miércoles, 4 de marzo de 2009

MARISA PRESTI


DULCE COMPAÑÍA

Sólo el rítmico tic tac del reloj interrumpía el silencio de la siesta veraniega. Ella se hubiera entregado al sueño si no fuera por el excesivo calor que alteraba su cuerpo con el dolor del fastidio. Prefirió el cómodo sillón de cuero, debajo del esforzado ventilador de techo que apenas refrescaba el aire. Llevó una jarra con limonada y un libro. Sabía que él estaba ahí, armando minuciosamente su último avión de madera balsa. Ya eran tantos, pensó, que casi no quedaban estantes en la casa donde ponerlos. Se recostó en el sillón, y el rústico cuero gimió levemente, pero él no levantó la vista. Abrió el libro, agobiada por las gotas de sudor que empezaban a humedecer su nuca, esforzándose por continuar la lectura del día anterior aunque casi ya no recordaba el tema. Siguió las tres primeras líneas con la mirada. Apenas las tres primeras líneas. Envidió las pasiones del hombre con el que compartía su vida; ahora eran esos aviones. Fueron también la caza, el alpinismo, las estampillas exóticas, y tantas otras. Lo miró sabiendo que él no la miraba. Su cabeza, pintada de canas, estaba tan inclinada sobre la mesa que ella pensó que le iba a afectar el cuello.
Escucha de pronto su propia voz, alterada:
-Podés sacar esta mosca ... ¡no me deja en paz!
-¿Qué mosca?
-¡Ésta! Acércate
-No, estoy ocupado
-¡Por favor, me molesta!
-Virginia, tenés dos manos...
El péndulo estira el tiempo con su monótono tic tac. Las palabras parecen haberse disuelto en la pesadez del aire que agobia la estancia. Los dedos, ágiles, van uniendo con paciencia las pequeñas maderas. Construye mundos, volvió a pensar, construye siempre afuera de él, como si fuera un dios creador de minúsculas criaturas, tiesas y mudas. ¡Ja!, le pareció escucharlo, pero pueden volar, pueden ir adonde vos no llegás, adonde ni siquiera te animás a acercarte.
Volvió al libro. Ella también tenía su mundo, y se lo iba a demostrar. Estiró las piernas sobre el apoyabrazos del sillón, ignoró la pesadez del clima y buscó la misma página. ¿Dónde lo había dejado? Eligió la cuarta línea, puso atención hasta la sexta, cuando de nuevo se oyó decir:
-¡Ay! Tengo un calambre.
-Frótate
-¿No me podés hacer un masaje?
-No puedo dejar esto ahora
-¡Ay! Ayudame
-Poné el pie sobre la baldosa fría.
Un perro ladró a lo lejos. Deseó tener mandíbula de Dogo, instinto más fuerte que la razón. Se imaginó agachada en cuatro patas, arrastrándose silenciosamente por la corta distancia entre los aviones y su vida. ¿Mordería acaso esos tobillos en los que solía enredarse en los tibios juegos de la cama? ¿O arrancaría la equilibrada sonrisa, libre de neurosis, con la que creía contenerla? No, no se permitiría lamerlo, eso sólo lo hacen los falderos, y hacía tiempo que ella había cambiado de raza.
Las primeras sombras no la movilizaron para encender el velador grande. Quedaron casi a oscuras, con la única luz de la pequeña lámpara que él siempre usaba para su hobby. El libro quedó sobre la falda, con ganas de contarle historias que ya no le interesaban. Cerró los ojos. Imaginó victorias, y sobre los párpados caídos se abrió un mundo de colores vivos que se fue tiñendo de más y más rojo.
-Virginia, ¡el corazón!
-No te oigo, ¿qué decís?
-¡El corazón! ¡Alcánzame las pastillas!
-¿Qué pastillas?
-¡Oh, Dios! ¡Es un ataque!
-Frótate un poco. ¿No tenés dos manos?

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