La prueba
Lucy está en el cielo con diamantes. Es lo que me dijo la última vez que la vi. Demacrada, pálida, temblaban los dedos de sus manos. Insistí: No estás en el cielo. Me miró con una sonrisa helada. Bajé la vista y vi la jeringa en el piso.
Juegos de mente
Amenazan las sombras en la lóbrega escalera. Los pies, asustados por el crujido de la madera, se detienen antes de llegar al primer piso. El maullido de un gato a lo lejos cristaliza el temor en todo el cuerpo. Sabe que el tipo está ahí, lo presiente. Hasta cree haber visto su cara en el periódico. Sin embargo, no dará un paso más. Diez años en silla de ruedas la han vuelto muy imaginativa.
A dos voces
Decía el periódico: Uno de los más grandes directores de orquesta de los últimos años. Decía la mujer: un ególatra obsesivo, sádico y egoísta.
Lucy está en el cielo con diamantes. Es lo que me dijo la última vez que la vi. Demacrada, pálida, temblaban los dedos de sus manos. Insistí: No estás en el cielo. Me miró con una sonrisa helada. Bajé la vista y vi la jeringa en el piso.
Juegos de mente
Amenazan las sombras en la lóbrega escalera. Los pies, asustados por el crujido de la madera, se detienen antes de llegar al primer piso. El maullido de un gato a lo lejos cristaliza el temor en todo el cuerpo. Sabe que el tipo está ahí, lo presiente. Hasta cree haber visto su cara en el periódico. Sin embargo, no dará un paso más. Diez años en silla de ruedas la han vuelto muy imaginativa.
A dos voces
Decía el periódico: Uno de los más grandes directores de orquesta de los últimos años. Decía la mujer: un ególatra obsesivo, sádico y egoísta.
Representaciones
La abeja revoloteó sobre la mermelada, indiferente al rollo de diario que la perseguía. Resignado, se sirvió manteca. Los desayunos al aire libre le calmaban los nervios. Sobre todo, desde que su mujer decidió ir a misa todas las mañanas y él pudo disfrutar de la soledad. Rezá por mí, le decía siempre al despedirla. Ella se lo aseguraba. La veía irse con esos ajustados jeans negros, el body de lycra y los altos zapatos de taco aguja. Se rió, pensando en la cara del cura.
La abeja revoloteó sobre la mermelada, indiferente al rollo de diario que la perseguía. Resignado, se sirvió manteca. Los desayunos al aire libre le calmaban los nervios. Sobre todo, desde que su mujer decidió ir a misa todas las mañanas y él pudo disfrutar de la soledad. Rezá por mí, le decía siempre al despedirla. Ella se lo aseguraba. La veía irse con esos ajustados jeans negros, el body de lycra y los altos zapatos de taco aguja. Se rió, pensando en la cara del cura.
Sin palabras
Quería decirle que el tomate no le gustaba, y menos con orégano. También, que no cambiara de posición constantemente cuando dormía. A veces, ella se enojaba y los gritos lo sacudían como si lo atacara un terremoto. No le deseaba a nadie estar en su lugar, salvo cuando la mano lo acariciaba suavemente. Un placer profundo lo dejaba tontamente sonriente, sometido a esa mujer que era parte de su propio cuerpo. Quería decirle tantas cosas, pero no podía. En el útero solo hay silencio.
Quería decirle que el tomate no le gustaba, y menos con orégano. También, que no cambiara de posición constantemente cuando dormía. A veces, ella se enojaba y los gritos lo sacudían como si lo atacara un terremoto. No le deseaba a nadie estar en su lugar, salvo cuando la mano lo acariciaba suavemente. Un placer profundo lo dejaba tontamente sonriente, sometido a esa mujer que era parte de su propio cuerpo. Quería decirle tantas cosas, pero no podía. En el útero solo hay silencio.
El beso
Todos los fines de semana, en la esquina de Directorio y Emilio Mitre se juntaba un grupo de personas. Por el típico empedrado de la calle todavía estaban las vías, las que le servían de camino al viejo tranvía amarillo que daba una vuelta turística por apenas un peso. La gente esperaba ansiosa poder subir, sobre todo los chicos, que tironeaban del brazo de sus padres, cansados de la espera.
La chica, abrazada a su novio, respondió con amabilidad a un anciano señor que se acercó a preguntarle: Señorita, ¿éste llega hasta Madero? No, señor, no funcionan más, es un tranvía de paseo. El hombre pareció no escucharla: ¿Dónde se saca el boleto? La parejita reprimió la risa, con esa burla inocente de los jóvenes hacia los viejos.
El sonido de la bocina-campanilla alertó a todos de la llegada del tranvía. Se mueven, se ordenan en fila, ansiosos de comenzar el paseo. Los noviecitos eligen el último asiento. El beso los funde lejos del paisaje, de los gritos de los chicos y del traqueteo. Una voz masculina los sobresalta: ¡Madero, próxima parada!
Todos los fines de semana, en la esquina de Directorio y Emilio Mitre se juntaba un grupo de personas. Por el típico empedrado de la calle todavía estaban las vías, las que le servían de camino al viejo tranvía amarillo que daba una vuelta turística por apenas un peso. La gente esperaba ansiosa poder subir, sobre todo los chicos, que tironeaban del brazo de sus padres, cansados de la espera.
La chica, abrazada a su novio, respondió con amabilidad a un anciano señor que se acercó a preguntarle: Señorita, ¿éste llega hasta Madero? No, señor, no funcionan más, es un tranvía de paseo. El hombre pareció no escucharla: ¿Dónde se saca el boleto? La parejita reprimió la risa, con esa burla inocente de los jóvenes hacia los viejos.
El sonido de la bocina-campanilla alertó a todos de la llegada del tranvía. Se mueven, se ordenan en fila, ansiosos de comenzar el paseo. Los noviecitos eligen el último asiento. El beso los funde lejos del paisaje, de los gritos de los chicos y del traqueteo. Una voz masculina los sobresalta: ¡Madero, próxima parada!
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