La lluvia convocada
Cristian
Vitale
La
poesía es el arte de esperar; podría decirse. Pero esta ecuación, que en
principio seduce, cae rápidamente desmentida por esta otra certeza: la mera
espera es siempre infecunda o infeliz. Y entonces... El concepto de espera es
válido pero hay que precisarlo. En el otro extremo de las disposiciones
estéticas se halla el verbo forjar, que supone trabajo a destajo, fuerza férrea
frente a la resistencia, hierro en la voluntad, materiales rebeldes, sudor, chispas
y olor a galpón. Esta ética de la creación no parece ser madre de gran poesía.
Ni forjar ni esperar. Y entonces... Que la poesía sea hija de la Inspiración
supone una idea de Trascendencia. Salvo que pongamos los nombres en minúscula,
de modo que algo simplemente externo al poeta ilumine el acto creador. Esa idea
es tan cierta como banal. Que algo que no es exactamente mi voluntad colabore
en el acto creador es, hoy, tan ampliamente aceptado como descarnado y vacuo.
También acá hacen falta algunas vueltas. Ni esperar ni forjar ni inspirarse. Y
entonces...
Voy
a ayudarme con una imagen. Me gusta pensar la maquinaria poética como una mano
que sin cesar tira piedras, cuya caída nunca se produce o al menos no es objeto
de espera. Es una imagen ciertamente fantástica puesto que rompe las reglas de
lo real. Pero insisto con la escena. La creación poética también desdice las
lógicas más cotidianas. Una mano, entonces, que lanza piedras que no caen. Y la
poesía dónde está. En otro lado, sin duda. Pero no ajena a esta rutina. Porque
las piedras que no caen, no son piedras que se pierden. Y hay algo de mentira
en decir que no son objetos de espera. El poeta simplemente espera la
desfiguración de la piedra, su trasformación, su reencarnación en los casos más
extremos. Por otro lado, nunca sabe de dónde vendrán ni cuándo ni cómo las
piedras que no sin fingida indiferencia ha lanzado. Y entonces...
La
poesía es el arte de arrojar piedras como al descuido y esperar sin ansia pero
con deseo que al fin nos llueva. Cuál es el contenido de la lluvia será en
parte culpa de la piedra arrojada, será en parte culpa del tiempo de la espera,
será la manera de arrojar, será la mano, será la intensidad, los modos, serán
incluso los caprichos de la lluvia.
Nunca
se empieza un poema. Es que siempre ya se ha empezado. La datación es la de la
escritura, no la de la concepción. La creación poética es un estado, no un
fenómeno. El poetizar es una manera de estar en el mundo, una posición del
cuerpo ante la experiencia, ante la existencia incluso. La forjación es previa
y posterior a la revelación. La poesía ya está. El sudor es tan necesario como
secundario. La voluntad y la pericia se someten a la lluvia que ya pasó.
Después de la lluvia el tiempo es menos ansioso y más la patria de los relojes.
El artesano trabaja la descendencia remota de las piedras que él mismo, cuando
fue poeta, arrojó durante siglos. Antes y después la poesía es un arte de
taller, de panadería, de galpón. Y otra cosa. Casi siempre la lluvia sabe dónde
caer. Podrá de golpe llover a cántaros o venir en gotas. Lo que importa es la
constancia, la insistencia, la falta de resignación de la mano. La fortuita o
atinada puntería. Y la fe ciega de que algún día nos lloverá.
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