ANDRÓMEDA
La secretaria pronunció su nombre y luego ella entró al consultorio austero, apenas decorado, minimalista a los empujones, a la fuerza, cabizbaja, linda pero triste, con la orden para el ECG en la mano y sus ojos entrecerrados, como resignada, abandonada. Se recostó, y al tocarla e intentar situar los electrodos como lo hago habitualmente, sentí su fría y delicada piel y escuché las únicas palabras que saldrían de su boca como una profecía angelical, al unísono con sus lágrimas desbordando, contorneando sus mejillas, sin ruido. No pude preguntar. Saqué todo el instrumental y al verla partir comprobé que su electro cumpliera las pautas necesarias. Al abandonar el box no pude más que revisarlo e instintivamente me perdí en la maraña de los puntos, como estrellas que representarían la actividad eléctrica de las células en su corazón. Me perdí en esa bóveda celeste, celestial, y sus intervalos y ondas fueron una constelación perdida en la noche, en un firmamento melancólico, otoñal, del sur. Esos puntos ya no tenían vínculos científicos, sólo se agruparon para facilitar el reconocimiento de un antiguo marino, viajero. Y ahí estaba Andrómeda, en las alturas infinitas, hija de Cefeo y Casiopea, más bella que cualquier ninfa marina, con su belleza desafiando a Neptuno. Aquellas cuadrículas del papel se transformaron en el viejo modelo de Tolomeo, respondiendo tan sólo a la vieja matemática, como lo había hecho por siglos, y no a la medicina actual o a la precisión planetaria. Donde debería haber ondas P o T, flotaba su alfa Sirah, y ella seguía encadenada a la gran piedra, llorando y esperando por Cetus. No recuerdo lo sucedido en los siguientes diez minutos, creo que involuntariamente escribí el informe, salí y lo deposité en su mano temblorosa. Me quedé esperando para que en tan sólo 120 años luz y aun con esas mismas lágrimas de la camilla, ella volviera para repetirme que ya no esperaría, que Perseo nunca vendrá.
La secretaria pronunció su nombre y luego ella entró al consultorio austero, apenas decorado, minimalista a los empujones, a la fuerza, cabizbaja, linda pero triste, con la orden para el ECG en la mano y sus ojos entrecerrados, como resignada, abandonada. Se recostó, y al tocarla e intentar situar los electrodos como lo hago habitualmente, sentí su fría y delicada piel y escuché las únicas palabras que saldrían de su boca como una profecía angelical, al unísono con sus lágrimas desbordando, contorneando sus mejillas, sin ruido. No pude preguntar. Saqué todo el instrumental y al verla partir comprobé que su electro cumpliera las pautas necesarias. Al abandonar el box no pude más que revisarlo e instintivamente me perdí en la maraña de los puntos, como estrellas que representarían la actividad eléctrica de las células en su corazón. Me perdí en esa bóveda celeste, celestial, y sus intervalos y ondas fueron una constelación perdida en la noche, en un firmamento melancólico, otoñal, del sur. Esos puntos ya no tenían vínculos científicos, sólo se agruparon para facilitar el reconocimiento de un antiguo marino, viajero. Y ahí estaba Andrómeda, en las alturas infinitas, hija de Cefeo y Casiopea, más bella que cualquier ninfa marina, con su belleza desafiando a Neptuno. Aquellas cuadrículas del papel se transformaron en el viejo modelo de Tolomeo, respondiendo tan sólo a la vieja matemática, como lo había hecho por siglos, y no a la medicina actual o a la precisión planetaria. Donde debería haber ondas P o T, flotaba su alfa Sirah, y ella seguía encadenada a la gran piedra, llorando y esperando por Cetus. No recuerdo lo sucedido en los siguientes diez minutos, creo que involuntariamente escribí el informe, salí y lo deposité en su mano temblorosa. Me quedé esperando para que en tan sólo 120 años luz y aun con esas mismas lágrimas de la camilla, ella volviera para repetirme que ya no esperaría, que Perseo nunca vendrá.
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