LA MUJER DEL FONDO
He caminado hasta la casa o la casa ha caminado hasta mí, con su aroma navideño de agua de azahar, con el sonido de los tenedores batiendo sin descanso una mayonesa casera sensible al mal de ojo.
He vuelto por el pasillo hasta el fondo, donde la inquilina vieja rabiosa tejía malos humores a dos agujas, en una bufanda negra interminable, con la que se ahorcó de soledad un día de reyes.
Mi madre insistía en llamarla niña como un título de honor a su soltería, aunque para mí, no era más que una anciana histérica y amarga como las naranjas de su árbol, que yo a propósito cortaba para provocar una lluvia de flores sobre su patiecito recién barrido.
La antipatía era mutua.
Ella parecía una estatua rolliza perfumada de Mary Stuart, moviendo apenas sus dedos en repetidas estocadas de punto santa clara. A veces se la escuchaba llorar. Sus lágrimas atravesaban el portoncito de alambre, formaban un arroyo por el pasillo y morían en el desagüe. Entonces su actitud enyesada cobraba cierta humanidad.
Para aquella navidad mi madre la invitó a compartir nuestra humilde mesa, pero Catalina de hielo levantó sus cejas y rechazó la propuesta sin excusas.
Creo que se encerraba bajo candado y doble vuelta de llave, que clausuraba la ventana, que huía de las estrellas, que no soportaba la plenitud de la luna.
El reloj dio las doce de la Nochebuena y si bien no éramos muy felices, las copas en el aire quebraban los espantos del ambiente, la tristeza de mi madre, mi padre apurado por escaparse al bar a beberse la noche a sorbos de vino barato.
Sabía que el niño Dios no me traería la bicicleta, sólo por evitarle otros pesares a mi madre, que tenía cierto pánico insano a que se me partiera algún hueso, pero en su reemplazo, recibí un regalo blanco de orejas largas y ojos rojos. No dudé en llamar Catalina a mi coneja y ésta era realmente adorable.
A la vieja del fondo no le pareció tierno mi gesto ni nada, le daba escozor ese bicho anti-higiénico como le decía. "Si la veo comiéndose mis helechos te la devuelvo en escabeche".
Y se comió sus helechos, nomás, a los dos días apareció malherida y agonizante, víctima de un escobazo. Odié a la vecina asesina de mascotas y recé para que se mudara pronto a otra casa, en lo posible a su panteón. "viepejapa depe mierper dapa, mopo ripi tepe" repetía una y otra vez como una letanía de efecto residual.
Llegó el treinta y uno de diciembre y el pollo sudaba aromas a tomillo y romero en el horno de barro. Estábamos desmodaldo los panes dulces cuando apareció la mujer del fondo con una muñeca negra entre sus manos.
Era para mí.
La muñeca era fea, de trapo, de brazos y piernas largas, con trenzas de lana y delantalcito de mucama, pero al abrazarla tenía una calidez de vellón que la fiorella de plástico no trasmitía.
Si en ese gesto Catalina buscaba redimirse, lo había conseguido.
La bauticé "Morocha" con el fondo de sidra tibia de una copa que había quedado sobre la mesa.
Morocha se dejaba operar las rodillas y mal suturar con hilos de colores, dormía conmigo y me tapaba los oídos cuando mis padres se apuñalaban con palabras filosas. Ocurrió mientras tomaba el té con Morocha, teníamos los pulmones repletos de olor a uva chinche que estallaba del parral disciplinado y que daba sombra al pasillo compartido por el que cruzó mi padre de a zancadas, cuando oyó el grito. La encontró colgada de su propio tejido.
Yo sólo recuerdo el pendular de sus pies hinchados, la bufanda negra y extensa, la alfombra de naranjas amargas rotas contra el suelo.
Cuando a Morocha se le escapó una lágrima supe que mi inocencia se había acabado.
Aquel seis de enero sólo pedí que se revirtiera mi conjuro jeringozo, pero era tarde, Catalina yacía debajo de las flores.
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