llagas causadas po9r el machete. Sabía de brotes tiernos, mejores hojas, brotes encapullados, tallos paleros y toda clase de yuyos medicinales.
Esa mañana entró en el monte con alpargatas porque los perros le habían destrozado las botas. Rastreaba el suelo con el machete en previsión de alguna serpiente, pero al azar estaba escrito y, al dar un paso en falso, fue picado por una yarará en el tobillo.
La partió en dos maldiciendo su imprevisión y su suerte. Estaba muy lejos del rancho. Aunque pegara un grito no lo escucharían.
Sacó el pañuelo de su cuello, secó el sudor de su frente, abrió el puño de la bombacha, tajeó el lugar y succionó la diminuta herida. Escupió la sangre y ató el pañuelo haciendo un torniquete arriba del tobillo.
Al rato empezó a sentir un intenso calor en la pierna, un fuego que le llegaba hasta la rodilla y, mientras su sangre recorría el cuerpo como la savia de los árboles, se adormecía su energía.
Sus arterias, sus venas, sus capilares distribuían el veneno y lo hicieron caer al suelo.
Comenzó a sentir que de sus poros brotaban gotas heladas como el rocío del monte, que la piel de la pierna parecía resquebrajarse.
Oyó el desgranar dulce y tristón del arpa. La música, lejana, perdida, plañidera fue acercándose más y más hasta entrar y ocupar su cuerpo, su cabeza y su corazón. Cada vez más potente, se hizo dolorosa, hiriente, lacerante. Tan distinta a la de su niñez y su cuna que lo hacía descansar y lo adormecía.
Después sintió que el cuerpo le brotaba en yemas, reventaba en brote, se extendía en tallos, le crecían ramas, le nacían hojas, apuntaban flores. Ya no era dueño de su corteza que se resquebrajaba en la imposibilidad de contener su pulpa. Se le cortaban las raíces que lo sujetaban al suelo rojizo. Abandonaba su tierra colorada y levitaba como un ángel en el aire, como el sol de ese ocaso.
Era libre; no estaba atado al monte ni a los árboles, iniciando un vuelo desde su interior.
Compases dulces lo elevaban, arpegios tristes lo adormecían.Luego, un largo silencio; la nada y nada más. Abrió los brazos, los agitó y subió inerte para ver desde arriba el yerbatal.
Angel Montero había nacido en El Dorado, provincia de Misiones. Era cruza de aborigen guaraní y sangre yugoslava. De una había heredado la piel oscura. El otro le había aportado el pelo rubio y los ojos verdosos.
Un rancho perdido en el silencio y los sonidos de la selva era su casa. Lo rodearon desde su nacimiento el sonido del arpa que tocaba su madre y los árboles de corteza rugosa y áspera, tallos
buscando la luz del sol, ramas frondosas, flores silvestres y raíces firmemente adheridas a esa tierra
colorada como él, con hierro en sus entrañas. Trabajó desde siempre junto a sus padres y sus hermanos en el monte del yerbatal. Lo conocía como las palmas de sus manos llenas de callos y llagas causadas po9r el machete. Sabía de brotes tiernos, mejores hojas, brotes encapullados, tallos paleros y toda clase de yuyos medicinales.
Esa mañana entró en el monte con alpargatas porque los perros le habían destrozado las botas. Rastreaba el suelo con el machete en previsión de alguna serpiente, pero al azar estaba escrito y, al dar un paso en falso, fue picado por una yarará en el tobillo.
La partió en dos maldiciendo su imprevisión y su suerte. Estaba muy lejos del rancho. Aunque pegara un grito no lo escucharían.
Sacó el pañuelo de su cuello, secó el sudor de su frente, abrió el puño de la bombacha, tajeó el lugar y succionó la diminuta herida. Escupió la sangre y ató el pañuelo haciendo un torniquete arriba del tobillo.
Al rato empezó a sentir un intenso calor en la pierna, un fuego que le llegaba hasta la rodilla y, mientras su sangre recorría el cuerpo como la savia de los árboles, se adormecía su energía.
Sus arterias, sus venas, sus capilares distribuían el veneno y lo hicieron caer al suelo.
Comenzó a sentir que de sus poros brotaban gotas heladas como el rocío del monte, que la piel de la pierna parecía resquebrajarse.
Oyó el desgranar dulce y tristón del arpa. La música, lejana, perdida, plañidera fue acercándose más y más hasta entrar y ocupar su cuerpo, su cabeza y su corazón. Cada vez más potente, se hizo dolorosa, hiriente, lacerante. Tan distinta a la de su niñez y su cuna que lo hacía descansar y lo adormecía.
Después sintió que el cuerpo le brotaba en yemas, reventaba en brote, se extendía en tallos, le crecían ramas, le nacían hojas, apuntaban flores. Ya no era dueño de su corteza que se resquebrajaba en la imposibilidad de contener su pulpa. Se le cortaban las raíces que lo sujetaban al suelo rojizo. Abandonaba su tierra colorada y levitaba como un ángel en el aire, como el sol de ese ocaso.
Era libre; no estaba atado al monte ni a los árboles, iniciando un vuelo desde su interior.
Compases dulces lo elevaban, arpegios tristes lo adormecían.Luego, un largo silencio; la nada y nada más. Abrió los brazos, los agitó y subió inerte para ver desde arriba el yerbatal.
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