RAMITO DE ALBAHACA, NIÑA YOLANDA DÓNDE ANDARÁS
El piano llenaba de luz la amplia sala de la mansión colonial. La música salía a borbotones como queriendo reiventar el mundo. Llegaba a todos y cada uno de los rincones y traía la alegría enredada en un puñado de acordes mayores. Como si fuera el amanecer iba nombrando, iba iluminando lo que existía. Llevaba su claridad y su dulzor por las habitaciones, hacía madurar los tomates en la cocina, alegraba a la familia que hacía un alto para escuchar el prodigio de las manos de esa mujer que encontraban en el teclado la felicidad... La música gloriosa de Mozart atravesaba los pasillos, la biblioteca, la galería... llegaba al jardín para confundirse con el canto de los pájaros que anidaban en las palmeras. Para confundirse con el canto del viento de la puna, con el murmullo del río Lozano, junto al puente, en un rincón como un paraíso, en la quebrada...
Era la tarde del dieciséis de febrero de 1952, y Yolanda Pérez de Carrenzo cumplía cincuenta años. Repentinamente dejó de tocar cuando escuchó el bullicio del tren que pasaba detrás de la casa. Pero el tren siguió de largo y la pena de adueñó de su alma. Nadie iba a venir a visitarla. (Sus amigos solían pedirle al maquinista que detuviera la marcha cuando llegaba a la finca) La niña, que así es como todos la llamaban, lo escuchó alejarse y ya no volvió a tocar. Entristecida cerró la tapa del piano. No supo qué hacer ni qué pensar... Salió al jardín. Leyó los poemas de un libro. Regó las plantas... De pronto aparecieron detrás de los árboles, sonriendo, levantando la guitarra y las botellas como queriendo abrazarla desde lejos, sus amigos entrañables: Gustavo Leguizamón, Manuel Castilla, los poetas Raúl Anzoategui, Galán, Cesar Perdiguero y muchos más. Gustavo llevaba la guitarra bien templada, lista para cantar. Manuel se acercó agitando el papel donde habían escrito una glosa, como se acostumbraba antes, un saludo de cumpleaños. Y comenzó a recitar con verdadera entonación, con mucho fuego y sentimiento, al tiempo que la botella vertía el vino que caía en los vasos y se preparaban para brindar.
El piano llenaba de luz la amplia sala de la mansión colonial. La música salía a borbotones como queriendo reiventar el mundo. Llegaba a todos y cada uno de los rincones y traía la alegría enredada en un puñado de acordes mayores. Como si fuera el amanecer iba nombrando, iba iluminando lo que existía. Llevaba su claridad y su dulzor por las habitaciones, hacía madurar los tomates en la cocina, alegraba a la familia que hacía un alto para escuchar el prodigio de las manos de esa mujer que encontraban en el teclado la felicidad... La música gloriosa de Mozart atravesaba los pasillos, la biblioteca, la galería... llegaba al jardín para confundirse con el canto de los pájaros que anidaban en las palmeras. Para confundirse con el canto del viento de la puna, con el murmullo del río Lozano, junto al puente, en un rincón como un paraíso, en la quebrada...
Era la tarde del dieciséis de febrero de 1952, y Yolanda Pérez de Carrenzo cumplía cincuenta años. Repentinamente dejó de tocar cuando escuchó el bullicio del tren que pasaba detrás de la casa. Pero el tren siguió de largo y la pena de adueñó de su alma. Nadie iba a venir a visitarla. (Sus amigos solían pedirle al maquinista que detuviera la marcha cuando llegaba a la finca) La niña, que así es como todos la llamaban, lo escuchó alejarse y ya no volvió a tocar. Entristecida cerró la tapa del piano. No supo qué hacer ni qué pensar... Salió al jardín. Leyó los poemas de un libro. Regó las plantas... De pronto aparecieron detrás de los árboles, sonriendo, levantando la guitarra y las botellas como queriendo abrazarla desde lejos, sus amigos entrañables: Gustavo Leguizamón, Manuel Castilla, los poetas Raúl Anzoategui, Galán, Cesar Perdiguero y muchos más. Gustavo llevaba la guitarra bien templada, lista para cantar. Manuel se acercó agitando el papel donde habían escrito una glosa, como se acostumbraba antes, un saludo de cumpleaños. Y comenzó a recitar con verdadera entonación, con mucho fuego y sentimiento, al tiempo que la botella vertía el vino que caía en los vasos y se preparaban para brindar.
"Cuando bajes de Humahuaca
apunao por los recuerdos
corazones del camino
canto afuera y canto adentro
te haz de acordar de esta zamba
que has de llamar de Lozano
porque a Lozano se baja
todo el cielo guitarreando"
apunao por los recuerdos
corazones del camino
canto afuera y canto adentro
te haz de acordar de esta zamba
que has de llamar de Lozano
porque a Lozano se baja
todo el cielo guitarreando"
La niña Yolanda sonrió con esa risa que todos añoraban. Brindaron y bebieron. Se abrazaron... Su esposo y sus tres hijos ya se habían acercado, y luego de unas breves palabras Gustavo tocó en la guitarra un acorde de la menor. Entonces todo fue silencio, y entonó a pura garganta, a pura emoción, por primera vez, los versos que escribiera su amigo Manuel y él había armonizado, dejando una de las más bellas canciones del repertorio popular.
"Cielo arriba de Jujuy
camino a la puna
me voy a cantar,
flores de los tolares
bailan las cholitas el carnaval.
En los ojos de las llamas
se mira solita la luna de sal
y están los remolinos
en los arenales dele bailar.
Ramito de albahaca
niña Yolanda donde estará
atrás se quedó alumbrando
su claridad
flores de los tolares
bailan las cholitas el carnaval.
Jujeñita quien te vio
en la puna triste te vuelve a querer,
mi pena se va al aire
y en el aire llora su padecer.
Me voy yendo, volveré
los tolares solos se han vuelto a quedar,
se quemará en tus ojos
zamba enamorada del carnaval.
Ramito de albahaca
niña Yolanda donde estará
atrás se quedó alumbrando
su claridad
Vuelvo a las abajeñas
camino a la puna
me voy a cantar,
flores de los tolares
bailan las cholitas el carnaval.
En los ojos de las llamas
se mira solita la luna de sal
y están los remolinos
en los arenales dele bailar.
Ramito de albahaca
niña Yolanda donde estará
atrás se quedó alumbrando
su claridad
flores de los tolares
bailan las cholitas el carnaval.
Jujeñita quien te vio
en la puna triste te vuelve a querer,
mi pena se va al aire
y en el aire llora su padecer.
Me voy yendo, volveré
los tolares solos se han vuelto a quedar,
se quemará en tus ojos
zamba enamorada del carnaval.
Ramito de albahaca
niña Yolanda donde estará
atrás se quedó alumbrando
su claridad
Vuelvo a las abajeñas
ya mi caballito no puede más"
Cuando terminó la zamba le dio un beso a Yolanda. Manuel lo había acompañado cantando algunas coplas, en el estribillo todos habían alzado su voz. Los abrazos no se terminaban nunca y la niña se sintió feliz, le brillaban los ojos. Entre risas y agradecimientos los condujo a la sala donde descansaron, comieron y bebieron. Aún no salía del asombro de la glosa, de la zamba... Les confesó su desazón al escuchar el tren que se alejaba, y le dijeron que habían decidido bajarse unas cuadras adelante para no echar a perder la sorpresa.
El piano volvió a sonar mientras el sol se ocultaba entre los cerros y la gente seguía llegando, y a cada nueva visita le hacía escuchar la zamba que esa noche fue cantada una y otra vez...
Nadie quiso dejar de saludar a esa jujeña que había nacido en San Salvador y que hiciera de su vida un canto a la amistad, su amor al prójimo era tan profundo como la belleza del paisaje que podía contemplar desde su morada.
Amaba la música clásica, el folclore, la poesía, la vida... Hija del dos veces gobernador de Jujuy; Pedro José Pérez, recibía en su finca a gente de las artes, la clerecía y la política.
Las noches y los días que siguieron fueron una verdadera fiesta. Una fiesta interminable. No faltaron la humita, las empanadas, los locros bien picantes, las bolsas de coca, el bicarbonato... Y el mar de botellas vacías que se iban acumulando en la calle era lo más parecido a un santuario a la difunta correa. Los cincuenta años de la niña Yolanda la encontraron rodeada de amores, del infinito afecto de la gente que había pasado en esa finca largas temporadas. La alegría sin embargo, no pudo hacerla olvidar que había parido a cinco hijos y ahora tan solo le quedaban tres...
En 1936 había viajado a Buenos Aires a dar unos conciertos de piano en radio municipal. Tocó en los teatros de Salta, Tucumán, San Juan y Mendoza, y fue la artífice de grandes veladas donde concurrieron artistas como Pablo Neruda, Narciso Yepes, Andrés Chazarreta, Mercedes Sosa... Fue amiga de Guastavino y de Atahualpa Yupanqui a quién refugió en los años cincuenta cuando fue perseguido por el peronismo.
Solía andar en camisón, descalza, leyendo libros y tocando el piano en el que compuso obras como "Bailecito de la puna" "La caja"... y dejó los poemas "Amanecer" "Siesta" "Arroyito Yutumano"... Su vida se apagó el 20 de noviembre de 1968, y en 1995 su hijo Carlos Marcelo construyó en la antigua finca un anfiteatro donde se realiza todos los años, los 20 de noviembre, un festival para recordarla; La serenata a la niña Yolanda, y todo aquel que empuñe una guitarra y entone la zamba de Lozano podrá recrear los versos inspirados de Manuel y los acordes de Gustavo. Y volverá a las peñas, a los fogones, la memoria y los días de esa dulce jujeña que tocaba el piano, escribía poemas y recibía a sus amigos.
El piano volvió a sonar mientras el sol se ocultaba entre los cerros y la gente seguía llegando, y a cada nueva visita le hacía escuchar la zamba que esa noche fue cantada una y otra vez...
Nadie quiso dejar de saludar a esa jujeña que había nacido en San Salvador y que hiciera de su vida un canto a la amistad, su amor al prójimo era tan profundo como la belleza del paisaje que podía contemplar desde su morada.
Amaba la música clásica, el folclore, la poesía, la vida... Hija del dos veces gobernador de Jujuy; Pedro José Pérez, recibía en su finca a gente de las artes, la clerecía y la política.
Las noches y los días que siguieron fueron una verdadera fiesta. Una fiesta interminable. No faltaron la humita, las empanadas, los locros bien picantes, las bolsas de coca, el bicarbonato... Y el mar de botellas vacías que se iban acumulando en la calle era lo más parecido a un santuario a la difunta correa. Los cincuenta años de la niña Yolanda la encontraron rodeada de amores, del infinito afecto de la gente que había pasado en esa finca largas temporadas. La alegría sin embargo, no pudo hacerla olvidar que había parido a cinco hijos y ahora tan solo le quedaban tres...
En 1936 había viajado a Buenos Aires a dar unos conciertos de piano en radio municipal. Tocó en los teatros de Salta, Tucumán, San Juan y Mendoza, y fue la artífice de grandes veladas donde concurrieron artistas como Pablo Neruda, Narciso Yepes, Andrés Chazarreta, Mercedes Sosa... Fue amiga de Guastavino y de Atahualpa Yupanqui a quién refugió en los años cincuenta cuando fue perseguido por el peronismo.
Solía andar en camisón, descalza, leyendo libros y tocando el piano en el que compuso obras como "Bailecito de la puna" "La caja"... y dejó los poemas "Amanecer" "Siesta" "Arroyito Yutumano"... Su vida se apagó el 20 de noviembre de 1968, y en 1995 su hijo Carlos Marcelo construyó en la antigua finca un anfiteatro donde se realiza todos los años, los 20 de noviembre, un festival para recordarla; La serenata a la niña Yolanda, y todo aquel que empuñe una guitarra y entone la zamba de Lozano podrá recrear los versos inspirados de Manuel y los acordes de Gustavo. Y volverá a las peñas, a los fogones, la memoria y los días de esa dulce jujeña que tocaba el piano, escribía poemas y recibía a sus amigos.
2 comentarios:
Interesante texto, me agradó leerlo, Francisco.
Un cariño
Analía
Francisco D.Gonzàlez nos sumerge siempre en la vida cotidiana de nuestro folclore mediante describir con una pintoresca melancolìa situaciones que quizà inspiraron mùsica y poesìa despuès.Nos deja con la sensaciòn de haber estado allì justo cuando la musa autòctona tocò la percepciòn de sus personajes.¡Bien por Francisco!
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