sábado, 11 de febrero de 2012

MARISA PRESTI


LA PROTANCA


La quietud, la monotonía, el viento suave y persistente que levantaba tierra y hojarasca contra el persistente esfuerzo de las señoras que salían una y otra vez a barrer las entradas de las casas. La placita, en el centro del pueblo, típico lugar de reunión de los que intercambiaban novedades y chimentos.
          Hoy lo veo así, un lugar apagado y sin futuro, pero en aquella época, cuando aún era chico, lo vivía como una cita constante con travesuras y juegos. Formábamos un grupo de seis o siete varones de "dudoso" comportamiento, por eso siempre nos acusaban de cualquier tipo de pillería, aunque muchas veces, a decir verdad, éramos inocentes.
Conocía a todos y me aventuraba, muchas veces solo, por los bosques de abedules al final del caserío. Corría cerca un pequeño riacho, y más de una vez nos juntábamos a pescar mojarritas. El que lograba pescar más era premiado con un helado que debíamos pagar entre todos.
Un día que mis amigos prefirieron jugar a las bolitas, caminé hacia el bosque y sin darme cuenta me desvié del camino principal. De pronto, vi una casa desconocida, en realidad un rancho rústico con techo de paja y paredes de ladrillo a la vista. Me acerqué un poco más, y vi salir unos hombres riéndose a carcajadas. Escondido tras los arbustos divisé un cartel en el frente: La potranca. Alcancé a oír música y voces fuertes. Por miedo a que me descubrieran, salí corriendo hacia mi casa. ¿Por qué no se los conté a mis amigos? No sé, es algo que todavía me pregunto, quizás intuí que se trataba de algo especial, prohibido.
Volví temprano y me puse a hacer los deberes del colegio. Mi madre se sorprendió, acostumbrada a regañarme una y otra vez para que cumpliera con mis obligaciones.
Al llegar la noche estaba a punto de dormirme, cuando mi padre entró a mi cuarto para darme un beso. Y entonces, me atreví a preguntarle. Papá, ¿qué es La Potranca? Su cara se puso pálida, cambió su buen humor por una voz autoritaria: No es nada que tengas que saber. Ni se te ocurra andar por ahí. Sin decir más, cerró la puerta de modo brusco.
Era demasiado curioso para obedecerle, el mundo entero estaba frente a mí para que lo descubriera, era una invitación constante que no podía evitar aunque quisiera. Sospechaba que los adultos nos ocultaban demasiado, nos impedían avanzar como lo habían hecho ellos, me parecía que todos teníamos el mismo derecho a conocer, a saber cada vez más cosas y en última instancia era su obligación contestar nuestras preguntas.
No hablé más del tema; la mirada de papá, poco amistosa, estuvo clavada en mí durante varios días. Revisaba mis cuadernos dejando de lado a mi madre que era la que se ocupaba de esa tarea. Durante la cena sus ojos parecían querer descubrir algo con qué regañarme. Al final de ese mes de octubre, todo pareció volver a la calma. Todo menos mi rebeldía, que esperaba el momento propicio para volver a la misteriosa casa.
La ocasión se me presentó una tarde temprano, mis amigos habían ido al circo que hacía pocos días se presentaba en el pueblo. No me dejaron ir, como castigo tardío, y fue entonces que decidí volver al lugar. Recordaba el camino, una sensación entre temor y ansiedad me hizo apurar el paso, casi corría cuando llegué a escasos metros. Oculto tras los arbustos salvadores vi lo que nunca había visto: una mujer en ropa interior colgando unas prendas en una soga improvisada. Quedé sin aliento, y eso me hizo toser contra mi voluntad. La mujer levantó la vista y se acercó a mi escondite. Una carcajada salió de su garganta cuando me descubrió. ¿Que hacés, chiquitín, estás espiándome? Apenas pude contestar: No, señora, disculpe…
Insistió tanto que al fin decidí confesarle mi verdad: Sólo quería saber que hacen acá. Esto la hizo reír todavía más. Y sin decir palabra, me tomó de la mano y literalmente me arrastró hasta la casa.
Nunca olvidaré lo que mis ojos descifraron a pesar de la oscuridad, ni lo que mi olfato reveló como un olor a humedad y encierro. Cuatro o cinco mujeres, todas en ropa interior comenzaron a reírse al verme. Che, Zaira, ¿no es muy chiquito para vos? Escuché las bromas, que parecían interminables, mientras la tal Zaira me hizo entrar en un cuarto, y luego de cerrar la puerta con una traba me miró desafiante: Ahora vas a saber lo que hacemos acá.



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